—¿Me estás diciendo que no debería tenerlo?
—No te estoy diciendo nada. Si quieres abandonar ahora, la decisión es tuya.
—No se trata de abandonar…
—¿De verdad? —me interrumpe, enfadada—. ¿Entonces por qué actúas de pronto como la primera rata en saltar del barco?
La pregunta se clava como un sacacorchos en mi pecho. Nunca había oído antes ese tono de voz en Gillian.
—Escucha —le digo—, lo estoy haciendo lo mejor que puedo. Cualquier otro dejaría que te sumergieras sola.
—Sí, seguro…
—¿Crees que estoy bromeando? Nómbrame a una sola persona que fuese capaz de saltar al océano helado en un traje de neopreno y arriesgar su vida simplemente por experimentar una nueva sensación a las cuatro de la madrugada.
—Tu hermano —dice Gillian, mirándome fijamente para remachar el clavo. Antes de que pueda reaccionar, ella se coloca el regulador entre los dientes y coge el tubo que tiene apoyado en el hombro izquierdo. Levantándolo por encima de la cabeza, aprieta un botón en el extremo del mismo. Un siseo de aire rasga el silencio. Cuando el chaleco se desinfla, Gillian comienza a hundirse lentamente.
Me coloco rápidamente el regulador, levanto el tubo y oprimo el botón con el pulgar para desinflar el chaleco. La presión se afloja en torno a mis costillas. El agua me roza la barbilla.
—No te arrepentirás, Oliver —grita Gillian, quitándose el regulador para respirar por última vez fuera del agua. Cuando está a punto de sumergirse, añade—: Después me lo agradecerás.
Sacudo la cabeza fingiendo ignorar el súbito entusiasmo. Pero cuando me hundo —a medida que el agua negra me lame las mejillas y llena mis oídos— descubro de pronto que nunca he dicho a Gillian que mi verdadero nombre es Oliver.
A las tres de la madrugada, mientras su coche bloqueaba la boca de incendio delante del edificio de Maggie Caruso, Joey se prometió a sí misma que no se quedaría dormida. A las tres y media bajó el cristal de la ventanilla para que el frío de la noche la mantuviese despierta. Hacia las cuatro, su cabeza se inclinó hacia adelante. A las cuatro y media volvió a caer bruscamente sobre el reposacabezas. Luego, exactamente a las cinco menos diez, un chillido agudo la despertó de golpe.
Parpadeando para volver al mundo vigilante, Joey buscó el rastro del sonido en la pantalla iluminada de su sistema de posición global. El brillante triángulo azul volvía a moverse a través del plano digital, directamente por la West Side Highway. Colocó la pantalla sobre su' regazo y observó cómo el coche de Gallo y DeSanctis se dirigía hacia el extremo de la ciudad. Era como un videojuego primitivo sobre el que no tenía ningún control. Al principio pensó que regresaban a Brooklyn, pero cuando el coche pasó de largo la entrada del puente, y tomó la FDR Drive, sintió una punzada de calor en la nuca. Había muy pocas cosas abiertas tan tarde. O tan temprano. «Mierda, no me digas que están…» El diminuto triángulo azul giró en el puente de la calle 59 y cuando Joey vio que se dirigía hacia el Grand Central Parkway, puso el motor en marcha y salió pitando. En la parte superior del plano digital, el triángulo azul se dirigía directamente hacia su destino. El destino más popular en Queens a las cinco de la mañana: el aeropuerto de La Guardia.
Sumergido debajo de las olas, floto como un astronauta y caigo a plomo hacia el corazón de la oscuridad. Decenas de burbujas se elevan a mi alrededor, rebotando contra el plástico duro de la máscara. Giro la cabeza hacia arriba, en dirección a la única fuente de luz visible, pero cuanto más profundamente me deslizo, más rápido se desvanece. El verdemar se convierte en azul oscuro y luego se convierte en una nube negra como el ala de un cuervo. Limítate a respirar, me digo mientras me obligo a enviar una bocanada de aire a través del regulador. Vuelvo a chupar y suena como un respirador. No hay olas, no hay viento, no hay sonido de fondo. Sólo el eco gorgoteante de mi propia respiración. Y Gillian pronunciando mi nombre.
Ni siquiera lo pienses, ahora no. Pero hay cosas que no puedes ignorar. Es probable que se lo haya oído decir a Charlie. Pronunció mi nombre al menos una docena de veces cuando ambos estábamos en el garaje. Haciendo un esfuerzo para no perder la calma, busco a mi alrededor algo que me tranquilice, pero todo —en todas direcciones— está oscuro. Aprieto la nariz con los dedos y soplo para destapar los oídos y un grupo de diminutos peces fosforescentes pasa delante de mi máscara. Giro la cabeza hacia la izquierda y desaparecen. Todo vuelve a ser negro. Es como nadar en un mar de tinta. Y entonces, un sable de luz se abre paso a través de la oscuridad. La linterna de Gillian. La dirige hacia mí y luego hacia ella. Todo el tiempo ha permanecido a mi lado.
«Vamos», me dice con señas, tratando de que la siga. Yo dudo un momento, pero pronto me doy cuenta de que ella tiene la única fuente de luz. Además, después de lo que ha dicho acerca de Charlie, no pienso demostrarle que tiene razón.
Gillian mueve las piernas y sus aletas la impulsan limpiamente a través del agua. La forma en que se mueve —la elegante extensión de los brazos— es como si volase. Detrás de ella, yo me esfuerzo por no distanciarme, sacudiendo los brazos como si estuviese nadando estilo braza. Es más difícil de lo que había imaginado. Por cada pocos centímetros que consigo avanzar, la corriente submarina parece empujarme hacia atrás. Gillian mira por encima del hombro para ver si la sigo y luego acelera súbitamente. Sea lo que sea lo que quiere que vea, no hay duda de que debemos de estar cerca.
Delante de mí, Gillian dirige el haz de luz de la linterna hacia el exterior e ilumina una pared beige. Entonces veo cómo las burbujas de aire se deslizan a lo largo de su espalda. No es una pared. Es el suelo. Estamos en el fondo.
Instintivamente me pongo tieso. Mi respiración se acelera; no estoy seguro de la razón.
Miro hacia la derecha, pero la máscara impide mi visión periférica. Giro la cabeza rápidamente hacia ambos lados. No hay nada que ver. No hay nadie. Es decir, hasta que algo se desliza por el lado izquierdo de mi cuello.
Sacudiéndome como un poseso, me giro velozmente y lo cojo por la garganta. Delante de mí, Gillian se mueve a mi alrededor y me ilumina con la linterna. Allí está. Mi atacante: el inanimado tubo que infla el chaleco y que se supone que debe flotar a mi lado mientras nado. Asaltado por mi propio pulpo.
«¿Estás bien?», me pregunta Gillian con una sarcástica mano apoyada en la cadera.
Flotando impotente, me limito a asentir.
Gillian se sumerge nuevamente hacia la oscuridad. Nuevamente, yo la sigo.
Enciende la linterna para examinar el suelo del océano, pero lo único que alcanzamos a ver son algunas plantas que se agitan con la corriente, conchas dispersas y lo que parece ser una trampa para langostas, abandonada y cubierta de herrumbre. Volviéndose hacia la derecha, Gillian agita sus aletas y queda envuelta en una fina nube de arena.
«No falta mucho», me indica sosteniendo el índice a escasos centímetros del pulgar. Deja escapar una gran bocanada de aire y las burbujas se elevan entre nosotros. Siguiendo el suave declive del suelo marino continúa descendiendo. Mientras avanzo tras ella, Gillian continúa nadando. Desde mi punto de observación, la forma en que sostiene la linterna encendida contra el pecho hace que el contorno de su cuerpo brille con un débil halo de luz. Es como perseguir una luciérnaga a través de un bosque submarino.
Una pared negra y convexa se eleva desde el lecho de arena y alcanza un punto situado por encima de nuestras cabezas. Continúa hacia la izquierda hasta más allá de donde alcanza a iluminar el haz de la linterna. Con la mano deslizándose a través de la superficie de metal astillado, Gillian nada hacia la derecha y gira rápidamente en la esquina. Encima de un timón roto y una hélice ausente, las palabras
Mon Dieu II - Les Cayes, Haití
corren perpendiculares hacia el suelo del océano. Aunque descansa sobre uno de sus lados, no hay duda de que se trata de un barco hundido.
En cuanto lo veo mi respiración vuelve a acelerarse. Es como estar parado delante de una casa abandonada. Interesante y atractivo, pero no hay ninguna razón para entrar. Gillian, naturalmente, no es de la misma opinión. Sin perder el tiempo, nada hacia la cubierta posterior, dejándome en medio de una mancha de burbujas. Cuando consigo darle alcance, ya está en plena investigación, iluminando con la linterna toda la cubierta apenas podrida. Se advierte un poco de moho marrón verdoso, pero no mucho; no hace mucho que se ha hundido.
Directamente encima de nosotros un destello plateado llama mi atención. Al principio supongo que se trata de la barandilla de metal que rodea la cubierta, pero cuando Gillian levanta la linterna, me doy cuenta rápidamente de que sólo es una parte de ella: Asegurada con tornillos a la cubierta y perpendicular al suelo, una máquina de Coca-Cola blanca y roja se balancea abierta sobre nuestras cabezas. No queda ninguna lata en su interior. No hay ninguna duda: el pequeño barco chocó contra una roca y se fue a pique rápidamente. Haití nos roba refrescos; nosotros se los volvemos a robar. En Miami.
Me vuelvo para compartir el chiste con Gillian pero, ante mi sorpresa, lo único que veo es la linterna, apoyada en el suelo del océano, apuntando con su luz hacia la máquina de Coca-Cola. Confundido, echo una mirada alrededor del barco. No hay nadie. Encima de mi cabeza, la puerta de la máquina de refrescos continúa balanceándose con la corriente.
—¿Illian…? —susurro a través del regulador, aunque sé que no puede oírme. Me doy la vuelta y giro la cabeza en todas direcciones. Una fría ola de agua me golpea el pecho. No lo entiendo. Gillian ha desaparecido.
Recojo la linterna e ilumino el plano horizontal. Delante de mí, un rastro de burbujas conduce directamente hacia la cabina de dos pisos del barco. La puerta se ha salido del marco y los cristales han desaparecido de las ventanas de las lumbreras, pero incluso desde donde me encuentro puedo ver lo oscuro que está. Sacudo la cabeza. No pienso meterme ahí dentro.
Un minuto después el rastro de burbujas ha desaparecido. Y Gillian no aparece. Dirijo la luz de la linterna hacia el hueco de la puerta de la cabina. No hay ningún movimiento. Ni burbujas. Me acerco nadando lentamente, repitiendo mentalmente cada movimiento de navaja que he visto cuando era adolescente. Al llegar a la puerta golpeo la linterna contra el casco de metal. Resuena con una ligera vibración. Es imposible que Gillian no lo perciba. A menos que esté atrapada en alguna parte… o necesite ayuda.
Pateo con fuerza y me deslizo a través de la puerta. La luz se mueve hacia todas partes, pero me resulta difícil orientarme. Es una pequeña cocina —lo bastante grande, sin embargo, para tres o cuatro personas— y el fregadero, el hornillo, incluso las encimeras, están todos de costado. En un rincón, una escalera que debe de llevar al segundo piso va en sentido horizontal. Lo mismo sucede con la escalera que conduce a la bodega. El techo está a mi derecha; el suelo a mi izquierda. Cuando alzo la vista, dos armarios de madera vacíos se balancean abiertos como la máquina de Coca-Cola. Entre ambos hay una lumbrera abierta. La ingravidez se hace sentir y la habitación comienza a dar vueltas.
Hago todo lo que puedo para seguir las burbujas, pero ese espacio reducido me está derrotando. Las paredes se ondulan como si estuviesen hechas de mercurio. Es como mirar a través de cristal fundido. El estómago me da un vuelco y siento el sabor del vómito que me sube a la garganta. Dios mío, si vomito en el tubo del aire… Giro frenéticamente hacia mi izquierda, buscando la puerta. Pero, me encuentro de cara con el suelo de linóleo. No tiene sentido. Continúo girando pero nada me resulta familiar. Todo el mundo se mueve como un caleidoscopio mientras me siento cada vez más mareado. Me aferro el pecho, jadeando como un perro rabioso. Juro que la habitación se está haciendo cada vez más pequeña. Y oscura. Todo —en todas direcciones— se vuelve gris.
Un golpe seco me sacude la espalda y dos brazos se cierran delante de mi pecho. Nos deslizamos de costado y no estoy seguro de dónde es arriba. El impacto hace que la linterna se escurra entre mis manos y caiga en cámara lenta hacia el fondo. Mientras cae, toda la habitación titila como una discoteca. Logro librarme de ese abrazo y, al girar, me encuentro con Gillian. Apenas si puedo verla a través de las burbujas. Sus brazos se mueven rápidamente, cogen la parte inferior delantera de mi chaleco. Es la única parte que mantiene mi aire en su sitio. ¿Por qué está intentando quitarla? Presa del pánico, la sujeto con fuerza por las muñecas. Ella me clava las uñas. Negándose a darse por vencida, vuelve a la carga, arañándome con furia. Pero esta vez la miro a los ojos.
«Por favor, confía en mí», me implora con la mirada.
Desesperadamente, su mano vuelve a la acción. Un gancho de plástico se abre y mi cinturón de plomo se desliza hacia el fondo. Gillian me coge de las solapas y me arrastra hacia atrás. Siguiendo su mirada, elevo la vista y, cuando veo la lumbrera abierta, Gillian me suelta. Sin el cinturón de plomo comienzo a subir como un corcho humano. Ella me da un último tirón para asegurarse de que no golpeo la botella de oxígeno durante la ascensión, pero después de eso salgo disparado hacia la superficie.
Gillian nada furiosamente hasta alcanzarme y se lleva los dedos a la boca para recordarme que debo respirar. Dejo escapar una gran bocanada de aire y miro hacia arriba. El negro se vuelve azul oscuro y luego se vuelve verdemar. Gillian me coge de la mano para asegurarse de que no subo demasiado deprisa. No lo eches a perder ahora, Oliver. Respira, respira, respira.
Salimos a la superficie y el aire frío de la noche me azota la cara. Junto a mí, Gillian ya está inflando su chaleco.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedes respirar? —pregunta frenéticamente mientras nada a mi lado. Mientras me sostiene con una mano, con la otra pulsa el botón para inflar mi chaleco. Me abraza las costillas y me pellizca el estómago. En ese momento tengo una arcada pero el vómito no sale.
—¿Te encuentras bien? —vuelve a preguntar.
Agitándome en el agua, apenas si oigo la pregunta. Lentamente, el color de mi visión logra quedar enfocado.
—¿Por qué me has dejado? —le pregunto.
—¿Dejado?
—En el barco, me he dado la vuelta y habías desaparecido.
—Pensaba que me habías visto… te he hecho una seña con la mano antes de irme…