Charles mira el suelo, preguntándose si merece la pena discutir.
—Como quieras —dice, bajando el bloc de notas. Nunca lucha por su arte.
—Gracias —le digo, avanzando hacia el interior de la oficina. Pero cuando me acerco al escritorio de Mary, oigo que está garabateando algo a mis espaldas—. ¿Qué haces?
—Lo siento —responde, se echa a reír y apunta las últimas palabras en su bloc de notas—. Muy bien, he terminado.
—¿Qué es lo que has escrito?
—Nada, es sólo…
—¿Qué es lo que has escrito?
Me muestra la hoja.
—«No necesito todo esto en una de tus canciones» —dice—. ¿Qué te parece como título para un álbum?
No le contesto y vuelvo a concentrarme en el escritorio de Mary.
—Por favor, ¿puedes enseñarme dónde guarda su contraseña?
Charlie se dirige hacia el escritorio más limpio y ordenado de toda la habitación, simula quitar el polvo de la silla de Mary, se sienta y extiende una mano hacia los tres marcos de plástico que se encuentran junto al ordenador. Hay un niño de doce años con un balón pequeño y ovalado de fútbol americano, un niño de nueve años que viste un uniforme de béisbol y una niña de seis años posando con un balón de fútbol. Charlie coge decididamente la fotografía del futbolista americano y le da la vuelta. Debajo de la base del marco aparecen el nombre de usuario y la contraseña de Mary: marydamski: 3BUG5E. Charlie sacude la cabeza y sonríe.
—El primogénito. El hijo más amado.
—¿Cómo sabías…?
—Es posible que Mary sea la reina de los números, pero odia los ordenadores. Un día vine a verla, me preguntó cuál sería un buen escondite y le dije que lo intentara con las fotos.
Típico de Charlie. El amigo de todos.
Enciendo el ordenador de Mary y echo un vistazo al reloj de la pared: 15.37. Apenas un poco más de veinte minutos. Introduzco su contraseña y busco directamente el archivo de
Desembolso de fondos
. La transferencia de Tanner está en la cola en la pantalla de Mary esperando la aprobación final. Tecleo el código del banco de Tanner y añado el número de cuenta que me dio hace unos minutos.
—¿Cantidad solicitada?
Casi duele escribir: cuarenta millones de dólares.
—Eso es un montón de boniatos —dice Charlie.
Vuelvo a mirar el reloj: 15.45. Aún nos quedan quince minutos.
Detrás de mí, Charlie vuelve a apuntar algo en su bloc de notas. Es su mantra:
Agarra el mundo; come un amargón
. Muevo el cursor a «Enviar». Ya casi he terminado.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dice Charlie. Antes de que pueda contestar, añade—. ¿Qué pasaría si todo esto no fuese más que un montaje?
—¿Qué?
—Todo el asunto… la llamada telefónica, los gritos… —Charlie se echa a reír mientras acaba el argumento en su cabeza—. Con todo el caos que había, ¿cómo sabes que se trataba del auténtico Tanner Drew?
Siento que todo el cuerpo se pone tenso.
—¿Perdona?
—Quiero decir, el tío tiene una oficina familiar, ¿cómo sabes qué voz tiene Drew?
Dejo el ratón y trato de ignorar el escalofrío que recorre los pelos de mi nuca. Me vuelvo hacia mi hermano. Ha dejado de escribir.
—¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Crees que se trata de un montaje?
—No tengo ni la más remota idea, pero piensa en lo fácil que ha sido: un tío llama, te amenaza diciendo que quiere sus cuarenta millones de pavos, luego te da un número de cuenta y dice «Hazlo».
Vuelvo a mirar el número de cuenta de once dígitos que brilla en la pantalla delante de mí.
—No —insisto—. No es posible.
¿No es posible? Es como esa novela que publican cada año: el malo engaña al héroe desde el principio…
—¡Esto no es un estúpido libro! —grito—. ¡Se trata de mi vida!
—Se trata de nuestras vidas —añade Charlie—. Y lo único que estoy diciendo es que, en el momento en que pulses esa tecla, el dinero podría ir a parar directamente a algún banco en las Bahamas.
Mis ojos permanecen clavados en el brillo que desprende el número de la cuenta. Cuanto más lo miro, más parece brillar.
—Y sabes muy bien quién se las cargará si ese dinero desaparece…
Charlie se muestra muy prudente al decirlo. Como ambos sabemos, Greene & Greene no es como un banco normal. Citibank, Bank of America… ésas son grandes corporaciones sin rostro. Aquí no. Nosotros todavía somos una sociedad estrechamente constituida. Para nuestros clientes, eso nos mantiene exentos de algunas de las exigencias gubernamentales en cuanto a información, lo que nos ayuda a conservar la confidencialidad; lo que mantiene nuestros nombres fuera de los documentos; lo que nos permite escoger sólo a los clientes que queremos. Como ya he dicho: usted no abre una cuenta en Greene. Nosotros la abrimos con usted.
A cambio, los socios consiguen gestionar importantes cantidades de dinero con más libertad. Y lo que es más importante aún —mientras sigo mirando la transferencia de cuarenta millones de dólares de Tanner— cada socio es personalmente responsable de todos los valores del banco. En el último balance, controlábamos trece billones de dólares. Billones. Con B. Dividido por doce socios.
Olvídate de Tanner. Ahora sólo puedo pensar en Lapidus. Mi jefe. Y la persona que me hará tragar la carta de despido si pierdo a uno de los clientes más importantes del banco.
—Te digo que no es posible que se trate de un montaje —insisto—. La semana pasada oí a Lapidus que hablaba de esta transferencia. Quiero decir, no es como si Tanner hubiese llamado de ninguna parte.
—A menos, por supuesto, que Lapidus forme parte de…
—¿Quieres dejarlo ya? Estás empezando a sonar como… como…
—¿Como alguien que sabe de qué está hablando?
—No, como un lunático paranoico ajeno a la realidad.
—Debo decirte que me siento ofendido por la palabra «lunático». Y por las palabras «ajeno a».
Tal vez deberíamos llamarle para asegurarnos.
No es mala idea dice Charlie.
El reloj de la pared dice que me quedan cuatro minutos. ¿Qué es lo peor que puede hacer una llamada telefónica?
Busco rápidamente el número de la casa de Tanner en la Guía de Clientes. Sólo consta el número de teléfono de la oficina familiar. A veces, la privacidad te toca los huevos. Al no tener otra alternativa, marco el número y miro el reloj. Tres minutos y medio.
—Oficina Familiar Drew —contesta una mujer.
—Soy Oliver Caruso de Greene & Greene. Necesito hablar con el señor Drew. Se trata de una emergencia.
—¿Qué clase de emergencia? —pregunta ella. Prácticamente puedo oír el tono burlón.
—De cuarenta millones de dólares.
Hay una pausa.
—Espere, por favor.
—¿Le están buscando? —pregunta Charlie.
Ignoro su pregunta, vuelvo al menú de transferencia electrónica y muevo el cursor a «Enviar». Charlie se sienta nuevamente en el brazo del sillón y me coge la camisa con fuerza a la altura del hombro.
—Mamá necesita un nuevo par de zapatos de tacón… —susurra.
Treinta segundos más tarde, oigo nuevamente a la secretaria en el otro extremo de la línea.
—Lo siento, señor Caruso, pero el señor Drew no contesta.
—¿Tiene móvil?
—Señor, no estoy segura de que comprenda…
—En realidad, la comprendo perfectamente. Ahora necesito su nombre para poder decirle al señor Drew con quién estuve hablando.
Otra pausa.
—Aguarde, por favor.
Nos quedan un minuto y diez segundos. Sé que el banco está sincronizado con la Reserva Federal, pero solamente se puede interrumpir el proceso a último momento.
—¿Qué piensas hacer? —pregunta Charlie.
—Lo conseguiremos —le digo.
Cincuenta segundos.
Mis ojos están fijos en el botón digital de «Enviar». En la parte superior de la pantalla ya ha desaparecido la línea que dice cuarenta millones de dólares, pero ahora es lo único que veo. Pongo el teléfono en modalidad «Altavoz» para tener las manos libres. Siento que la presión de la mano de Charles aumenta sobre mi hombro.
Treinta segundos.
—¿Dónde coño se ha metido esa mujer?
Mi mano tiembla de tal modo sobre el ratón que el cursor se mueve por toda la pantalla. No tenemos ninguna posibilidad.
—Ya está —dice Charlie—. Ha llegado el momento de tomar una decisión.
Tiene razón. El problema es que… yo… simplemente no puedo hacerlo. Me giro hacia mi hermano en busca de ayuda. No dice nada, pero puedo oírlo todo perfectamente. El sabe de dónde venimos. Sabe que me he estado matando durante cuatro años en este banco. Para todos nosotros, este trabajo es nuestra vía de escape de la sala de urgencias. Cuando faltan veinte segundos, Charlie asiente con un movimiento apenas perceptible.
Eso es todo lo que necesito, sólo un ligero empujón para comer el amargón. Vuelvo a mirar el monitor. «Aprieta el botón», me digo. Pero cuando estoy a punto de hacerlo, todo mi cuerpo se paraliza. Mi estómago comienza a desintegrarse y el mundo se convierte en una mancha borrosa.
—¡Venga! —grita Charlie.
Las palabras resuenan, pero se pierden. Estamos en los segundos finales.
—¡Oliver, aprieta ese jodido botón!
Dice algo más, pero lo único que siento es el violento tirón en la camisa. Charlie me aparta y se inclina hacia adelante. Veo que su mano baja a toda velocidad y aporrea el ratón con el puño cerrado. En la pantalla, el icono de «Enviar» se convierte en su propio negativo y luego vuelve a aparecer. Tres segundos más tarde una caja rectangular aparece en la pantalla:
«Status: Pendiente.»
—¿Significa eso que hemos…?
«Status: Aprobado.»
Ahora Charlie comprende qué es lo que estamos mirando. Yo también.
«Status: Pagado.»
Ya está. Todo enviado. Un correo electrónico de cuarenta millones de dólares.
Ambos miramos fijamente el teléfono, esperando una respuesta. Sólo obtenemos un silencio devastador. Tengo la boca abierta. Charlie finalmente suelta mi camisa. Nuestros pechos suben y bajan al mismo ritmo… aunque por razones completamente diferentes. Luchar y huir. Me vuelvo hacia mi hermano… mi hermano pequeño… pero no dice una palabra. Y entonces se oye un ruido en el teléfono. Una voz.
—Caruso —gruñe Drew con un acento sureño que ahora es tan inconfundible como un tenedor en el ojo— si no se trata de una llamada de confirmación, será mejor que comiences a rezar.
—Lo… lo es, señor —digo, conteniendo una sonrisa—. Es sólo una confirmación.
—Muy bien. Adiós.
La comunicación ha terminado.
Me vuelvo pero es demasiado tarde. Mi hermano se ha marchado.
Salgo rápidamente de La Jaula y busco a Charlie, pero, como siempre, es demasiado veloz. En su cubículo, aferro con las dos manos el borde superior de su pared, me impulso hacia arriba y atisbo en su interior. Con los pies apoyados encima del escritorio está garabateando algo en un cuaderno de notas verde con espiral, tiene el capuchón del bolígrafo en la boca y está perdido en sus pensamientos.
—¿Estaba feliz Tanner? —pregunta sin darse la vuelta.
—Sí, estaba realmente emocionado. No hacía más que darme las gracias… una y otra vez. Finalmente, le dije algo así como: «No, no hay necesidad de que me incluya en el perfil de
Forbes
, haber podido contribuir a que usted forme parte de los cuatrocientos principales es todo el agradecimiento que necesito.»
—Eso es genial —dice Charlie, mirándome por fin—. Me alegro de que todo haya salido bien.
Odio cuando hace eso.
—Adelante —imploro—. Suéltalo.
Deja caer los pies al suelo y lanza el cuaderno de notas sobre el escritorio. Aterriza justo al lado del Play-Doh, que se encuentra a escasos centímetros de su colección de soldados verdes, que está justo debajo de la pegatina en blanco y negro de su monitor que dice: «¡Traiciono al Hombre todos los días!»—Escucha, lamento haber reaccionado de ese modo —digo.
—No te preocupes, hermano, le pasa a todo el mundo.
Dios mío, ¡qué suerte tener ese temperamento!
—¿O sea que no te he decepcionado?
—¿Decepcionado? Era tu cachorro, no el mío.
Lo sé… es sólo que… siempre te estás metiendo conmigo porque me vuelvo blando…
—Bueno, desde luego eres un tío blando; toda esta vida lujosa y codearte con los poderosos… eres como el culo de un bebé.
—¡Charlie…!
—Pero no un culo de bebé blando, sino uno de esos culos completamente duros, como el de un bebé de sumo o algo así.
No puedo evitar sonreír ante la broma. Aunque no es tan buena como la que me hizo hace tres meses, cuando intentó hablar con voz de pirata durante todo el día (cosa que hizo).
—¿Qué te parece si dejas que te lo agradezca con una cena?
Charlie me estudia durante un momento.
—Sólo si no vamos en un coche privado.
—¿Quieres dejarlo ya? Sabes que el banco lo pagará después de todo lo que hemos hecho esta noche.
Charlie sacude la cabeza en señal de desaprobación.
—Has cambiado, tío… ya no te reconozco…
—Está bien, de acuerdo, olvida el coche. ¿Qué me dices de un taxi?
—¿Qué me dices del metro?
—Yo pagaré el taxi.
—Que sea un taxi entonces.
Diez minutos más tarde, después de una breve parada en mi oficina, estamos en el séptimo piso esperando el ascensor.
—¿Crees que te darán una medalla?
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por hacer mi trabajo?
—¿Hacer tu trabajo? Vaya, ahora pareces uno de esos héroes de barrio que han sacado a una docena de gatitos de un edificio en llamas. Afronta los hechos, Supermán, le has ahorrado a este lugar una pesadilla de cuarenta millones de dólares, y no de las buenas precisamente.
—Bueno, sí, pero hazme un favor y modera ese tono triunfal durante un tiempo. Aunque haya sido por una buena razón, hemos robado las contraseñas de otras personas para poder conseguirlo.
—¿Y?
—Y sabes muy bien cómo se las gastan aquí con las cuestiones de seguridad…
Antes de que pueda terminar, el ascensor llega al piso con un ligero sonido y las puertas se abren. A esta hora espero que esté vacío, pero, en cambio, un hombre grueso con el pecho de un jugador de fútbol americano está apoyado contra la pared del fondo. Shep Graves: el jefe de Seguridad del banco. Vestido con camisa y corbata que sólo pueden haber sido compradas en la tienda local de Big & Tall, Shep sabe cómo mantener erguidos los hombros para que su cuerpo que frisa en los cuarenta parezca lo más joven y fuerte posible. Para este trabajo —proteger nuestros trece billones de dólares— tiene que hacerlo. Incluso con la tecnología más avanzada a su disposición, no existe un factor más disuasorio que el miedo, que es la razón por la que decido dar por acabada nuestra discusión sobre Tanner Drew en cuanto entramos en el ascensor. De hecho, cuando se trata de Shep, excepto por alguna charla circunstancial e insignificante, nadie en el banco habla realmente con él.