—Pero supone que el agente Gallo…
—Lo siento, señor, pero no hay nada que yo pueda hacer.
—Pero…
—Lo siento, señor. Que tenga un buen día.
Se oyó un click en la línea y un golpe en la puerta. Quincy mantenía el auricular cerca de la oreja cuando Lapidus entró en el despacho.
—Sí… no… no debes preocuparte, todo está controlado —dijo Quincy a través del auricular mudo—. Muy bien… Gracias, Jim… te llamaré más tarde.
—¿Has podido encontrar a Gallo? —preguntó Lapidus cuando Quincy colgó el auricular.
—Pide y te será dado.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Lapidus.
—Nada en realidad, no quiso entrar en detalles.
—¿Sabe dónde están?
—Es difícil decirlo —dijo Quincy cogiendo un caramelo—. Pero si tuviese que adivinar, yo diría que no pasará mucho tiempo… es sólo cuestión de esperar.
—Brandt Katkin, es un placer conocerles —dice mientras nos estrecha las manos.
—Jeff Liszt —digo, utilizando otro de los nombres del banco. Katkin echa un vistazo a mi tarjeta de identificación, en la que se lee
Lapidus
.
—Lo siento… —interviene Charlie, exactamente como lo hemos ensayado—. El señor Lapidus se estaba retrasando, de modo que le pedimos al señor Liszt que se uniera a nosotros en su lugar…
—No, por favor, no hay problema —dice Katkin, demasiado educado como para revelar siquiera un atisbo de fastidio. En el mundo del capital de riesgo, donde se deja caer un nombre y causa una impresión instantánea, Katkin está más que acostumbrado a lanzar el cebo y tirar del sedal. Mientras nos conduce de regreso a su despacho, sigue un curso sinuoso a través de los pasillos grises de la corporación. Yo voy delante, seguido de Gillian. Charlie cierra la marcha.
Cuanto más nos alejamos del área de recepción, el ambiente se vuelve más silencioso. Mirando a mi alrededor trato de encontrar oficinas individuales, pero me doy cuenta rápidamente de que todas las puertas están cerradas.
—¿Esta ha sido siempre una división del servicio secreto? —pregunta Charlie. Emplea el mismo tono festivo de siempre, pero la ansiedad en su voz resulta inconfundible.
—Yo no la llamaría una división —le aclara Katkin mientras giramos a la izquierda hacia su despacho. Lleva pantalones caqui, mocasines y una camisa de golf Doral. El traje de tres piezas típico de Miami. Pero el acento plano y nasal de Minnesota hace que parezca fuera de lugar—. Es más bien una sociedad.
Gillian y yo ocupamos los dos sillones delante del enorme escritorio de Katkin con tablero de cristal. Charlie roba un espacio en el sofá de cuero negro de líneas contemporáneas. El despacho es un intento de alta tecnología pagada con el dinero de los contribuyentes. En una esquina, una estantería lacada en negro exhibe docenas de juguetes productos de acuerdos, las chucherías de agradecimiento que regala una compañía cuando cierra un buen trato: un camión de bomberos, una jeringuilla falsa, un apoyalibros con forma de microchip. Los típicos objetos inútiles del mundo de los negocios. Justo encima de la estantería hay un certificado enmarcado que conmemora el nombramiento de Katkin como agente especial del servicio secreto. Charlie lo está mirando fijamente.
«Una sociedad, y una mierda», señala con la cabeza.
Muestro mi conformidad asintiendo ligeramente con la cabeza. El servicio secreto es el servicio secreto. Sin embargo, Katkin parece no tener idea de quiénes somos; eso significa que, dondequiera que estén, Gallo y DeSanctis siguen con la boca cerrada.
—¿Cómo funciona exactamente el fondo? —balbuceo, tratando de no dejarme ganar por el pánico.
—No permita que la parte del servicio secreto le engañe —dice Katkin—. Esto es sólo el siguiente peldaño en R&D. Con la tecnología avanzando a la velocidad de la luz, las agencias del gobierno no podían seguir el ritmo. Tan pronto como conseguíamos desentrañar un sistema de seguridad, otro ocupaba su lugar. CIA… FBI… todos estaban al menos cinco años rezagados en relación al mercado privado. La CIA abrió In-Q-Tel para cerrar la brecha. Hace dos años nosotros inauguramos Five Points.
»Es algo realmente muy sencillo cuando se piensa en ello —continúa—. ¿Por qué matarte tratando de correr contra Silicon Valley cuando puedes dejarles que formen cola ante tu puerta? Es lo interesante del juego: toda idea nueva necesita dinero, incluso las ilegales. Y, de este modo, conseguimos que todo funcione a nuestro favor. Por ejemplo, si un tío inventa una bala capaz de atravesar el Kevlar, en lugar de permitir que vaya con su invento al mercado negro, lo compramos nosotros, averiguamos qué es lo que la hace tan potente y luego proporcionamos a nuestros agentes las contramedidas adecuadas. Es lo mejor de ambos mundos: podemos utilizarlo nosotros o derrotarlo si alguien lo utiliza contra nosotros. Para cuando hemos acabado, nuestros empresarios reciben sus fondos y nosotros echamos un vistazo antes que nadie a los mejores productos.
—¿De modo que el gobierno se queda con los beneficios? —pregunto.
—¿Qué beneficios? —bromea Katkin—. Somos un 501 (d) (3). «No lucrativo» es nuestro segundo nombre. De ese modo los políticos son felices, la competencia no nos considera una amenaza y nos permiten dar el salto al mundo de los negocios. Bienvenidos al futuro. Gobierno, Inc.
—Si no puedes vencerles… —comienza Charlie.
—Cómetelos —bromea Katkin. Es una lástima que sea el único que se ríe—. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?
—Se trata de mi padre —dice Gillian, abriendo por fin la boca—. Marty Duckworth…
—¿Duckworth era su padre? —pregunta Katkin y el tono de su voz suena divertido—. Ese tío me caía realmente bien. ¿Qué es de su vida?
Gillian aparta la vista.
—Mi padre murió hace unos meses.
—Vaya, yo… yo lo siento —dice Katkin. Observo atentamente su reacción. Los ojos muy abiertos. El pecho hundido. No excesivamente conmocionado, pero obviamente consternado por la noticia. Miro a Charlie por encima del hombro buscando una confirmación. Él también lo ha visto.
«Si este tío está actuando, este año le concederán un Oscar», coincide Charlie.
—No sabía que… —continúa Katkin.
—No hay problema —le interrumpo, volviendo a mi papel de banquero—. Como ya debe haber supuesto, nosotros somos los testamentarios del señor Martin Duckworth y pensamos que puede haber algunas cosas en las que usted podría ayudarnos. Verá, cuando estábamos revisando sus efectos personales, encontramos esto… —Meto la mano en el bolsillo interno de la chaqueta y saco el acuerdo de no divulgación y se lo entrego a Katkin.
Asintiendo para sí, Katkin reprime una sonrisa.
—Aquí está… el que escapó…
—¿Perdón?
—Era un hombre brillante, pero también un auténtico personaje. Un empresario de pura raza. Quiero decir, en una ocasión nos encontrábamos en el aeropuerto sobre una cinta mecánica y yo le pregunté, en broma: «¿Cuánto cree que se tardaría en dar la vuelta al mundo en algo como esto?» Duckworth lo pensó un momento, se volvió hacia mí y dijo: «2 233,3 horas, suponiendo que se emplee el diámetro polar de la Tierra y no el ecuatorial.»
Gillian quiere reírse, pero no lo consigue.
—¿O sea que recuerda haber tratado con él? —pregunta Charlie.
—¿Cómo podría olvidarlo? Era un tío original, no hay duda. Encontró nuestro nombre en el listín telefónico. Honestamente, ellos abrieron esta oficina para establecer contactos con Latinoamérica… ¿A quién se le hubiera pasado por la cabeza que un hombre como Duckworth se presentaría aquí?
Inclinándose hacia adelante, Gillian cruza los brazos delante del estómago.
—¿Qué fue lo que les dijo? —pregunta y su tono revela dolor.
—Simplemente entró. El ordenador portátil en una mano y una vieja tablilla con el sujetapapeles oxidado en la otra. Enviamos a uno de nuestros internos a que hablase con él. En la oficina no aceptamos propuestas que no hayamos solicitado previamente. Diez minutos más tarde le llevaron a ver a los tíos de comercialización. Y diez minutos después de eso, acompañaron a Duckworth directamente a mi despacho. —Agitando el AND delante de él, Katkin añadió—. Solíamos bromear con que su padre había bajado esto de la página web de alguna firma de abogados. Pero debo decir en su honor que se negó a revelarnos cómo funcionaba hasta que no firmamos este documento.
—¿Tan bueno era?
—¿Sabe cuántos AND firmamos el año pasado? —pregunta Katkin—. Dos —se contesta él mismo—. Y el otro correspondía al tío que… —Se interrumpe bruscamente—. Digamos simplemente que… se trata de alguien de quien sin duda han oído hablar.
Charlie se sienta erguido en el sofá, percibiendo que nos estamos acercando a nuestro objetivo.
—¿De modo que firmaron ese acuerdo de no divulgación de datos?
—Duckworth nos dejó el documento. Nosotros dudamos… dimos rodeos… y finalmente firmamos. Pero después de unas pocas primeras citas, creo recordar que eso ocurrió hace aproximadamente ocho meses, nunca volvimos a saber nada de Duckworth.
—¿Qué? —decimos Charlie y yo simultáneamente.
—Eso es exactamente lo que pensamos. Todos estábamos preparados para poner la cosa en marcha —teníamos el equipo dispuesto… ya estaba incluido en el presupuesto— incluso hicimos que nuestro experto en delitos financieros volase desde Nueva York.
En el preciso instante en que Katkin menciona nuestra ciudad natal, un dolor agudo se instala entre mis hombros. Es como si un buitre estuviese clavándome su pico duro en la nuca.
—¿Nueva York? —pregunto.
—De hecho tenemos algunos amigos en la oficina de Nueva York —interviene Charlie— ¿Cómo se llama ese experto?
Gillian frunce el ceño, pero el truco da resultado.
—Bueno, es uno de nuestros mejores hombres —dice Katkin mientras las garras del buitre se hunden profundamente en mi espalda. Miro con expresión vacía a través del tablero de cristal del enorme escritorio mientras los pies de Katkin reposan sobre la mullida alfombra—. Un tío realmente agradable —explica Katkin—. Se llama Jim Gallo.
—¿Hay algún problema? —pregunta Katkin, desconcertado por nuestro silencio.
—No, por supuesto que no —insiste Charlie, mientras tratamos de recobrarnos—. Es sólo que… Jim Gallo no es el tío que conocemos en Nueva York…
—Es una oficina muy grande —admite Katkin.
—¿Quiere decir que mi padre se llevó la idea con él cuando se marchó? —pregunta Gillian, ansiosa por volver a hablar del invento.
—Sucede siempre —contesta Katkin—. Los empresarios entran, hablan maravillas de sus inventos y cuando les hacen una oferta mejor, no volvemos a verles el pelo. Así es este negocio. Y con un experto en ganar dinero como Duckworth, quiero decir, algunas de esas cosas en las que estaba trabajando, ignoro cómo lo consiguió, pero imagino que encontró un nuevo socio y se largó.
—Verá, nosotros esperábamos que usted pudiese ayudarnos precisamente en ese aspecto —le interrumpo—. Con la falta de documentación sobre el testamento del señor Duckworth, tenemos bastantes problemas para evaluar sus inventos…
—Sólo queremos saber qué inventó —dice Gillian.
Charlie se remueve en el sofá. «Adiós paciencia; hola desesperación», expresa con la mirada.
—Lo siento —comienza a decir Katkin—. Pero no estoy autorizado a dar esa información.
—Pero ella es la única heredera del señor Duckworth —insisto.
—Y éste es un acuerdo de no divulgación de hechos —replica Katkin.
—No le estamos pidiendo gráficos…
—No, me están pidiendo que viole un contrato legal obligatorio y, en el proceso, dejar expuesta a nuestra compañía a un conflicto de responsabilidad.
—¿Puede decirnos, al menos, qué relación guarda el invento de mi padre con las fotografías? —le ruega Gillian.
—¿Las qué?
—Estas… —Saco del bolsillo de la chaqueta la tira de instantáneas de cuatro por cuatro.
El rostro de Katkin parece confuso. No tiene ni la más remota idea de qué está mirando.
—Las encontramos junto con el acuerdo —explica Charlie.
—¿Sabe quiénes son estas personas? —pregunta Gillian.
—En absoluto —dice con su tono de Minnesota—. No las he visto en mi vida.
—¿De modo que no tienen nada que ver con el invento? —pregunto.
—Ya les he dicho…
—Lo sé, pero esto es mucho más importante que respetar un acuerdo hecho con un hombre muerto —presiono. Tal vez demasiado.
Katkin se levanta de su sillón y nos mira fijamente a los tres.
—Creo que ya hemos terminado.
—Por favor… usted no lo entiende… —le imploro.
—Ha sido un placer conocerles —dice Katkin fríamente.
Charlie se pone de pie de un salto y se dirige hacia la puerta. Gillian le sigue.
—Vamos —dice mi hermano.
—Pero es extremadamente urgente que nosotros…
—¡Oliver, vámonos!
Katkin me mira y el oxígeno desaparece de la habitación. Mierda. Nombres falsos.
Me quedo paralizado. Gillian y Charlie están junto a la puerta. Katkin nos taladra con una mirada tan intensa que realmente quema.
—Hijo, no sé quién crees que eres, pero permíteme que te dé un pequeño consejo: este juego no te conviene.
Charlie me pone una mano en el hombro y me lleva hacia la puerta. Cuatro segundos más tarde hemos desaparecido.
—¿Qué fue lo que inventó? ¿Qué fue lo que inventó? —dice Charlie con voz quejumbrosa desde el asiento trasero del escarabajo azul clásico de Gillian—. ¿Por qué tenías que empezar a cotorrear de ese modo?
—¿Que yo cotorreaba? —estalla Gillian mientras le mira a través del espejo retrovisor—. Veamos, ¿quién es éste? Oliver, Oliver… ¿Oh, acabo de conseguir que nos escolten hasta la puerta del edificio? Lo siento, no sé en qué estaría pensando. En realidad no estaba usando una sola neurona.
—¿Podéis dejarlo ya, por favor? —les digo, sentado como si fuese un guardia armado mientras regresamos por la autopista—. Tenemos suerte de haber conseguido esa información.
—¿De qué diablos estás hablando? —pregunta Charlie.
—Ya has oído lo que ha dicho Katkin, esa historia acerca de Duckworth… hacer venir a Gallo desde Nueva York, al menos ahora sabemos lo que estamos buscando.
—¿Crees que Gallo llegó y le hizo a mi padre una oferta mejor? —pregunta Gillian.
—Dímelo tú —comienzo—. Acto primero: tu padre comienza a deambular buscando capital de riesgo para que le ayuden con algo que ha inventado. Acto segundo: lleva la idea a Five Points Capital, brazo del servicio secreto. Acto tercero: Gallo aparece en escena. Acto cuarto: tu padre cambia repentinamente de idea, desaparece de la faz de la tierra y alquila un lugar miserable en la ciudad natal de Gallo. ¿Qué piensa que ocurrió entonces, Miss Marple?