Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—¡Formad filas! —gritó Svein Diente Azul—. ¡Formad filas!
Entonces, para nuestra sorpresa, vimos que de entre las hileras de los Kurii salían, espoleadas a latigazos, trescientas o cuatrocientas esclavas. Estaban atadas unas con otras en grupos de cuatro y de cinco. Eran ganado que los Kurii, aprovechando la confusión, habían capturado en el campamento e iban a utilizar para deshacer nuestras líneas. Vi a Budín en medio de ellas. Oíamos el chasquear de los látigos y los gritos de dolor. Las muchachas corrían hacia nosotros, cada vez más deprisa, evitando las látigos. Detrás de ellas, rápidamente, avanzaban los Kurii
—¡Atacad! —gritó Svein Diente Azul. Las hileras de hombres también se arrojaron hacia delante.
Faltaban menos de diez metros para que se produjera el choque, cuando Svein Diente Azul y sus lugartenientes, que encabezaban la furiosa arremetida, hicieron una señal que ninguna esclava del norte malinterpreta: la señal del vientre. Casi juntamente, gritando, las muchachas se lanzaron al suelo en medio de los cadáveres, con lo cual los hombres de Torvaldsland pasaron en tropel por encima de ellas sin perder un instante y embistieron a los sobresaltados Kurii sin estorbo alguno. Yo abatí a uno de los Kurii armado de látigo: «Cuando haya de aplicarse el látigo a las espaldas de las esclavas —le dije— nosotros nos encargaremos de ello». Al punto se trabó un violento combate, en medio y encima de los cuerpos de las amarradas esclavas. Las que podían se cubrían la cabeza con las manos. Los cuerpos, humanos y de Kurii, caían ensangrentados sobre la hierba. Las esclavas, medio aplastadas, algunas con los huesos rotos, no dejaban de chillar. Hacían penosos esfuerzos por levantarse; algunas lo conseguían, pero las cuerdas les impedían moverse con soltura. La mayoría yacían boca abajo, temblorosas, mientras los pies corrían a su alrededor y las armas entrechocaban sobre sus cabezas. Los Kurii, unos mil setecientos o mil ochocientos de ellos, retrocedían.
—Cortad las ataduras a las muchachas —ordenó Svein Diente Azul. Las espadas liberaron con presteza a las histéricas esclavas yacentes. Muchas estaban cubiertas de sangre. Svein Diente Azul, y otros, las levantaban agarrándolas por el pelo.
—¡Id al redil! —gritaba. Ellas corrían hacia allí dando traspiés.
—¡Ayudadla! —ordenó Diente Azul a dos aterradas muchachas. Ellas se inclinaron para alzar y sostener a una de sus hermanas de cautiverio que tenía la pierna rota.
—¡Tarl Pelirrojo! —gimió Gunnhild. Lancé mi espada a su cuello, cortando la cuerda que la unía a dos muchachas.
—Ve al redil —le dije.
—¡Sí, mi Jarl! —gritó, corriendo hacia allí. Las muchachas que fueron capaces se escabulleron del campo, para regresar al redil en que los Kurii las encerraran al principio.
—¡Atacan! —vociferó un hombre.
Dando un ensordecedor alarido, los Kurii se lanzaron de nuevo hacia nosotros. Nuestras líneas estuvieron a punto de ceder, pero, tras unos minutos de feroz combate, las bestias se replegaron.
Me parecía asombroso que hubiéramos resistido a los Ku rii, pero así era.
Los Kurii se habían parapetado detrás de un cuadrado formado con una muralla de escudos, y no daban muestras de querer atacar de nuevo.
—Nos masacrarán en cuanto anochezca —dijo un hombre.
—Retirémonos ahora —sugirió otro.
—¿Creéis que nos perseguirán en la oscuridad? —preguntó Svein Diente Azul. Miró hacia arriba—. Es más de mediodía.
Tengo hambre. —Miró a algunos de sus hombres—. Acercaos a los Kurii caídos. Cortad carne. Asadla delante de nuestras líneas.
—Bien —dijo Ivar Forkbeard—. Tal vez romperán el cuadrado para nosotros.
Pero el cuadrado no se rompió. Ni una bestia hizo ademán alguno. Svein Diente Azul tiró un trozo de carne de Kur al suelo, disgustado.
—Tu plan ha fracasado —dijo Ivar Forkbeard.
—Sí —admitió Svein Diente Azul severamente—, esperan a que anochezca.
—A veces —argumenté— los Kurii reaccionan a la sangre por reflejo.
—Ya han recibido su dosis de sangre —dijo Ivar Forkbeard—. El aire está saturado de ella. —Hasta yo podía olería, mezclada con el humo de las hogueras.
Pero el cuadrado de los Kurii no se alteró.
—Tienen paciencia —dijo Svein Diente Azul—. Esperan a que anochezca.
Al mismo tiempo, Ivar Forkbeard y yo intercambiamos miradas, sonriendo.
—Romperemos el cuadrado —le aseguré a Svein Diente Azul—. Lo haremos en un ahn. Reúne la comida y el agua que puedas. Da de comer y de beber a los hombres. Estate preparado.
Él nos miró, como si estuviéramos locos.
—Lo estaré —repuso, toqueteando el diente de ballena Hunjer que colgaba en torno a su cuello.
Los Kurii irguieron las cabezas, con aprensión. Escucharon los bramidos antes de que llegaran a oídos de los hombres.
La tierra comenzó a temblar.
El polvo, cual humo, como si la tierra estuviera ardiendo, se levantó del suelo.
Se miraron unos a otros.
Entonces el aire se llenó del retumbar de pezuñas, del bramar de los boskos.
Centenares de ellos, con la testa baja, enfurecidos, inexorables, las pezuñas aporreando el suelo, embistieron contra el cuadrado. Todos oímos, aun por encima del estruendo de los animales, chillidos y gritos, el aterrado clamor de los Kurii. Oímos el rechinar de astas sobre metal, los alaridos de los Kurii corneados y aplastados por las pezuñas. No hay nada en Gor que resista a la arremetida de los boskos enfurecidos. Los mismos larls huirán, presa del pánico, si se topan con una. La manada atravesó el cuadrado y, entre correteos y apiñamientos, salió por el otro extremo, dirigiéndose a las laderas del valle. Los Kurii, azogados y heridos, desbaratada su formación, retrocedieron, sólo para encontrar a hombres vociferantes en medio de ellos, la arrojada horda de Svein Diente Azul.
—¡Hostigadlos! ¡Hostigadlos! —gritaba Diente Azul—. ¡Sin cuartel!
Una vez más el campamento se convirtió en un tumulto de pequeñas refriegas, sólo que ahora los Kurii escapaban adonde podían. Si era hacia el norte, se les permitía hacerlo, ya que en esa dirección se hallaba el «puente de joyas». Desde el amanecer este «puente», que consistía en más de cuatrocientos arqueros coronando el desfiladero, había estado al acecho. El que exista una aparente vía de escape sirve para que el enemigo se crea con posibilidades de salvarse, y esté, por tanto, menos dispuesto a pelear con ferocidad; un enemigo acorralado resulta doblemente peligroso.
Ivar y yo recorrimos el campamento en llamas, empuñando las hachas. Los hombres nos seguían.
Si encontrábamos algún Kurii, le dábamos muerte.
Pasamos por delante de las estacas del inmenso redil. En el interior, atisbando a través de las barras, sin atreverse a salir, había cientos de esclavas. En medio de ellas vimos a Morritos. A sus espaldas hallábase Leah, la muchacha canadiense. Ivar le lanzó un beso a Momios, a la manera goreana. Ella extendió las manos por entre las estacas, pero dimos la vuelta y nos alejamos de allí.
Vimos a un eslín que llevaba a una muchacha de vuelta al redil. Ella giraba sobre sí misma, gritando, riñéndolo, pero la bestia, gruñendo implacable, le hirió los talones de una dentellada.
Ivar y yo nos echamos a reír.
—En cuanto a llevar mujeres, son bestias inmejorables —observó.
—Mi Jarl —dijo una voz. Nos giramos. Hilda se arrodilló ante Ivar Forkbeard, su cabellera le cubrió los pies—. ¿No puedo seguir a mi Jarl? —imploró—. Una humilde esclava ruega acompañar a su Jarl.
—Pues acompáñame —repuso Ivar afablemente, echando a andar.
—¡Gracias, mi Jarl! —gimió, poniéndose en pie de un salto, y empezando a llevar el paso a su izquierda.
Oímos, detrás de una tienda, el gruñido de un Kur. Ivar y yo la rodeamos rápidamente.
Era un gran Kur, pardusco, de ojos centelleantes y anillos en las orejas. Con la zarpa izquierda arrastraba a una hembra humana. Era Thyri. Ivar me indicó con un gesto que me quedara quieto. Un hombre cerraba el paso al Kur; llevaba un vestido de lana blanca y un collar de negro hierro. Tenía el hacha levantada. El Kur no dejaba de gruñir, pero el hombre, Tarsko, esclavo de Forkbeard, en otro tiempo Wulfstan de Kassau, no se movía. Hoy había visto varias veces a ese muchacho en acción. En las líneas de Svein Diente Azul había peleado como seis hombres. Su hacha y sus ropas estaban completamente ensangrentadas.
El Kur tiró a la muchacha a un lado. Ella cayó lloriqueando, los ojos repletos de terror.
El Kur echó un vistazo en derredor y de pronto, con un veloz movimiento de la zarpa, agarró un hacha kur.
Wulfstan no atacó. Se limitó a esperar. Los belfos del Kur se retrajeron. Ahora sujetaba firmemente el hacha entre sus enormes puños. No dejaba de gruñir.
Thyri estaba tendida de costado, las palmas de las manos en el suelo, la pierna derecha debajo de su cuerpo. Contemplaba a las dos bestias que se la disputaban: el Kur y la bestia humana, cuya hacha ensangrentada le confería un aspecto terrible. La pelea fue rápida, precisa. Ivar estaba complacido.
—Lo has hecho bien —le dijo al joven—. Lo has hecho bien antes, en el combate, y ahora. Estás libre.
—¡Wulfstan! —gritó Thyri. Se levantó de golpe y corrió hasta él, llorosa, apretando la cabeza contra su pecho—. ¡Te quiero! —gimió—. ¡Te quiero!
—La moza es tuya —dijo riendo Ivar Forkbeard.
—¡Te quiero! —repitió Thyri.
—Arrodíllate —le ordenó Wulfstan. Alarmada, Thyri lo hizo—. Ahora me perteneces —dijo Wulfstan.
—¡Pero seguramente me pondrás en libertad, Wulfstan! —gritó.
Wulfstan levantó la cabeza y emitió un largo y estridente silbido, parecido al que emplean los Kurii para llamar a los eslines pastores. Uno de los animales debía de encontrarse a unos cien metros puesto que acudió inmediatamente. Wulfstan aupó a Thyri por un brazo y la arrojó delante de la bestia.
—Llévala al redil —le ordenó Wulfstan al animal.
—¡Wulfstan! —gritó Thyri. Entonces la bestia, gruñendo, embistió y se detuvo a poca distancia de ella, siseando, los ojos encendidos—. ¡No, Wulfstan! —exclamó Thyri, reculando ante la bestia, sacudiendo la cabeza.
—Si luego te deseo todavía —dijo él—, te rescataré del redil junto con otras que pueda reclamar como mi parte en el botín.
—¡Wulfstan! —protestó ella. El eslín trató de morderla, y la muchacha, llorosa, dio la vuelta y se escabulló en dirección al redil, con la bestia dándole dentelladas para que no se desviara.
Los tres nos echamos a reír.
—¡Ivar! ¡Ivar! —gritó una voz.
Ivar alzó la vista y vio que Ottar, en la ladera del valle, le hacía señas con la mano.
Dirigimos allí nuestros pasos; Ottar permanecía al lado de las tiendas de campaña, caídas y calcinadas, de Thorgard de Scagnar.
—Aquí hay prisioneros y un cuantioso botín —dijo Ottar.
Señaló con la mano a unos once hombres de Thorgard de Scagnar. Se les había despojado de cascos, cintos y armas. Estaban de pie, con las muñecas engrilletadas por delante.
—No veo más que botín —dijo Forkbeard.
—¡Arrodillaos! —ordenó Ottar.
—Véndelos como esclavos en Lydius —dijo Forkbeard. Dio la vuelta y se apartó de los hombres.
—¡Agachad la cabeza! —mandó Ottar.
Ellos hincaron las rodillas, y apoyaron las cabezas contra la tierra lodosa.
Forkbeard examinó los numerosos cofres, arcas y sacos de riquezas.
A un lado se arrodillaban las chicas de seda que viera antes en la tienda de campaña. Había diecisiete de ellas. Bajo el cielo encapotado, postradas en el fango, tenían un aspecto muy diferente del que tuvieran en la tienda. Sus sedas estaban pringosas de lodo, al igual que sus piernas y las plantas de sus pies. Tenían las manos atadas a la espalda. Estaban amarradas en hatajos por el cuello. Enfrente de ellas, erguida y arrogante, con un látigo en la mano, hallábase Olga.
—¡Las he cogido a todas para vos, mi Jarl! —exclamó Olga jubilosa, blandiendo el látigo—. Me limité a ordenarles, con confianza y autoridad, que se arrodillaran en fila, de espaldas a mí, para ser atadas. ¡Y lo hicieron! —Forkbeard se rió de las adorables bagatelas.
—Son esclavas —dijo. Ninguna de las muchachas se atrevía siquiera a alzar la vista para mirarle. Vimos también, a un lado, a la ex—señorita Peggy Stevens de la Tierra, ahora Pastel de Miel. Sus ojos reflejaban su alegría de ver a Forkbeard, de ver que seguía con vida. Corrió a él y se postró a sus pies. Ivar Forkbeard la aupó por la argolla del collar Kur que llevaba, hasta ponerla de puntillas. Sonrió con lascivia.
—Al redil contigo, esclava —dijo.
Ella le miró con adoración.
—Sí, amo —susurró.
—Esperad —dijo Olga—. No permitáis que vaya sola.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ivar.
—¿Os acordáis, mi Jarl —preguntó Olga—, de la chica de oro, la que llevaba aros en las orejas, la del sur, que perdió en el concurso de belleza frente a Gunnhild?
—Bien que me acuerdo —respondió Ivar, relamiéndose.
—¡Fijaos! —dijo Olga risueña. Se acercó a un trozo de tela de tienda de campaña que cubría holgadamente, como por azar, un objeto indefinido. Tumbada en la tierra, con las piernas dobladas hacia arriba y las manos atadas a la espalda, hallábase la chiquilla de delicioso cuerpo, morena, vestida de áurea seda, ahora pringosa y rota. Furibunda, se contorsionó hasta ponerse en pie.
—¡No soy una muchacha Kur! —bramó. Efectivamente, no llevaba el pesado collar de cuero, con argolla y cerradura, que los Kurii ponían a su ganado hembra. Lucía collar de oro, pendientes y una combinación de seda dorada, increíblemente escueta, de la suerte con que los amos atavían a veces a sus esclavas para exhibirlas.
—Tengo un dueño humano —dijo colérica—, al que exijo me devolváis en seguida.
—La apresamos Pastel de Miel y yo —explicó Olga.
—Tu amo —dijo Ivar, haciendo memoria, acordándose del capitán tras el cual iba ella en la asamblea, acompañándole—, es Rolf del Fiordo Rojo. —Yo sabía que Rolf del Fiordo Rojo era un capitán de categoría inferior. Él y sus hombres habían participado en el combate.
—¡No! —exclamó riendo la muchacha—. Después del concurso de belleza, que yo perdí debido a las artimañas de los jueces, fui vendida al representante de otro, uno de mucho más importante que un simple Rolf del Fiordo Rojo. ¡Mi dueño es verdaderamente poderoso! ¡Soltadme ahora mismo! ¡Temedle!
Olga, para la indignidad de la muchacha, le arrancó su dorada seda, revelando su cuerpo a Forkbeard.