Los millonarios (35 page)

Read Los millonarios Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
8.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿De qué diablos estás hablando?

—Ya has visto cómo vive… el hecho de que sea feliz con lo básico… que no necesite participar en la carrera… ¿Comienza a sonarte familiar? Incluso cuando vino a buscarnos; Gillian no se enfurece, es como si se limitara a mirar a través de ti, como si no le temiese a nada.

—Los asesinos con hacha tampoco le temen a nada.

—¿Quieres dejarlo ya, por favor? —le ruego mientras giramos hacia nuestra manzana—. Tú eres quien siempre está diciendo que no tengo ningún sentido de la aventura. ¿Preferirías que saliera con alguien como Beth?

—¿Salir? Tú no estás saliendo con Gillian… ni siquiera estás cortejándola. No sois más que dos personas en una situación extrema y que, casualmente, están una junto a la otra. Es como enamorarse en un viaje de adolescentes, sólo que sin las canciones de James Taylor.

—Puedes hacer todos los chistes que se te ocurran, pero los dos sabemos que detestas que alguien te desafíe cuando asumes tu papel de Señor Disconformidad. Es la misma razón por la que jamás te uniste a una banda… te sientes amenazado siempre que percibes la más mínima posibilidad de competencia.

—Ah, ahora lo entiendo, ¿crees que de eso se trata? ¿De una especie de competición? Puedes quedarte con ella, Ollie. Es toda tuya. Pero será mejor que lo sepas, no se trata de ninguna competición, sino de: divide y vencerás. Y eso es precisamente lo que Gillian está haciendo.

—¿Cómo puedes decir eso?

Después de comprobar la manzana por última vez, Charlie cruza la calle, abre la puerta de metal y corre a través del césped que conduce a nuestro apartamento. Ambos permanecemos en silencio hasta que hago girar la llave y entramos. El olor al producto insecticida es lo primero que nos golpea.

—Sigue siendo mejor que estar en casa de Gillian —dice Charlie, olfateando el aire.

—Ni siquiera la conoces —digo, desafiándole.

—Eso no significa que no tenga vibraciones —replica Charlie, quitándose los zapatos y la ropa para meterse en la cama.

—Vaya, perdóname, no me había dado cuenta de que estabas en plena búsqueda de tu Buda interior. Cuando se trata de las vibraciones de la gente eres como una de esas varillas que se usan para descubrir la presencia de agua subterránea.

—¿Quieres decir que no lo soy?

—Lo único que digo es que no fui yo quien le prestó su amplificador favorito a un completo desconocido y después vio cómo lo canjeaba en una casa de empeños de mala muerte en Staten Island.

—En primer lugar, ese amplificador era viejo y, de todos modos, necesitaba uno nuevo. En segundo lugar tengo un nombre propio del tamaño del Gran Cañón para ti: Ernie. Della. Costa.

—¿Ernie Dellacosta? —pregunto—. ¿El antiguo novio de mamá?

—Durante siete meses y medio interminables —añade Charlie—. ¿Recuerdas lo que ocurrió la primera vez que mamá le trajo a casa para que le conociéramos? Era un tío respetuoso y amable e incluso logró comprar mi amor trayendo Delicias de Pollo para la cena. Pero le odié en el mismo instante en que le arrebaté de las manos ese cubo de cartón con alas de pollo. Odiaba su peinado ondulado… Odiaba sus falsos zapatos de diseño… y durante todo el tiempo que estuvo saliendo con mamá odié a ese hombre como si fuese veneno. ¿Y sabes qué? Yo tenía razón.

Paso junto a él, me inclino en el fregadero y me lavo la cara. Se produce una pequeña discusión, pero Charlie me esquiva hábilmente y regresa rápidamente al futón. Voy tras él, dispuesto a no dar por zanjada la cuestión.

—Muy bien, ¿quieres recordar el resto de la realidad?, mientras tú estabas rascando tu guitarra…

—Es un bajo.

—Lo que sea… mientras tú te dedicabas a rascar tu guitarra y a vivir en la Tierra de la Fantasía, Ernie Dellacosta también era el tío que me consiguió ese trabajo con Moe Guinsburg durante mi primer año en la universidad. Si no hubiera sido por él no habría tenido dinero para continuar estudiando en la Universidad de Nueva York.

—Sabes, he olvidado todo lo relativo a esos trabajos de dependiente. Tienes razón, Ernie Dellacosta fue realmente una fuente de inspiración para todos nosotros —dice con una cucharada extra de sarcasmo.

—¿Qué se supone que significa eso? —pregunto.

—Nada. Olvídalo.

—No, no practiques conmigo esos juegos pasivo-agresivos. Dime lo que estás pensando.

Charlie permanece en silencio, lo que significa claramente que está ocultando algo.

—Déjalo —dice finalmente.

—¿Que lo deje? Pero si estabas muy cerca de decir una de tus verdades fundamentales. Venga, Charlie, estamos todos intrigados. Es evidente que sacaste el tema de Dellacosta por alguna razón, ¿cuál es tu problema entonces? ¿Que le hice la pelota para que me ayudara a conseguir un trabajo? ¿Que me reía a carcajadas con sus chistes de imbécil? ¿Qué me comportaba como todo el mundo en la Norteamérica de clase obrera y que me pelé el culo para dejar de preocuparme algún día por los acreedores que llamaban a casa y me acosaban hasta quedarse con los últimos cuarenta dólares que tenía en mi cuenta corriente? Dime qué es lo que te molestaba tanto.

—¡Tú! ¡Tú y tus continuas quejas por tu pobre estilo de vida! —estalla Charlie—. ¡Esto no tiene nada que ver contigo, Oliver, y si alguna vez te pararas a pensar en ello, quizá pudieras darte cuenta de las cosas que pasan debajo de tu jodido techo!

—¿De qué estás hablando?

—Ese tío era un gilipollas, Ollie. Un completo gilipollas. ¿Acaso eso no hace que te preguntes por qué mamá estuvo saliendo con él durante todo ese tiempo?

—¿A qué te refieres?

—¿Sabías que le aterraba la posibilidad de que perdieras tu trabajo? ¿O que odiaba a Ernie desde el segundo mes, pero que le preocupaba que sin ese sueldo no pudieras llegar al final del semestre? Puedes enterrar tu pasado debajo de todo el curriculum que quieras, pero en casa era mamá la que soportaba los abusos.

Abro la boca, completamente perdido.

—¿A qué te refieres con «abusos»? —pregunto.

—Vaya, aquí hay alguien que está usando su viejo acento de Brooklyn…

—¿Qué abusos, Charlie? ¿Ernie le pegaba?

—Mamá nunca lo dijo, pero yo oía sus discusiones, ya sabes lo delgadas que son la paredes de casa.

—Esa no es la cuestión —insisto—. ¿Viste alguna vez que Ernie le pegara a mamá?

Por una vez, Charlie no se defiende.

—Entré en casa y los dos estaban en la cocina —comienza a decir—. Mamá lloraba; él usaba un tono de voz mucho más violento que cualquier otro que quisieras que usaran con tu madre. Se dio la vuelta para ver si yo retrocedía. Entonces le dije que si no se largaba de casa pensaba utilizar su laringe como cuerda de saltar a la comba. El llanto de mamá se volvió más desconsolado, pero no impidió que él se marchara de casa. Nunca volvimos a verle el pelo. Y ése era tu compañero el señor Deilacosta.

Tambaleándome en la baldosa donde estoy parado, siento que mi pecho está a punto de estallar. Me tiembla la barbilla y miro a Charlie como si jamás le hubiese visto antes. Durante todo este tiempo pensaba que yo había tenido que asumir la peor parte. Durante todo este tiempo estuve equivocado.

—Charlie, yo no sabía…

—No lo digas —me advierte, sin ganas de escucharme. Se mete en la cama, se da la vuelta y se cubre la cabeza con la manta velluda y sucia que encontramos en uno de los armarios. El olor a cigarrillo que desprende la manta debe de ser mucho peor que la peste a insecticida, pero está claro que para Charlie es mucho mejor que hablar conmigo—. Sólo recuerda lo que te he dicho acerca de Gillian —dice antes de desaparecer debajo de las sábanas—. Divide y vencerás, así es como funciona siempre.

46

No puedo dormir. No sirvo para eso. Incluso cuando éramos pequeños —cuando Charlie y yo nos turnábamos para contar historias de terror sobre el demonio, el viejo del saco y la gente de mierda que vivía en nuestro edificio— Charlie era el primero en roncar. Esta noche no es diferente.

Mientras mantengo la mirada fija en la profunda grieta negra que cruza el techo estucado, puedo oír los ecos de mi madre llorando. Y Dellacosta marchándose de casa para siempre. ¿Por qué coño nadie me lo dijo? Luchando aún con la respuesta, escucho la penosa respiración de Charlie. Cuando estaba enfermo era mucho peor: un resuello asmático que solía mantenerme vigilante como si fuese un monitor cardíaco humano. Es un sonido que me perseguirá siempre —como el sonido de los sollozos de mi madre— pero cuando me vuelvo y miro a Charlie, mientras los minutos pasan y su respiración adquiere un ritmo regular, trato de encontrar algo de alivio en la sensación de que, finalmente, estamos consiguiendo un momento de descanso. Entre las fotografías, el acuerdo de no revelación de datos y las pistas de Five Points Capital, realmente hay una luz al final del túnel. Y entonces, como salido de ninguna parte, la luz desaparece robada por unos ligeros golpes contra el cristal de la ventana.

Me incorporo en la cama.

Los golpes cesan. No muevo ni un músculo. Y los golpes vuelven a empezar. El golpe seco y persistente de un nudillo contra el cristal.

—Charlie, levántate —susurro.

No se mueve.

—Oliver —la voz llega claramente desde el exterior.

Salto de la cama tratando de no hacer ruido. Si grito, quien esté fuera sabrá que estamos despiertos. Me acerco a la cama de Charlie para destaparle.

—¿Oliver, estás ahí? —pregunta la voz.

Me giro, sorprendido, y dejo la manta de Charlie. No es cualquier voz…

—Oliver, soy yo.

… es una voz que conozco. Me acerco rápidamente a la puerta y echo un vistazo a través de la mirilla sólo para asegurarme.

—Abre…

Hago girar la llave y quito el cerrojo. La puerta se abre con un leve crujido y miro hacia la oscuridad.

—Lo siento, ¿te he despertado? —pregunta Gillian con una leve sonrisa.

Como es habitual en ella, no puede permanecer quieta. Hunde las manos en los bolsillos traseros y luego alterna el peso del cuerpo de un pie a otro, balanceándose como si fuese una cantante folk.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—No lo sé… no podía dejar de pensar en el mando a distancia… y las fotografías y… me resultaba imposible conciliar el sueño, así que imaginé que… —Se interrumpe bruscamente y echa una rápido vistazo a mis calzoncillos cortos. Me sonrojo; ella se echa a reír—. Escucha, sé que tú tienes tus propias razones para hacer esto, pero te agradezco realmente lo que haces con mi padre. Él… él te lo hubiese agradecido.

Mi cara no hace más que enrojecer intensamente.

—Hablo en serio —dice Gillian.

—Lo sé —digo.

Disfrutando del momento, añade:

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—¿Qué?

—¿De qué signo eres, Aries o Leo? Melville y Hitchcock eran Leo, pero… —Hace una pausa, asimilando mi reacción—. Eres Aries, ¿verdad?

—¿Cómo es posible que…? ¿Cómo lo sabías?

—Venga, estirado, lo llevas grabado en la frente: la postura perfecta, ese tono —paternalista y admonitorio cuando le hablas a tu hermano, incluso esos inmaculados calzoncillos blancos…

—Son nuevos.

—No hay duda de que lo son —dice Gillian, bajando la vista para echarles otro vistazo. Vuelvo a sonrojarme y ella se ríe—. Vamos —añade—. Ponte algo de ropa, dejaré que me invites a una taza de café barato.

Miro la calle desierta por encima de su hombro. Incluso a esta hora no es una idea muy inteligente pasear en público.

—¿Qué me dices de un vale para otra ocasión?

Ella retrocede ligeramente y en su rostro se dibuja la expresión de un cachorro herido.

—Tampoco significa que tengas que irte… —añado a modo de invitación.

Gillian se detiene y se vuelve rápidamente.

—¿Eso significa que quieres que me quede?

Es una broma y ambos lo sabemos. Charlie me diría que cierre la puerta sin perder un segundo. Pero eso no haría más que dejarme tumbado en la cama, en la oscuridad y mirando el techo sin poder dormir.

—Sólo estoy diciendo que debo tener cuidado.

—Ah, debido a los… no había pensado… —Gillian vacila de la manera más dulce posible. Es uno de esos momentos en los que nadie sería capaz de fingir—. Por supuesto que quiero que tengas cuidado. De hecho… —Una sonrisa burlona le ilumina el rostro.

—¿Qué?

—Ponte unas zapatillas —dice, ahora radiante—. Se me acaba de ocurrir una idea.

—¿Para salir? No creo que sea…

—Confía en mí, guapo en calzoncillos, ésta será una de esas ocasiones que me agradecerás. Nadie sabrá que estamos allí.

Gillian dice algo más, pero yo todavía estoy saboreando la palabra guapo.

—¿Estás segura de que no hay peligro?

—No te lo pediría si hubiese peligro —contesta, súbitamente seria—. Especialmente cuando estamos en esto juntos.

Ese es el impulso que me lleva hasta la cima de la montaña. Si Gillian quisiera hacernos daño, Gallo y DeSanctis estarían aquí hace ya varias horas. En cambio, Charlie y yo disfrutamos de todo un día de paz y tranquilidad. A partir de ahora, cuanto más tiempo pase Gillian con nosotros, más riesgos correrá. Pero no le importa. Quiere conocer la verdad acerca de su padre. Y nosotros también. Dejo una rápida nota para mi hermano y le echo un vistazo para asegurarme de que sigue dormido.

—No te preocupes —dice Gillian—. Nunca sabrá que te has marchado.

Mientras recorremos el muelle tengo que reconocer que tenía razón. En una ciudad que se enorgullece de ser vista, Gillian ha encontrado el único lugar tranquilo donde nadie mira.

—¿Suficientemente solitario para ti? —pregunta mientras nuestros zapatos resuenan sobre las tablas de madera de la Miami Beach Marina. A nuestro alrededor, los muelles están sumidos en un silencio absoluto. En la playa, un guardia de seguridad está haciendo su habitual ronda nocturna pero Gillian agita la mano en un gesto amistoso y eso basta para mantenerle a distancia.

—¿Vienes aquí con frecuencia? —pregunto.

—¿Tú no lo harías? —contesta mientras pisa el freno.

No estoy seguro de a qué se refiere, es decir, hasta que no señala una pequeña embarcación de pesca, blanca y visiblemente afectada por el paso del tiempo, que se balancea junto al muelle. Apenas lo bastante grande para que quepan seis personas, tiene los asientos cubiertos con cojines gastados que llevan el emblema de los Miami Dolphins y un parabrisas con una grieta que lo atraviesa por la mitad. Con un ligero y exacto movimiento de los pies, Gillian lanza las sandalias dentro del bote.

Other books

The Expatriates by Janice Y. K. Lee
Burning for You by Dunaway, Michele
Bold by Nicola Marsh
Alfie by Bill Naughton
True Shot by Lamb, Joyce
Twin Flames by Elizabeth Winters
The Sixteen by John Urwin
Death as a Last Resort by Gwendolyn Southin