Para cuando llego al ascensor privado, el sudor me cae a chorros —el pecho, la espalda— y siento como si me estuviese empapando a través del traje y el abrigo de lana. A partir de ahí, las cosas sólo hacen que empeorar. Cuando entro en la caja del ascensor, forrada de madera, estoy a punto de aflojar el nudo de la corbata. Entonces recuerdo que hay una cámara de vigilancia en un rincón. Mis dedos se apartan de la corbata y rascan una picazón imaginaria en el cuello. Las puertas se cierran. Se me seca la garganta. Decido ignorarlo.
Mi primera reacción es ir a ver a Shep, pero no es momento de cometer estupideces, así que pulso el botón del séptimo piso. Si quiero llegar hasta el fondo de esto, es necesario comenzar desde arriba.
—Te está esperando —me advierte la secretaria de Lapidus cuando paso volando junto a su escritorio.
—¿Cuántas estrellas? —pregunto, sabiendo cómo clasifica ella el estado de ánimo de Lapidus. Cuatro estrellas es bueno; una es un desastre.
—Eclipse total —contesta.
Me paro en seco. La última vez que Lapidus estuvo tan enfadado fue con los papeles del divorcio.
—¿Tienes idea de lo que ha podido pasar? —pregunto, tratando de no perder la calma.
—No estoy segura, ¿pero has visto alguna vez un volcán en erupción…?
Aspiro una bocanada de aire y apoyo la mano en el pomo de bronce.
—… no me importa lo que ellos quieren! —grita Lapidus en el teléfono—. ¡Dígales que es un problema informático… que ha sido culpa de un virus; esta cuestión queda cerrada hasta nueva orden y si Mary tiene algún problema con eso, dígale que se las arregle con el agente encargado de llevar este asunto!
Cuelga el auricular con fuerza en el momento que cierro la puerta. Siguiendo la dirección del sonido gira la cabeza hacia mí, pero yo estoy demasiado ocupado mirando a la persona sentada en el lado opuesto de su escritorio. Shep. Mueve la cabeza ligeramente. Estamos muertos.
—¡Dónde diablos te habías metido! —grita Lapidus.
Mis ojos siguen clavados en Shep.
—¡Oliver, te estoy hablando a ti!
Doy un brinco, volviéndome hacia mi jefe.
—Lo siento… ¿Qué?
Antes de que pueda responder se oye un golpe en la puerta detrás de mí.
—¡Adelante! —ladra Lapidus.
Quincy abre la puerta y asoma la cabeza. Tiene la misma expresión que Lapidus. Dientes apretados. Movimientos nerviosos de la cabeza. La forma en que examina la habitación, yo… Shep… el sofá… incluso las antigüedades, todo queda registrado. De acuerdo, es un analizador nato, pero esto es diferente. La palidez en su rostro. No es ira. Es miedo.
—Tengo los informes —dice ansiosamente.
—¿Y? Oigámoslos —dice Lapidus.
De pie en el umbral de la puerta y resistiéndose a entrar en la habitación, Quincy endurece la mirada. Sólo socios.
Lapidus se aparta rápidamente del escritorio, se levanta de su sillón de cuero reclinable y se dirige hacia la puerta. En cuanto desaparece, me encaro con Shep.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunto, haciendo un esfuerzo para no levantar la voz—. ¿Acaso ellos…
—¿Fuiste tú? —pregunta Shep.
—¿Si fui yo qué?
Aparta la mirada, totalmente abrumado.
—Ni siquiera sé cómo lo han hecho…
—¿Han hecho qué?
—Nos han descubierto, Oliver. Quienquiera que lo haya cogido, estaban vigilando todo el tiempo…
Le cojo por el hombro.
—Maldita sea, Shep, dime q…
La puerta se abre de par en par y Lapidus entra nuevamente como una tromba en el despacho.
—Shep, tu amigo el agente Gallo te espera en la sala de conferencias… ¿Quieres por favor…?
—Sí —le interrumpe Shep, levantándose de su asiento.
Le miro de reojo. «¿Llamaste al servicio?»
«No preguntes», se aleja, sacudiendo la cabeza.
—Oliver, necesito que me hagas un favor —dice Lapidus con voz excitada. Revisa una pila de papeles, buscando…
—Allí —digo, señalando sus gafas de leer.
Las coge y las guarda en el bolsillo de su chaqueta. No hay tiempo para dar las gracias.
—Quiero a alguien abajo cuando la gente comience a llegar —dice—. No quiero ofender a la gente del servicio secreto pero ellos no conocen a nuestro personal.
—No entien…
—Quiero que te quedes junto a la puerta y observes las reacciones de la gente —ladra, ha perdido la paciencia hace mucho tiempo—. Sé que tenemos a un agente controlando la entrada… pero quienquiera que haya hecho esto… son demasiado listos para llamar y decir que están enfermos. Por eso quiero que vigiles a la gente a medida que entre en el edificio. Si no tienen la conciencia limpia, el agente les asustará… no pueden ocultar el pánico. Aunque sólo se trate de una ligera pausa o una boca abierta. Tú conoces a la gente, Oliver. Descubre por mí quién lo ha hecho.
Me rodea los hombros con el brazo y me lleva hasta la puerta. Lapidus y Shep se marchan a la sala de conferencias. Mientras intento buscar alternativas, me dirijo a la planta baja. Sólo necesito un segundo para pensar.
Cuando las puertas del ascensor se abren al vestíbulo, estoy completamente exhausto. El huracán golpea demasiado rápido. Todo me da vueltas. Sin embargo, las opciones son escasas. Seguir las órdenes. Cualquier otra cosa sería sospechosa.
Me dirijo a la ventanilla del cajero, busco un impreso de depósito y simulo rellenarlo. Es la mejor manera de vigilar la puerta, donde el agente rubio sigue comprobando la identidad de los empleados.
Uno por uno entran y dan sus nombres. Ninguno duda o se lo piensa dos veces. No me sorprende, el único que no tiene la conciencia limpia soy yo. Pero cuanto más permanezco allí, menos sentido tiene todo el asunto. No hay duda de que para Charlie y para mí tres millones de dólares es una buena tajada, pero a la gente de aquí… no le cambia la vida a nadie. Y la forma en que Shep me ha preguntado si había sido yo, no estaba preocupado sólo por la posibilidad de que le atrapasen… él también perdería algo. Y ahora que finalmente dejo de pensar en ello… tal vez… nosotros también.
Recorro con la vista el vestíbulo principal siempre lleno de gente y compruebo si alguien está vigilando. Secretarias, analistas, incluso el agente a cargo… todo el mundo está enfrascado en sus tareas diarias. La gente entra por la puerta giratoria y el agente comprueba sus nombres. Me dirijo hacia esa misma puerta, decidiéndome que es la mejor forma de salir del edificio…
—¿Ha firmado? —me pregunta el agente rubio.
—Sí —contesto mientras los empleados que hacen cola para entrar me miran fijamente—. Oliver Caruso.
El agente comprueba la lista y luego levanta la vista.
—Adelante.
Avanzo con el hombro por delante y empujo la puerta giratoria con todas mis fuerzas. Cuando cede me encuentro en la calle helada, patinando a toda pastilla y girando en la esquina.
Mientras corro por Park Avenue busco desesperadamente un quiosco. Debí imaginarlo. Este vecindario no atrae precisamente a la gente que compra cosas en la calle. Excepto por las cabinas de teléfono, las esquinas están vacías. Ignorando el dolor que significa correr con zapatos de vestir, giro bruscamente en la calle 37 y sigo corriendo hacia el extremo de la manzana. El pavimento hace que sienta cada paso que doy. Cuando llego a Madison Avenue, clavo los frenos y me acerco a un puesto de periódicos al aire libre.
—¿Tiene tarjetas de teléfono? —le pregunto al tío sin afeitar que intenta calentarse junto a un pequeño radiador que tiene detrás del mostrador.
Se mueve como Vanna White en su mundo de productos.
—¿Y usted qué cree?
Miro a mi alrededor, buscando…
—Aquí —interrumpe, señalando por encima del hombro. Junto a los billetes de lotería enrollados como si fuesen papel higiénico.
—Me llevaré una de veinticinco dólares —le digo.
—Muy bien —contesta el tío. Saca una tarjeta con la Estatua de la Libertad y le doy dos billetes de veinte.
Mientras espero el cambio, rasgo el envoltorio de plástico allí mismo. Es verdad, puedo regresar a la firma de abogados, pero después de la experiencia de esta mañana, no quiero nada que pueda relacionarme con el día de ayer.
—¿Con esta tarjeta puedo llamar al extranjero? —pregunto.
—¡Puede llamar a la reina de Francia y decirle que se afeite los sobacos!
—Genial. Gracias.
Cojo la tarjeta y regreso rápidamente a Park Avenue, cruzo la calle de seis carriles, y me detengo en una cabina telefónica situada en diagonal a la entrada del banco. Hay lugares más discretos desde los que puedo llamar, pero de este modo nadie en el banco puede verme con claridad. Y más importante aún, puesto que me encuentro a pocas manzanas del metro, tengo la mejor ubicación posible para divisar a Charlie.
Marco el número ochocientos que figura en el reverso de la tarjeta con la Dama de la Libertad y luego el código secreto. Cuando me preguntan qué numero deseo marcar, saco la cartera, deslizo el dedo por detrás del permiso de conducir y extraigo un pequeño trozo de papel. Marco el número de diez dígitos que he apuntado en el papel en orden inverso. Llevo encima el número de teléfono de Antigua, pero si me detienen, eso no significa que deba facilitarles las cosas.
—Gracias por llamar al Royal Bank de Antigua —dice una voz femenina grabada—. Para saldo de cuenta automático pulse el uno. Para hablar con un empleado del servicio personal pulse el dos.
Pulso el dos. Si alguien nos ha robado el dinero, quiero saber adónde ha ido.
—Habla la señorita Tang. ¿En qué puedo ayudarle?
Antes de que pueda responder diviso a Charlie que cruza la calle detrás de un montón de gente.
—¿Hola…? —dice la mujer.
—Hola, sólo quería comprobar el saldo de mi cuenta.
Agito la mano para llamar la atención de Charlie, pero no me ve.
—¿Su número de cuenta? —pregunta la mujer.
—58943563 —le digo. Cuando memoricé el número no pensé que tendría que utilizarlo tan pronto. Justo enfrente de mí, Charlie está solo y prácticamente va bailando calle arriba.
—¿Con quién estoy hablando?
—Martin Duckworth —digo—. Sunshine Distributors.
—Por favor, espere mientras compruebo la cuenta.
En el momento en que comienza a sonar la música grabada tapo el auricular con la mano.
—¡Charlie! —grito. Ya se ha alejado varios metros y con el bullicio del tráfico de la hora punta entre nosotros…—. ¡Charlie! —vuelvo a gritar. Pero sigue sin oírme.
Charlie sigue avanzando hacia el centro de la manzana, baja el bordillo y echa un primer vistazo al banco. Como siempre, su reacción es más rápida que la mía. Descubre los coches sin marcas aparcados delante del edificio y se queda inmóvil en medio de la calle.
Espero que eche a correr, pero es mucho más listo que eso. Instintivamente, echa un vistazo a su alrededor, buscándome. Es como mi madre acostumbraba a decir: ella nunca creyó en la percepción extrasensorial, pero los hermanos… los hermanos estaban conectados. Charlie sabe que estoy aquí.
—¿Señor Duckworth…? —pregunta la mujer en el otro extremo de la línea.
—Sí… aquí estoy.
Agito la mano y ahora Charlie me ve. Mira en mi dirección, estudiando mi lenguaje corporal. Quiere saber si es real o si sólo estoy actuando. No espera a que cambie la luz del semáforo y se lanza en medio del tráfico, esquivando la embestida de los coches. Un taxi hace sonar con fuerza la bocina, pero Charlie lo ignora. El hecho de verme presa del pánico no significa que él también deba estarlo.
—Señor Duckworth, necesitaré la contraseña de la cuenta —dice la mujer del banco.
—Ero Yo —contesto.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Charlie cuando sube el bordillo.
Le ignoro; sigo esperando la información del banco.
—¡Dime! —insiste.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta finalmente otra mujer al otro lado de la línea.
—Quiero saber el saldo y también los últimos movimientos de esta cuenta —contesto.
Entonces, allí mismo, en la acera, Charlie se echa a reír a carcajadas, la misma risa patentada de hermano pequeño cuando tenía nueve años.
—¡Lo sabía! —grita—. ¡Sabía que no podrías evitarlo!
Me llevo el índice a los labios para que se calle, pero sin éxito.
—No podías esperar ni siquiera veinticuatro horas, ¿verdad? —pregunta, inclinándose hacia la cabina—. ¿Qué ha sido? ¿Los coches fuera del banco? ¿Las placas federales? ¿Has hablado con alguien o sólo has visto los coches y has mojado los pan…?
—¡Quieres cerrar la boca! ¡No soy un imbécil!
—¿Señor Duckworth…? —pregunta la primera mujer.
—Sí… sigo aquí —digo, volviendo a concentrarme en la llamada—. Estoy aquí.
—Lamento haberle hecho esperar, señor. Esperaba comunicarme con uno de nuestros supervisores para…
—Sólo dígame cuál es el saldo. ¿Es cero?
—¿Cero? —dice la mujer sin poder evitar la risa—. No… en absoluto.
Yo también dejo escapar una risa nerviosa.
—¿Está segura?
—Nuestro sistema no es perfecto, señor, pero esta cuenta está muy clara. Según nuestros datos, en esta cuenta sólo se ha registrado una transacción… una transferencia electrónica que se recibió ayer a las 12.21 horas.
—¿O sea que el dinero aún está allí?
—Por supuesto —dice la mujer—. Estoy mirando el saldo en este momento. Una única transferencia electrónica… por un total de trescientos trece millones de dólares.
—¿Que tenemos qué? —grita Charlie.
—No puedo creerlo —balbuceo, con la mano aún apoyada en el auricular del teléfono—. ¿Tienes idea de lo que significa esto?
—Significa que somos ricos —dice—. Y no estoy hablando de asquerosamente ricos o incluso extremadamente ricos; estoy hablando de obscenamente, grotescamente, imposiblemente ricos. O como me dijo una vez mi peluquero cuando le dejé cinco pavos de propina: «Ésa sí que ha sido una buena acción. »
—Estamos muertos —digo, todo el peso de mi cuerpo se derrumba contra la cabina telefónica. Eso es lo que saco de un estúpido momento de ira—. No hay forma de expli…
—Les diremos que ganamos toda esa pasta en las apuestas de la Super Bowl. Podrían creerlo.
—Hablo en serio, Charlie. No se trata solamente de tres millones, es…
—Trescientos trece millones de dólares. Te he oído las primeras tres veces. —Cuenta con los dedos, desde el meñique hasta el índice—. Trescientos diez… trescientos once… trescientos doce… trescientos trece… Santo guacamole, me siento como ese tío viejo con bigote en el Monopoly, ya sabes, el que lleva el monóculo y la cabeza cal…