Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—¿De qué cultivo son más partidarios los Kurii en sus intereses agrícolas? —preguntó Ivar Forkbeard.
Vi que las orejas del Kur se agachaban rápidamente sobre su cabeza. Luego se relajó. Sus belfos descubrieron sus colmillos.
—De Sa-Tarna —respondió.
Los hombres del campo rezongaron su conformidad. Éste era el principal cultivo de Torvaldsland. Era una respuesta verosímil.
Entonces Ivar habló rápidamente con uno de sus hombres
—¿Qué nos pagaréis por atravesar nuestras tierras? —preguntó uno de los hombres libres de Torvaldsland.
—Negociemos las retribuciones —dijo la bestia— en cuanto las negociaciones sean convenientes.
—Tras esto dio un paso hacia atrás.
Varios hombres se levantaron entonces para dirigirse a la asamblea. Algunos de ellos estuvieron a favor de concederles el permiso a los Kurii, y otros muchos en contra.
Por último se decidió que influía sobremanera en la resolución el saber qué ofrecerían los Kurii para obtener el permiso.
Se me ocurrió que este viaje podría ser el primer paso hacia una invasión, que culminaría con el aterrizaje de plateadas astronaves en las playas de Gor. De este modo el planeta podría convertirse en un mundo Kur, en el cual, con el apoyo de los aliados dispersos por todas las regiones, los Reyes Sacerdotes serían por fin aislados y destruidos. Ésta era, a mi modo de ver, la más temeraria y peligrosa maniobra de los Otros —los Kurii— hasta la fecha.
También era posible, naturalmente, que los Kurii se hubieran convertido en bestias apacibles y todos sus propósitos fueran sinceros. Quizá, con el tiempo, podríamos aprender mucho de ellos y construir juntos un mundo más plácido.
—¿Qué nos daréis a cambio del permiso para atravesar nuestras tierras, suponiendo que dicho permiso se os conceda? —preguntó Svein Diente Azul.
—Nosotros nos quedaremos con poco o nada —repuso el Kur—, y por ello no debéis de exigirnos pago alguno.
Un murmullo de cólera se elevó de la congregación.
—Pero dado que somos tantos —continuó el Kur—, nos harán falta provisiones, que esperamos nos suministréis vosotros.
—¿Que os las suministremos nosotros? —preguntó Svein Diente Azul. Vi que se alzaban puntas de lanza entre el gentío.
—Necesitaremos, como provisiones para cada día de viaje —dijo el Kur—, un centenar de verros, un centenar de tarskos, un centenar de boskos, un centenar de hembras en cautiverio sanas, de la clase que denomináis esclavas.
—¿Cómo provisiones? —preguntó perplejo Svein Diente Azul.
—Sí —respondió el Kur.
Svein Diente Azul se echó a reír.
Esta vez diríase que el Kur no le vio la gracia.
—No os pedimos alguna de vuestras preciosas mujeres libres —repuso.
Yo sabía que los Kurii consideraban la suave carne de la hembra humana un manjar exquisito.
—Nosotros aprovechamos a las esclavas para cosas mejores que servirlas en bandeja a los Kurii.
La congregación prorrumpió en carcajadas.
Yo no ignoraba, empero, que de acceder a tal cláusula los hombres de Torvaldsland se limitarían a encadenar a las muchachas y, como otras tantas cabezas de ganado, éstas engrosarían entre los víveres de los Kurii. Las esclavas están por completo a merced de sus dueños.
Pero no esperaban que los hombres del norte las sacrificaran. Eran demasiado atractivas.
—También necesitaremos —prosiguió el Kur—, un millar de esclavos como porteadores, que en su momento utilizaremos de provisiones.
—Y si consentimos a todo esto —preguntó Svein Diente Azul—, ¿qué nos concederéis vosotros a cambio?
—Vuestras vidas —respondió el Kur.
Hubo un furioso clamor y se blandieron armas. La sangre de los hombres de Torvaldsland empezaba a hervir. Eran hombres libres, y hombres libres de Gor.
—Considerad cuidadosamente vuestra respuesta, amigos míos —recomendó el Kur—. Al fin y al cabo, nuestras demandas son razonables.
Parecía confundido por la hostilidad de los hombres. Al parecer, consideraba generosas sus condiciones.
Yo suponía que para uno de los Kurii ciertamente lo eran. ¿Seríamos los humanos tan generosos con un rebaño que se interpusiera entre nosotros y un destino codiciado?
Vi entonces al hombre de Ivar Forkbeard, a quién éste había mandado a alguna parte un poco antes, encaramarse a la plataforma. Llevaba un cubo de madera y otro objeto, envuelto en piel. Departió un momento con Svein Diente Azul, y éste esbozó una sonrisa.
—Aquí tengo un cubo de grano de Sa-Tarna —anunció Svein Diente Azul—. En señal de hospitalidad, se lo ofrezco a nuestro invitado.
El Kur miró el grano amarillo que contenía el cubo. Vi aparecer brevemente las uñas de su zarpa izquierda y hundirse de golpe en la blandura del mismo.
—Doy las gracias al ilustre Jarl —dijo la bestia—; es un grano excelente. Deseamos encarecidamente gozar de tan buena fortuna con nuestros cultivos en el sur. Pero debo abstenerme de probar vuestro obsequio, ya que nosotros, al igual que los hombres, y al contrario que los boskos, no comemos grano crudo.
El Jarl tomó entonces el objeto que sostenía el hombre de Forkbeard.
Era una hogaza de pan de Sa-Tarna.
El Kur la miró. No pude descifrar su expresión.
—Come —invitó Svein Diente Azul.
El Kur cogió la hogaza.
—La llevaré a mi campamento —dijo— como una muestra de buena voluntad de los hombres de Torvaldsland.
—Come —repitió Svein Diente Azul.
Los dos Kurii que guardaban las espaldas del orador gruñeron quedamente, como larls irritados.
Al oírlos se me erizó el vello del cogote, por cuanto sabía que se habían dicho algo.
El Kur miraba la hogaza, como podría haber mirado un montón de hierba, un trozo de madera o el caparazón de una tortuga.
Luego, lentamente, se la metió en la boca. Apenas la había tragado, cuando dio un bramido de asco y la vomitó.
Entonces supe que este Kur, si no todos, era carnívoro.
La bestia permaneció en la plataforma, con los hombros encorvados; vi que descubría las uñas y agachaba las orejas; sus ojos refulgían.
Una lanza se le acercó demasiado. El Kur la asió, arrebatándola de las manos del hombre y, de un solo mordisco partió el astil en dos, como podría haberlo hecho con una ramita seca. Entonces irguió la testa y, con los colmillos desnudos, como un larl enloquecido, rugió de furia. Creo que no hubo ni un solo hombre en el campo que, en aquel instante, no quedara paralizado por el terror. El rugido de la bestia debió de llegar hasta los barcos.
—¡Hombres libres de Torvaldsland! —gritó Svein Diente Azul—. ¿Les permitimos a los Kurii atravesar nuestras tierras?
—¡No! —exclamó uno.
—¡No! —corearon otros.
Al poco rato el campo entero se había inflamado con gritos de hombres enfurecidos.
—¡Mil de vosotros podéis morir bajo las garras de un solo Kur! —amenazó la bestia.
Los gritos y el blandir de armas aumentaron. El Kur giró sobre sí mismo y emprendió la retirada, seguido por los otros dos.
—¡Retroceded! —gritó Svein Diente Azul—. ¡La paz de la asamblea los ampara!
Los hombres retrocedieron y, en medio de ellos, pasaron apresuradamente los tres Kurii con paso desmañado.
—Hemos acabado con ellos —dijo Ivar Forkbeard.
—¡Mañana —tronó Svein Diente Azul— entregaremos los trofeos a los ganadores de las pruebas! —Se rió—. ¡Y por la noche celebraremos un banquete!
Hubo gritos de entusiasmo y jubiloso blandir de armas.
—He ganado seis tálmits —me recordó Ivar Forkbeard.
—¿Te atreverás a reclamarlos? —le pregunté.
Él me miró como si yo estuviera loco.
—Naturalmente —repuso—. Son míos.
Al abandonar el prado de la asamblea distinguí, a lo lejos, una alta montaña coronada de nieve.
—¿Qué montaña es ésa? —pregunté.
—Es el Torvaldsberg, o monte de Torvald —explicó Ivar Forkbeard—. Dice la leyenda que Torvald duerme allí —sonrió—, y que despertará sólo cuando se le necesite en Torvaldsland una vez más.
Me pasó el brazo por los hombros.
—Ven a mi campamento —dijo—. Aún tienes que descubrir cómo romper el gambito del Hacha de Jarl.
Sonreí. Aún no había ideado una defensa contra este poderoso gambito del norte.
—Nunca en la historia de la asamblea —proclamó Svein— ha habido tan notable ganador en las pruebas como el que ahora nos disponemos a honrar. ¡Que se acerque el que se hace llamar Thorgeir del Glaciar del Hacha, ganador de seis tálmits!
Ivar Forkbeard, que se cubría con una capucha gris, subió afanosamente la escalera del estrado. Todos sus hombres, sin excepción, se pusieron tensos y tocaron sus armas, como para cerciorarse de su disponibilidad. Yo miré en derredor, estudiando las más oportunas vías de escape.
Si a uno lo sumergen en aceite de tharlarión hirviente, muere con rapidez. Por otra parte, si el aceite lo calientan despacio, sobre una minúscula hoguera, el mismo proceso consume varias horas. Examiné el rostro de Svein Diente Azul. No me cupo duda de que era un hombre paciente.
Me estremecí.
Ivar Forkbeard, Thorgeir del Glaciar del Hacha, se hallaba ahora en lo alto del estrado, enfrente de su enemigo.
Yo esperaba que Svein Diente Azul se limitara a entregarle los tálmits y que él pudiera bajar de ahí a toda prisa y escabullimos todos hacia el navío.
El corazón se me encogió.
Sin duda alguna, a fin de honrar personalmente al ilustre ganador, el propósito de Svein Diente Azul era ceñir los tálmits a su frente con sus propias manos.
Diente Azul hizo ademán de quitarle la capucha. Ivar retiró la cabeza.
Svein Diente Azul se echó a reír.
—No temas, Campeón—dijo—. Nadie cree verdaderamente que tu nombre sea Thorgeir del Glaciar del Hacha.
Ivar Forkbeard encogió los hombros y extendió las manos, como si le hubiera descubierto, como si su ardid hubiera fracasado.
Sentí ganas de golpearle la cabeza con el mango de un hacha.
—¿Cómo te llamas. Campeón? —preguntó Bera, la mujer de Jarl Svein Diente Azul.
Ivar guardó silencio.
—El que te hayas disfrazado nos indica que eres un proscrito —señaló Diente Azul.
Ivar le miró, como alarmado por su perspicacia.
—Pero la paz de la asamblea te ampara —le tranquilizó—. Estás a salvo entre nosotros.
—Ilustre Jarl —dijo Ivar Forkbeard— ¿tendréis a bien jurar sobre el anillo del templo de Thor que me ampara la paz de la asamblea hasta que ésta concluya?
—No es necesario —repuso Diente Azul—, pero si así lo deseas, lo tendré a bien.
Forkbeard inclinó la cabeza en humilde súplica.
Trajeron el glorioso anillo del templo de Thor, tinto con la sangre del buev del sacrificio. El sumo sacerdote rúnico de la asamblea lo sostuvo. Svein Diente Azul lo asió con ambas manos.
—Juro que la paz de la asamblea te ampara —declaró—, y hago mío también este juramento hasta que la asamblea concluya.
Respiré aliviado. Advertí que los hombres de Forkbeard se relajaban visiblemente.
Sólo Forkbeard no parecía satisfecho.
—Juradlo, también —sugirió—, por el costado del buque, por el canto del escudo y por el filo de la espada.
Svein Diente Azul le miró perplejo.
—Lo juro —dijo.
—Y también —rogó Forkbeard—, por los fuegos de vuestro hogar, por la madera de la casa y los pilares de vuestro trono.
—¡Oh, vamos! —exclamó Svein Diente Azul.
—Mi Jarl... —rogó Forkbeard.
—Muy bien —concedió Diente Azul. Y lo juró por todo ello. Tras esto se dispuso a quitarle la capucha, pero Forkbeard retrocedió una vez más.
—¿Queréis jurarlo también por los granos de vuestros campos, los mojones de vuestras propiedades, las cerraduras de vuestra arcas y la sal de vuestra mesa?
—¡Sí, sí! —exclamó Svein Diente Azul, malhumorado—. Lo juro.
Forkbeard parecía absorto en pensamientos. Imaginé que estaría rumiando nuevas formas de reforzar el juramento de Diente Azul. A mi modo de ver, ya era un juramento harto poderoso.
—¡Y también lo juro —tronó Svein Diente Azul—, por el bronce de mis ollas y los fondos de mis mantequeras!
—Esto no será necesario —concedió Forkbeard generosamente.
—¿Cómo te llamas, Campeón?
Ivar Forkbeard se quitó la capucha.
—Mi nombre es Ivar Forkbeard —dijo.
Cuando Ivar Forkbeard hubo anunciado su identidad, Svein Diente Azul no se había mostrado muy satisfecho.
—¡Prendedlo y calentad aceite! —fue lo primero que gritó.
—¡Vuestro juramento! ¡Vuestro juramento! —exclamaron sobrecogidos los sacerdotes rúnicos.
—¡Prendedlo! —bramó Diente Azul; pero sus hombres ya lo habían refrenado enérgicamente, mirando a Ivar Forkbeard con mal disimulada desaprobación.
—¡Me has engatusado! —gritó Diente Azul.
—Sí —admitió Forkbeard—. Es verdad.
Svein Diente Azul, sujeto por dos hombres, se esforzaba por desenvainar su gran espada de acero azulado.
El sumo sacerdote rúnico se interpuso entre el violento Diente Azul y Forkbeard, quien estaba, inocentemente, contemplando formaciones nubosas.
El sacerdote sostuvo en alto el pesado anillo de Thor.
—¡Sobre este anillo habéis jurado! —gritó.
—Y también habéis jurado por muchas otras cosas —agregó Forkbeard, innecesariamente en mi opinión.
Las venas destacaban en la frente y el cuello de Svein Diente Azul. Era un hombre poderoso. A sus oficiales no les resultaba fácil contenerle.
Por fin, con ojos llameantes, se calmó.
—Iremos a parlamentar —dijo.
Se retiró, con sus oficiales superiores, al fondo del estrado. Numerosas palabras vehementes circularon entre ellos, y más de uno echó alguna que otra sombría mirada en dirección a Forkbeard, quien, entonces, despojado ya de su disfraz, saludaba jovialmente a varios conocidos de entre la concurrencia.
—¡Larga vida a Forkbeard! —gritó uno de ellos. Los hombres de armas de Svein Diente Azul se revolvieron inquietos y estrecharon el círculo que formaban en tomo del estrado. Yo subí a él y me coloqué detrás de Forkbeard, con la mano en el puño de la espada para protegerle si era necesario.
Entretanto, el debate al fondo del estrado continuaba. Las cuestiones parecían razonablemente claras, aunque yo sólo captaba fragmentos de lo que se decía; aludían a los placeres de cocer vivos a Forkbeard y a su séquito en oposición al peligroso precedente que podría sentarse si la paz de la asamblea se desbarataba, unido a la pérdida de reputación que sobrevendría a Svein Diente Azul en caso de que renegara de sus juramentos, pública y voluntariamente prestados. Asimismo pusieron mientes en el aciago efecto que produciría en los sacerdotes rúnicos la ruptura de los juramentos, y no sólo en ellos, sino que también los dioses pudieran no juzgar muy a la ligera semejante violación de la fe y patentizar su indignación por medio de signos tales como plagas, huracanes y carestía. En contra de estas consideraciones se alegó que ni siquiera los mismísimos dioses podrían culpar a Svein Diente Azul, bajo tales circunstancias, por no cumplir un juramento de poca monta, obtenido con engaños; un temerario individuo llegó incluso tan lejos como para insistir en que, bajo tan especiales circunstancias, era una solemne obligación que incumbía a Svein Diente Azul el renunciar a su juramento y mandar a Forkbeard y a sus partidarios, a excepción de los esclavos, quienes serían confiscados, a las marmitas de aceite. Afortunadamente, en medio de su elocuencia, el individuo estornudó, presagio que suprimió en seguida, decisivamente, la influencia de sus razonamientos.