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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (25 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¿Qué propones?

—Tenemos que huir.

—No —replicó Ivar—. Tenemos que ir al Torvaldsberg.

—No lo comprendo —admití.

Forkbeard miró en derredor, a los restos de su campamento. A lo lejos distinguimos tiendas en llamas; el cielo estaba muy rojo, iluminado por el fuego de la casa de Diente Azul. Se oían, a mucha distancia, los aullidos de los Kurii.

—Es hora —dijo, dando la vuelta y echando a andar— de ir al Torvaldsberg.

Se alejó a grandes zancadas de su campamento. Le seguí.

Era poco después de mediodía en las níveas laderas del Torvaldsberg.

Miré hacia abajo, al valle. No distinguíamos claramente los contornos de los Kurii que nos acosaban. Avanzaban con rapidez.

Puede que estuvieran a un pasang y medio de distancia. Llevaban escudos y hachas.

—Continuemos nuestro viaje —dijo Ivar.

—¿No nos enfrentaremos con ellos aquí? —pregunté.

—No. Continuemos nuestro viaje.

Levanté la vista, hacia los intimidantes riscos del Torvaldsberg.

—Es una locura emprender la escalada —aduje—. Carecemos de cuerdas, de equipo. Ninguno de los dos somos montañeros del Voltai.

Miré hacia atrás. Ahora los Kurii se hallaban a un pasang, en las escabrosas laderas más bajas, trepando sin pausa. Se habían colgado los escudos y hachas a las espaldas. No bien llegaron a una escarpada extensión de hielo, en vez de rodearla extendieron las garras y la escalaron a toda prisa. Forkbeard y yo habíamos perdido varios ahns al bordear tales obstáculos. En la nieve, los Kurii, desplegando sus anchos apéndices de seis dedos, andaban a cuatro patas. Gracias a su peso no se hundían demasiado. Forkbeard y yo habíamos tardado un ahn, atravesando costras de nieve, en llegar a nuestra posición actual. Estaba claro que los Kurii cubrirían la misma distancia en un tiempo mucho más breve.

En cuanto la nieve daba paso a pequeñas extensiones de roca las bestias se detenían un momento, los hocicos bajos, interpretando señales que le hubieran resultado imperceptibles a un humano. Luego alzaban la cabeza, escudriñaban las rocas de encima de ellas, y seguían adelante sin demora.

Ivar Forkbeard se levantó. Ahora carecíamos de resguardo entre nuestra posición actual y el inicio de las cumbres más abruptas.

Debajo nuestro oímos a Kurii que, al verle, aullaban de placer. Uno advirtió de nuestra presencia a otro que no nos había visto aún. Entonces todos ellos se incorporaron, brincando, levantando los brazos.

—Están contentos —dije.

Luego los Kurii, con redoblada presteza, avanzaron hacia nosotros.

—Continuemos nuestro viaje —sugirió Forkbeard.

Me resbaló el pie y me agarré con las manos en el inestable saliente. Luego recuperé el apoyo.

El sol daba de lleno en el risco. Me dolían los dedos. Tenía los pies fríos de la nieve y el hielo. Pero la parte superior de mi cuerpo estaba empapada en sudor.

—Mueve sólo una mano o un pie a la vez —me aconsejó Ivar—. Sígueme.

Estábamos ahora a la doceava hora, pasados dos ahns del mediodía goreano. No miraba hacia abajo.

Una roca se estrelló contra el granito, cerca de mí, haciéndolo pedazos y dejando una brecha. Debía de tener el tamaño de un tarsko. El sobresalto casi me hizo flaquear. Traté de serenarme. Oí a un Kur que trepaba debajo de mí.

El Torvaldsberg es, sobre todo, un pico extremadamente peligroso. A pesar de todo, es posible escalarlo sin equipo, como yo mismo descubrí. Tiene la forma de una amplia cuchilla de lanza, que se ha doblado cerca de la punta. Tendrá sobre cuatro pasangs y medio de altura, o unos seis kilómetros terrestres. No es la montaña más alta de Gor, pero sí una de las más impresionantes. También es, a su terrible manera, hermosa.

Seguía a Forkbeard lo más cerca posible. No me costó mucho comprender que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Diríase que poseía un misterioso sentido para localizar minúsculos salientes y hendiduras en la piedra, casi invisibles desde unos sesenta centímetros por debajo de ellos.

Los Kurii son excelentes escaladores gracias a sus peculiaridades físicas; aun así, nos seguían con dificultad.

Yo intuía el motivo.

Debía de ser el catorceavo ahn cuando Ivar alargó la mano y me ayudó a encaramarme a una comisa. Yo jadeaba.

—Los Kurii —dijo—, no pueden alcanzar este saliente por la misma ruta.

—¿Por qué? —pregunté.

—Los asideros —explicó—, tienen muy poca hondura, y los Kurii pesan mucho.

—¿Asideros?.

—Sí. Seguramente habrás notado lo útiles que son.

Le miré. Más de una vez había estado a punto de despeñarme.

—¿Y has notado cómo se han vuelto menos hondos?

—He notado que la subida resultaba más difícil —admití—. Parece que conoces bien la montaña.

Ivar sonrió.

No había sido casual que poseyera el misterioso don de localizar un sendero de ascenso allí donde no se creía hubiera alguno.

—Has estado aquí antes —le dije.

—Sí —repuso—. De muchacho escalé el Torvaldsberg.

—Has hablado de asideros.

—Los excavé yo —dijo. Se echó hacia atrás, sonriendo divertido. Se frotó las manos. Tenía los dedos fríos. Escuchamos, a unos veinte metros más abajo, un Kur que raspaba la piedra con las uñas, buscando grietas o resquicios.

—Esta comisa —dijo Forkbeard—, es una trampa para Kurii. Cuando era joven un Kur me persiguió en este paraje. Me había rastreado durante dos días. Me dirigí a la montaña. El Kur fue lo bastante imprudente como para ir tras de mí. Escogí e hice practicable un sendero que la bestia pudiera recorrer, hasta los últimos siete metros; a lo largo de los últimos siete metros excavé asideros poco profundos en la superficie, adecuados para un hombre que trepase cuidadosamente, pero demasiado poco hondos para los dedos de un Kur.

Debajo nuestro oí un gruñido de frustración.

—Así fue como, de muchacho, maté al primer Kur —dijo Ivar. Se puso en pie. Fue a una esquina de la cornisa, en donde, apiladas, había varias piedras de gran tamaño—. Las piedras que reuní entonces siguen aquí —dijo—. Encontré varias en la comisa; otras las cogí de más arriba.

No envidiaba al Kur de abajo.

Me asomé a la cornisa.

—Está trepando todavía —susurré. Saqué la espada. No sería difícil impedir que el animal llegara a la comisa por cualquier ruta directa.

—Es estúpido —comentó Forkbeard.

Detrás del primer Kur, a unos metros de distancia, iba un segundo. Había otros dos mucho más abajo, allí donde la ladera era menos escarpada. Los dos más próximos a nosotros les habían dejado las armas a sus compañeros.

El primer Kur estaba a unos dos o tres metros por debajo de nosotros cuando, de repente, resbaló en la roca y, con un chillido bestial, arañándola piedra, se deslizó cosa de un metro y medio hacia abajo y luego cayó de espaldas, girando en el aire, aullando y, unos cinco ihns después, se estrelló contra las rocas del fondo del precipicio.

—Los asideros —dijo Ivar—, no son lo bastante profundos para soportar el peso de un Kur.

El segundo Kur estaba a unos ocho metros de distancia. Miraba hacia arriba, gruñendo.

La roca que lanzó Ivar lo arrancó del casi vertical muro de piedra.

Él, al igual que su colega, cayó sobre las rocas del fondo del precipicio.

La trampa, tendida para un enemigo por un chico de Torvaldsland hacía muchos años, seguía siendo eficaz. Yo admiraba a Ivar Forkbeard. Aun en su juventud había sido ingenioso y astuto.

Los otros dos Kurii se agazaparon en la ladera, sin quitarnos ojo. Portaban escudos y hachas a la espalda.

No trataron de acercarse a nosotros.

Ahora nuestra posición no era muy conveniente. Nos hallábamos aislados en una cornisa, en la que no había ni comida ni agua. Trepando un poco podríamos conseguir nieve o hielo, pero de comida ni hablar. Con el tiempo nos iríamos debilitando, seríamos incapaces de escalar correctamente. Como cazadores, los Kurii eran bestias pacientes. Si ésos se habían alimentado bien antes de emprender nuestra persecución, no necesitarían comida durante días. Estaba casi seguro de que se habían alimentado bien. Había habido mucha carne a su disposición. Existían pocas posibilidades de abandonar la comisa sin que se dieran cuenta. Los Kurii poseen una magnífica visión nocturna. Además, sería extremadamente peligroso tratar de desplazarse por el Torvaldsberg de noche, teniendo en cuenta que ya lo era hacerlo de día.

Me froté las manos y eché el aliento en ellas. También tenía los pies fríos. Ahora que había dejado de trepar, el sudor de la camisa se me había congelado. Por la noche, en el Torvaldsberg, aun en pleno verano, un hombre que no llevara ropa de invierno podría congelarse. Entonces un fuerte viento comenzó a soplar sobre la cornisa. Desde donde nos encontrábamos distinguíamos los calcinados restos de la casa y las propiedades de Svein Diente Azul, los devastados prados de la asamblea, el mar, Thassa, con los barcos en la playa.

Miré a Forkbeard.

—Continuemos nuestro viaje —dijo.

—Bajemos y enfrentémonos con los Kurii, mientras aún nos quedan fuerzas —propuse.

—No; sígannos adelante —dijo.

Moviéndose con cuidado, comenzó a trepar. Fui detrás de él. Luego de un ahn más o menos, volví la cabeza. Los dos Kurii, por un camino paralelo, nos estaban siguiendo.

Aquella noche en el Torvaldsberg no nos helamos.

Nos acurrucamos en una comisa, entre rocas, al abrigo del viento, tiritando de frío, abatidos, atentos a los Kurii.

Pero no se acercaron.

Habíamos elegido bien el lugar.

Dos veces llovieron piedras sobre la cornisa, pero un resalte nos protegió.

—¿Te gustaría oírme cantar? —preguntó.

—Sí —repuse—, puede que ahuyente a los Kurii.

Sin inmutarse por mi ironía, por brillante que fuera, Ivar rompió a cantar. Diríase que conocía muchísimas canciones.

Ya no llovieron más piedras sobre la cornisa.

—Las canciones, ya lo ves, incluso calman a los Kurii —afirmó Ivar.

—Lo más probable —repliqué—, es que se hayan retirado para no oírlas.

—Bromeas de maravilla —reconoció Forkbeard—, no lo habría pensado de ti.

—Sí —admití.

—Te enseñaré una canción, y la cantaremos a dúo. —La canción versaba de los problemas de un hombre que intentaba satisfacer a cien esclavas, una tras otra; es bastante monótona, y el número de esclavas disminuye en una a cada turno. Huelga decir que es una canción que no se despacha rápidamente. Yo tengo, dicho sea de paso, una buena voz para el canto.

Al cantar notábamos poco el frío. Sin embargo, hacia el alba, dormitamos por turnos.

—Hemos de conservar las fuerzas —dijo Forkbeard.

Qué maravilloso era el sol matutino.

—Si los Kurii están encima de nosotros —dije, acordándome de la lluvia de piedras—, ¿no hemos de aprovechar la ocasión para descender?

—Los Kurii acorralan a su presa —argumentó Forkbeard—. A la luz, estarán debajo de nosotros. Querrán impedir que escapemos. Además, tendríamos pocas oportunidades de escapar, aun cuando estuvieran sobre nosotros. El descenso es difícil.

—Me acordé de los dos Kurii, arrimándose precariamente a la pared de piedra, uno de los cuales se había despeñado al tratar de alcanzamos, y el otro al que Ivar había hecho caer lanzándole una pesada piedra. Me estremecí.

—Helos allí —dijo Ivar, señalando por encima del borde.

Les saludó con la mano. Luego se volvió a mí jovialmente—. Continuemos nuestro viaje —dijo.

—Hablas como si tuvieras algún objetivo —comenté.

—Lo tengo —repuso.

Nuevamente emprendimos la escalada. Poco después, oímos y vimos a los Kurii, a unos setenta metros por debajo de nosotros, hacia un lado; volvían a seguimos.

Fue poco después de la décima hora, el mediodía goreano, cuando coronamos la cima del Torvaldsberg.

Si bien abunda la nieve en las alturas del Torvaldsberg, en la cima también había muchas extensiones de roca desnuda, barridas por el viento, que allí diríase constante. Atravesé un trozo de nieve encostrada, que me llegaba al tobillo, para subir a una roca redondeada, carente de nieve.

No puedo expresar la belleza del panorama que se ofrecía desde el Torvaldsberg. Ivar estaba a mi lado, sin decir palabra.

—Estuviste aquí una vez —le dije—, de muchacho.

—Sí —repuso Ivar—. Nunca lo he olvidado.

—¿Viniste aquí para morir?

—No. Pero he sido incapaz de averiguarlo.

Le miré, perplejo.

—No pude averiguarlo antes —confesó—. No puedo averiguarlo ahora.

—¿El qué? —pregunté.

—Ahora no importa —replicó.

Dio la vuelta.

Los dos Kurii se acercaban. Los observamos. Ellos, curiosamente, se detuvieron también. Permaneció uno al lado del otro, en la nieve, contemplando el mundo.

Luego se volvieron a nosotros. Desatamos nuestras armas. Los Kurii se descolgaron sus escudos y hachas. Sacamos las espadas. Los Kurii se sujetaron en el brazo izquierdo los pesados escudos de hierro; cogieron las grandes hachas, asidas a unos sesenta centímetros del extremo del mango, en sus enormes puños.

Ivar y yo saltamos de la roca; los dos Kurii, uno para cada uno, se aproximaron. Tenían las orejas echadas atrás; eran cautelosos; se inclinaban un poco hacia delante, arrastrando los pies, agachándose.

Recordé que los Reyes Sacerdotes tenían a los Kurii y a los hombres por especies harto equivalentes, productos similares, de similares procesos evolutivos, de crueles selecciones, si bien en mundos muy lejanos entre sí.

«Kur —me pregunté—, ¿eres mi hermano?»

La gran hacha se abalanzó sobre mí. Me desvié, resbalé, di contra la nieve. Traté de darme impulso para estoquear con mi espada. Resbalé otra vez. El hacha cayó en donde había estado. Un trozo de granito, arrancado de la roca, me hirió. Caí de espaldas. El Kur, sin prisa, con el hacha a punto, fue tras de mí. Veía sus ojos por encima del escudo, el hacha liviana en su descomunal puño. «¡Aaah!», grité, haciendo un amago de ataque. El hacha se tensó, pero no llegó a caer. Entonces la bestia gruñó y la echó hacia atrás, en toda la extensión de su largo brazo. Yo sabía que la hoja no podría alcanzarme a tiempo. Ataqué. Era lo que el Kur deseaba. Me había burlado. El escudo, con fantástica potencia, describiendo un arco oblicuo, me alcanzó, arrojándome por los aires más de quince metros. Di contra la nieve, rodando, medio cegado. El hacha cayó otra vez, triturando granito. Yo ya estaba de pie. El escudo volvió a golpearme como un mazo, y de nuevo me vi arrojado a un lado. Me levanté dando traspiés. No podía mover el brazo izquierdo. Supuse que estaba roto. Tenía el hombro como madera. El hacha osciló de nuevo. Caí hacia atrás. Al girar perdí el equilibrio, grité y caí de la cima. Me frenó una comisa a seis metros más abajo. El hacha, como un péndulo, se precipitó sobre mí. Me pegué a la superficie de la cornisa. El hacha me rozó. Vi, a mi derecha, un pequeño e irregular boquete, oscuro y mellado, de unos treinta centímetros de ancho. Me levanté de un salto y corrí hasta el borde de la cornisa. La pared era impracticable. Los belfos del Kur se retrajeron, revelando los colmillos. Vi a Ivar, arriba, con ojos de loco. «¡Ivar!», grité, «¡Ivar!». Escuché el grito de la sangre de un invisible Kur. Ivar se volvió y saltó a la comisa, reuniéndose conmigo. Los dos Kurii se quedaron arriba, gruñendo. «¡Mira!», le grité, señalando la abertura. Al verla, sus ojos centellearon. Moví los dedos de la mano izquierda. Los sentía. No sabía si tenía o no el brazo roto. Metí la espada en la vaina. Ivar asintió con la cabeza. Uno de los Kurii, gruñendo, saltó a la cornisa. Le tiré una piedra. La piedra dio contra el escudo con un fuerte ruido metálico, rebotó y se precipitó al abismo. Empujé a Forkbeard hacia el boquete. Lo alcanzó de un salto y se introdujo en él retorciéndose. El segundo Kur se dejó caer. Le arrojé otra piedra, más pesada que la anterior. Ésta, con un sonido de granito contra metal, fue rechazada también. Forkbeard me asió de la mano y me arrastró hacia adentro. Uno de los largos brazos del Kur se metió por el boquete, buscándonos. Forkbeard le asestó un mandoble con la espada, pero la hoja se desvió al golpearse el codo contra la piedra. El Kur retiró el brazo. Avanzando a rastras, nos adentramos en la pequeña abertura. Afuera veíamos las cabezas de los dos Kurii, que escrutaban el interior. Sus zarpas tentaculares exploraban el ancho de la abertura. Uno de ellos metió la cabeza y medio hombro. Forkbeard, con la espada lista, gateó para asestarle un golpe. El Kur se apartó. Luego, los dos se sentaron en la comisa, a unos metros del boquete. Los Kurii son pacientes cazadores. Esperarían. Me froté el brazo izquierdo. Lo levanté y lo moví. No estaba roto. Había descubierto que el escudo Kur no era un arma tan devastadora como el martillo de guerra de Hunjer. Me pregunté cuántos de los que lo habían descubierto seguirían con vida.

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