Es lo primero que se manifestó de forma natural en él, y cuando quiere, Charlie puede ser un artista increíble. Tan increíble que, de hecho, la Escuela de Artes Visuales de Nueva York quiso examinar su irregular expediente del instituto y le concedió una beca universitaria completa. Dos años más tarde trataron de orientar su carrera hacia el trabajo comercial, como la publicidad y la ilustración. «Es una vida agradable», le dijeron. Pero en el instante en que Charlie vio que convergían arte y carrera, se largó y acabó sus últimos dos años en la Universidad de Brooklyn estudiando música. Yo le estuve gritando durante dos días. Él me dijo entonces que la vida es algo más que diseñar el nuevo logotipo para un envase de detergente.
A través de la habitación le oigo caminar por el resto del apartamento y olfatear el aire.
—Mmmmmm… huele a Oliver —anuncia—. Ambientador y olor a pantuflas.
—Sal de mi cuarto de baño —le grito desde la cama, donde ya he abierto mi maletín para buscar unos papeles de trabajo.
—¿Nunca descansas? —pregunta Charlie—. Es fin de semana, puedes relajarte.
—Necesito acabar esto —contesto.
—Escucha, lamento haber hecho la broma de la vainilla…
—Necesito acabar esto —insisto.
El conoce ese tono de voz. Se sienta a los pies de la cama y deja que reine el silencio.
Dos minutos después, la ausencia de ruido surte efecto.
—A veces odio a la gente rica —me quejo.
—No, no es verdad. —Se burla—. Te encanta. Siempre te ha encantado. Cuanto más dinero tienen, más encantadores los encuentras.
—Hablo en serio —digo—. Es como si, una vez que consiguen una buena pasta, ¡zas!, pierden el contacto con la realidad. Quiero decir, mira a este tío… —Cojo la primera hoja de la pila de papeles y la lanzo hacia él—. A este imbécil se le traspapelan tres millones de dólares durante cinco años. ¡Se olvida de tres millones de dólares durante cinco años! Pero cuando le decimos que estamos a punto de quitárselos, entonces es cuando se despierta y quiere recuperarlos.
Lee la carta firmada por un tal Marty Duckworth.
Gracias por su carta […] por favor tomen nota de que he abierto una nueva cuenta en el siguiente banco de Nueva York […] envíen allí por favor el saldo de mi capital.
Pero para Charlie no es más que otra petición normal de transferencia de fondos.
—No lo entiendo.
Señalo la pequeña pila de papeles que tiene delante.
—Se trata de una cuenta abandonada. —Sé que se ha perdido, de modo que añado—. Según las leyes del estado de Nueva York, cuando un cliente no tiene movimientos en su cuenta durante cinco años, el dinero vuelve a manos del estado.
—Eso no tiene sentido, ¿quién sería capaz de abandonar su propio dinero?
—Principalmente la gente que está muerta —digo—. Es algo que sucede en todos los bancos del país; cuando alguien muere, o cae enfermo, a veces se olvidan de hablarle a su familia acerca de sus cuentas. El dinero simplemente se queda allí durante años, y si en la cuenta no hay ninguna actividad, finalmente se clasifica como «inactiva».
—¿De modo que, una vez transcurridos cinco años, enviamos el dinero al gobierno?
—Ésa es una parte del trabajo que estoy haciendo. Cuando ya han pasado cuatro años y medio, estamos obligados a enviar una carta de advertencia diciendo: «Su cuenta será transferida al estado.» En ese momento, cualquier persona que aún viva suele responder, lo cual es mucho mejor para nosotros, ya que el dinero se queda en el banco.
—¿O sea que ésa es tu responsabilidad? ¿Tratar con los muertos? Tío, y yo que pensaba que mis habilidades con el servicio de atención al cliente eran malas.
—No te rías, algunos de esos tíos aún viven. Es sólo que olvidan dónde han dejado el dinero.
—Como ese señor Tres Millones de Dólares Duckworth.
—Ése es nuestro hombre —digo—. Lo malo es que quiere transferir su dinero a otro banco.
Charlie relee el texto de la carta enviada por fax. Pasa los dedos sobre la firma borrosa. Luego, sus ojos vuelven al encabezamiento de la página. Algo llama su atención. Sigo el movimiento de sus dedos. El número de teléfono que figura en la parte superior del fax. Pone esa cara de alguien que huele a podrido.
—¿Cuándo has recibido esta carta? —pregunta Charlie.
—Hoy, en algún momento, ¿por qué?
—¿Y cuándo hay que transferir ese dinero al estado?
—El lunes, supongo que es la razón por la que envió la carta por fax.
—Sí —Charlie asiente, aunque sé que no me está escuchando. El rostro se le pone completamente rojo. Allá vamos.
—¿Qué sucede?
—Mira aquí —dice, señalando el número del fax de retorno en la parte superior de la carta. ¿Este número no te resulta familiar?
Agarro la hoja y la examino de cerca.
—No lo he visto en mi vida. ¿Por qué? ¿Lo conoces?
—Se podría decir que…
—Charlie, ve al grano, dime qué es…
—Es el Kinko's que está a la vuelta de la esquina del banco.
Me sale una risa nerviosa.
—¿De qué estás hablando?
—Te lo estoy diciendo. El banco no nos permite utilizar el fax para cuestiones personales, de modo que cuando Franklin o Royce necesitan enviarme alguna partitura, va directamente a Kinko's y a ese número.
Vuelvo a mirar la carta.
—¿Por qué un millonario, alguien que puede comprar diez mil máquinas de fax, y puede ir directamente al banco, habría de enviarnos un fax desde una copisteria que está justo a la vuelta de la esquina?
Charlie me sonríe con inocultable excitación.
—Tal vez no estemos tratando con un millonario.
—¿De qué estás hablando? ¿Crees que Duckworth no envió esta carta?
—Dímelo tú. ¿Has hablado con él últimamente?
—No tenemos la obligación de… —Me interrumpo de golpe, comprendo dónde quiere llegar—. Todo lo que hacemos es enviar una carta a su última dirección conocida, y otra a su familia —comienzo a decir—. Pero si queremos estar seguros, hay un lugar que está abierto hasta tarde… —Me siento en la cama, conecto el altavoz del teléfono y comienzo a marcar un número.
—¿A quién llamas?
Lo primero que oímos es una voz grabada.
—Bienvenido a la Seguridad So…
Sin siquiera escuchar el resto del mensaje, marco uno, luego cero, luego dos en el teléfono. Conozco la rutina. El altavoz se llena con música enlatada.
—Los Beatles.
Let It Be
—dice Charlie.
—Shhhh —siseo.
—Gracias por llamar a la Seguridad Social —dice finalmente una voz femenina—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Hola, me llamo Oliver Caruso y le llamo desde el Banco Greene & Greene en Nueva York —digo en ese tono de voz exageradamente agradable que a Charlie le revuelve el estómago. Es el tono que reservo para el servicio a los clientes y, no importa cuánto lo desprecie Charlie, en el fondo sabe que funciona—. Me preguntaba si podría ayudamos —continúo—. Estamos trabajando en una solicitud de préstamo y queríamos verificar el número de la Seguridad Social del solicitante.
—¿Tiene un número de identificación? —pregunta la mujer.
Le doy el número de nueve dígitos del banco. Una vez que tienen eso, obtenemos toda la información privada. Es la ley. Dios bendiga a Norteamérica.
Mientras espero la autorización, incapaz de quedarme quieto, tiro de las costuras de mi edredón verde salvia. No me lleva mucho tiempo deshacerlas.
—¿Y el número que desea comprobar? —pregunta la mujer.
Después de leer la lista de las cuentas abandonadas, le doy el número de la Seguridad Social de Duckworth.
—El nombre es Marty o Martin.
Pasa un segundo. Luego otro.
—¿Ha dicho que es para la solicitud de un préstamo? —pregunta la mujer, desconcertada.
—Sí —digo, ansiosamente—. ¿Por qué?
—Porque según la información que tenemos en nuestros archivos, tengo una fecha de defunción correspondiente al doce de junio.
—No lo entiendo.
—Sólo le digo lo que hay en nuestro archivo, señor. Si está buscando al señor Martin Duckworth, murió hace seis meses.
Cuelgo el teléfono y ambos miramos la hoja del fax.
—No puedo creerlo.
—Yo tampoco —canta Charlie—. ¿Es un «Expediente X» este momento?
—No es una broma —insisto—. Quienquiera que haya enviado esto… ha estado a punto de largarse con tres millones de pavos.
—¿De qué estás hablando?
—Si piensas en ello, es el crimen perfecto. Te haces pasar por alguien que ha muerto, pides su dinero, y una vez que la cuenta ha sido reactivada, cierras el negocio y desapareces. Puedes estar de seguro de que Marty Duckworth no se quejará.
—¿Pero qué hay del gobierno? —pregunta Charlie—. ¿No se darán cuenta de que su dinero ha desaparecido?
—Ellos no tienen ni la más remota idea —dijo, agitando la lista de cuentas abandonadas—. Nosotros les enviamos una lista sin las cuentas que hayan sido reactivadas. Son felices recibiendo un poco de dinero fresco.
Charlie se mueve nerviosamente en el extremo de la cama y puedo ver cómo giran sus engranajes. Cuando comes el amargón, todo se convierte en un viaje apasionante.
—¿Quién crees que lo ha hecho? —pregunta.
—Ni idea… pero tiene que ser alguien del banco.
Abre los ojos como platos.
—¿Eso crees?
—¿Quién más podría saber cuándo enviamos las cartas de notificación finales? Por no mencionar el hecho de que han enviado el fax desde una tienda que está a la vuelta de la esquina…
Charlie asiente con la cabeza siguiendo un ritmo continuo.
—¿Qué hacemos ahora?
—¿Estás bromeando? Esperamos al lunes y luego entregamos a ese cabrón a la policía.
La cabeza ya no se mueve.
—¿Estás seguro?
—¿Qué quieres decir con si estoy seguro? ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Quedarnos nosotros con ese dinero?
—No estoy diciendo eso, pero… —Nuevamente, el rostro de Charlie se tiñe de púrpura—. ¿Cómo sería tener tres millones de dólares? Quiero decir, sería como… sería como…
—Sería como tener dinero —le interrumpo.
—Y no sólo cualquier dinero, estamos hablando de tres millones de pavos. —Charlie se levanta de un brinco y su discurso se acelera—. Con esa pasta yo… llevaría un esmoquin blanco y sostendría una copa de vino tinto y diría cosas como «espero a un viejo amigo a cenar…».
—Yo no —digo, sacudiendo la cabeza—. Pagaría el hospital, me encargaría de todas las facturas y luego invertiría el resto del dinero.
—Venga, vamos, Scrooge, ¿qué es lo que pasa contigo? Tienes que tener algún proyecto loco… tirar la casa por la ventana… ¿tú qué comprarías?
—¿Y tengo que comprar algo? —Pienso en ello durante un momento—. Pondría una alfombra de pared a pared…
—¿Una alfombra de pared a pared? ¿Eso es lo mejor que…?
—¡Para mi pequeño cachorro! —exclamo—. Un cachorro que tendríamos encadenado en el patio.
Charlie ríe a carcajadas ante mi ocurrencia. El juego ha comenzado. Sus ojos brillan ante el desafío.
—Me compraría un circo.
—Yo compraría el Cirque du Soleil.
—Yo compraría el Cirque du Soleil y lo rebautizaría Cirque du Sole. Sería un espectáculo de tres pistas exclusivamente con peces.
Sonrío, no me rindo.
—En mi cuarto de baño tendría el asiento del váter cubierto de piel, de la mejor calidad, como si estuvieses cagando sentado sobre un valioso roedor.
—Eso sería muy agradable —concede Charlie—. ¡Pero nunca tan agradable como mis espaguetis dorados!
—Pan con diamantes incrustados.
—Bollos de arándanos tachonados de zafiros.
—¡Langostas rellenas de costillas… o costillas rellenas de langostas! ¡Tal vez incluso ambas cosas! —grito.
Charlie asiente.
—Me compraría Internet… y todos los sitios porno.
—Magnífico. Muy elegante.
—Lo intento.
—Sé que lo intentas, por eso te compraría Orlando.
—¿Estamos hablando de Tony Orlando o hablamos de Florida? —pregunta Charlie.
Le miro directamente a los ojos.
—Ambos.
—¿Ambos? —Charlie se echa a reír, finalmente impresionado.
—¡Has dudado! ¡He ganado! —exclamo.
Hacía mucho tiempo que Charlie no era el primero en tirar la toalla. No todos los días se consigue derrotar a un auténtico maestro en su propio juego.
—Lo ves, de eso estoy hablando —dice por fin—. ¿Por qué debemos pasar otro día rompiéndonos las espaldas en el banco cuando podemos comprarnos cachorrillos e Internets y langostas?
—Tienes toda la razón, Charles —digo con mi mejor acento británico—. Y lo mejor de todo es que nadie se enteraría de adonde ha ido a parar todo ese dinero.
Charlie hace una pausa.
—¿No podrían enterarse, verdad?
Dejo a un lado a mi personaje.
—¿De qué estás hablando?
—¿Es realmente tan descabellado, Ollie? —pregunta ahora con expresión seria—. Quiero decir, ¿quién va a echar de menos ese dinero? El dueño ha muerto… está a punto de ser robado por alguien… y si el gobierno se queda con él… bueno, no hay duda de que utilizarán bien toda esa pasta, ¿verdad?
Me siento muy erguido en la cama.
—Charlie, odio tener que echar por tierra tu decimoséptima fantasía del día, pero estamos hablando de algo ilegal. Dilo en voz alta… ileeeegaaaal.
Me lanza una mirada que no había visto desde que mantuvimos nuestra última pelea por mamá. Hijo de puta. No está bromeando.
—Tú mismo lo dijiste, Oliver, es el crimen perfecto…
—¡Eso no significa que esté bien!
—No me hables de lo que está bien o está mal. Gente rica… grandes compañías… le roban al gobierno todos los días y nadie abre la boca, pero en lugar de robar, lo llamamos simplemente ingeniería financiera y prosperidad corporativa.
El típico soñador.
—Venga, Charlie, tú sabes que el mundo no es perfecto…
—No estoy pidiendo la perfección, ¿pero sabes cuántas grietas tiene el código fiscal para los ricos? ¿O para una gran corporación que puede permitirse un buen cabildero? Cuando los tíos como Tanner Drew presentan su 1040EZ, apenas si pagan un dólar en concepto de impuesto sobre la renta. Pero en el caso de mamá —que no llega a los veintiocho mil dólares por año— la mitad de lo que tiene va directamente al Tío Sam.
—Eso no es verdad; me encargué de que los expertos del banco…