Los intrusos de Gor

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Authors: John Norman

BOOK: Los intrusos de Gor
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Tarl Cabot, el que fuera servidor de los misteriosos Reyes Sacerdotes de Gor, se ha convertido en un hombre envilecido, indigno de ser llamado Guerrero. Su honor ha sido mancillado por su propia cobardía, y sus fuerzas le han abandonado.

Pero en algún lugar de las inhóspitas tierras de unos trasplantados vikingos se halla la principal guarida de los siniestros Otros, los implacables enemigos de la Contratierra. Y Tarl Cabot es consciente de que evitar el enfrentamiento con el poderoso enemigo es una deshonra aún mayor. Debe volver a ser el invencible guerrero que otrora fue.

Los intrusos de Gor
es una de las más apasionantes aventuras de la saga creada por la fértil imaginación de
John Norman
. Bestias feroces, bárbaros implacables, luchas sin tregua y el cruel destino a que son sometidas las esclavas goreanas, convierten su lectura en una alucinante experiencia, y explica el porqué su autor es uno de los escritores de fantasía heroica más vendidos en todo el mundo.

John Norman

Los intrusos de Gor

Crónicas de la Contratierra 9

ePUB v1.0

RufusFire
02.12.11

Título original:
Marauders of Gor

© 1975 by John Lange

Traducción:
José Sampere

Ilustración:
Boris Vallejo

© Ultramar Editores, S.A., 1989

ISBN: 8473865294

1. LA ESTANCIA

Me hallaba sentado en la Silla de Capitán, en la oscuridad de la amplia estancia, sin compañía alguna.

Los muros de piedra, varios de ellos con un espesor de más de metro y medio, formados por voluminosos bloques, se vislumbraban en torno mío. Enfrente, por encima de la larga y pesada mesa tras la cual estaba yo sentado, distinguía las grandes baldosas del pavimento. La mesa estaba desprovista y oscura. Ya no la guarnecía el mantel amarillo escarlata de las celebraciones, tejido en la lejana Tor; ya no la cubría la profusión de bandejas de plata extraída de las minas de Tharna, ni las copas de oro, artificiosamente labradas por los orfebres de la fastuosa Turia, la Ar del sur. Hacía mucho que degustara el fortísimo paga de los campos de Sa-Tarna, al norte del Vosk. Ahora, aun los vinos de los viñedos de Ar me sabían amargos.

Levanté los ojos, hacia las angostas rendijas en el muro que se alzaba a mi diestra. A través de éstas columbré ciertas estrellas de Gor, en el firmamento de negrura de tarn.

Reinaba la oscuridad en la estancia. Ya no ardían, centelleantes, las embreadas antorchas en las argollas de hierro de la pared. Reinaba el silencio en la sala. No había músicos que tocaran, ni compañeros de jarana que rieran y bebiesen alzando sus copas; sobre las anchas y pulidas baldosas bajo las antorchas, descalzas, con sus collares ceñidos y sus sedas escarlata, con cascabeles en muñecas y tobillos, no había jóvenes esclavas que danzaran.

Rara vez mandaba retirar mi silla de la estancia. Largos ratos permanecía en aquel lugar.

Oí pasos que se aproximaban. No volví la cabeza. Me causaba dolor el hacerlo,

—Capitán —oí.

Era Luma, la escriba principal de mi casa, con su túnica azul y sus sandalias. Poseía una lacia melena rubia, sujeta detrás de la cabeza con una cinta de lana azul, procedente de los confines de Hurí, teñida con la sangre de sorp del Vosk. Era una muchacha escuálida poco agraciada, mas con intensos ojos azules; y era una magnífica escriba, veloz en sus cálculos, perspicaz, exacta y brillante; en otro tiempo había sido una esclava del paga, si bien una esclava indigente; yo la había salvado de Surbus, un capitán, quien la comprara con objeto de matarla al no haberle servido ella a su gusto en las alcobas de la taberna; él la habría arrojado, atada, a los sinuosos urts de los canales. Yo había aniquilado a Surbus de un mandoble mortal, pero antes de que expirase y a causa de los ruegos de la mujer, movida por la misericordia, le había subido al tejado de la taberna para que pudiera otear por vez postrera el mar, antes de cerrarse sus ojos. Fue un pirata y un asesino, pero no fue desgraciado en el morir. Había muerto por la espada, tal cual habría sido su elección, en una muerte que se designa como de la sangre y el mar, y de nuevo había contemplado el resplandeciente Thassa. Los hombres de Puerto Kar no quieren morir en sus lechos, languideciendo, a merced de diminutos enemigos invisibles. La violencia es a menudo su razón de ser y es su deseo el sucumbir por ella.

—Capitán —dijo la mujer, que permanecía atrás, a un lado de la silla.

Después de la muerte de Surbus, ella había sido mía. Se la había ganado por el derecho de la espada. Le puse mi collar, claro está, como ella esperaba, y la sometí a cautiverio. Para mi asombro, no obstante, según las leyes del Puerto Kar, los barcos, propiedades y enseres de Surbus, al ser éste derrotado en justo combate, pasaron a ser míos; sus hombres se aprestaron a obedecerme; sus barcos quedaron en mi dominio, y su estancia se convirtió en la mía, al igual que sus riquezas y sus esclavos. Era así como me había convertido en un capitán de Puerto Kar, joya del resplandeciente mar de Thassa.

—Traigo las cuentas para que las examinéis —dijo Luma.

Luma ya no llevaba el collar. Tras la victoria del 25 de Se'Kara sobre las flotas de Thyros y Cos, la había puesto en libertad. Ella había acrecentado en mucho mi fortuna. En su actual estado percibía un sueldo, pero no tan generoso, yo era consciente de ello, como justificaban sus servicios. Pocos escribas, imaginaba, eran tan diestros en la supervisión y gobierno de complicados asuntos como esta flaca joven, poco atractiva y brillante. Otros capitanes y mercaderes, al ver cómo crecía mi fortuna y comprendiendo las dificultades comerciales en juego, le habían ofrecido a la escriba considerables emolumentos para que entrara a su servicio. Ella, sin embargo, había rehusado siempre. Supongo que le complacía la autoridad, la confianza e independencia que le había concedido. Quizá, también, le había tomado cariño a la casa de Bosko.

—No deseo ver las cuentas —le dije.

—La
Venna
y la
Tela
han llegado de Scagnar —explicó ella—, con cargamentos completos de pieles de eslín marino. Mi información indica que los precios más altos por tales productos se pagan actualmente en Asperiche.

—Muy bien —dije—, da a los hombres ocho días de asueto y manda trasladar los cargamentos a uno de mis barcos mercantes, el que pueda armarse con mayor prontitud, y embárcalos con rumbo a Asperiche, con la
Venna
y la
Tela
de escolta.

—Sí, capitán.

—Ve, pues. No deseo ver las cuentas.

—Sí, capitán.

En la puerta se detuvo.

—¿Desea comida o bebida el capitán? —inquirió.

—No —le respondí.

—A Thurnock le agradaría que jugaseis con él una partida de Kaissa.

Sonreí. El enorme y rubio Thurnock, el de los campesinos, maestro del gran arco, deseaba jugar a Kaissa conmigo. Él sabía que en este juego no era rival para mí.

—Dale las gracias a Thurnock de parte mía —dije—, pero no me apetece jugar.

No había jugado a Kaissa desde mi regreso de los bosques del norte. Thurnock era un hombre bondadoso y amable. El gigante de rubia cabellera tenía buenas intenciones.

—Las cuentas —informó Luma— son excelentes. Vuestros negocios están prosperando. Sois mucho más rico.

—Vete, escriba —dije—. Vete, Luma.

Ella se marchó.

Deseaba estar solo, no quería que interrumpieran mis pensamientos.

Yo era rico. Luma estaba en lo cierto. Sonreí amargamente. Había pocos hombres tan desvalidos, tan menesterosos como yo. En verdad las posesiones de la casa de Bosko se habían acrecentado poderosamente. Supongo que existían contados mercaderes en la prestigiosa Gor cuyas casas fueran igual de ricas y prepotentes que la mía. Sin duda yo era la envidia de hombres que no me conocían; Bosko, el recluso, quien había vuelto tullido de los bosques del norte.

Mi riqueza no era más que miseria al fin y al cabo, ya que no podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo.

Me habían herido en la playa de Thassa, allá en lo alto de la costa, al borde de los bosques, cuando una noche, en un cerco de enemigos acaudillados por Sarus de Tyros, resolví rememorar mi honor.

Nunca pude recobrar mi honor, pero sí rememorarlo. Y nunca lo había olvidado.

En otro tiempo había sido Tarl Cabot, llamado en los cantos Tarl de Bristol. Acordábame yo, o lo que otrora hubiera sido, de haber luchado en el sitio de Ar. Aquel joven de rojo cabello, risueño, inocente, lo veía ahora muy lejos de mí, de esta masa encogida, medio paralizada, afligida, como un larl mutilado, sentado a solas en una silla de capitán, en una amplia estancia oscurecida. Mi cabello ya no era el mismo. El mar, el viento y la sal, y, pienso, los cambios en mi cuerpo conforme yo maduraba y aprendía la amargura del mundo, la mía propia y de los hombres, lo habían transformado. Creo que ya no se diferenciaba mucho del de los demás, al igual que yo mismo, según había llegado a comprender. Se había tornado más claro, de un color pajizo. Tarl Cabot se había desvanecido. Había combatido en el sitio de Ar. Aún se oían los cantos. Había devuelto a Lara, Tatrix de Thama, a su trono. Había entrado en Sardar y era uno de los privilegiados que conocían la verdadera naturaleza de los Reyes Sacerdotes, aquellos distantes y extraordinarios seres que controlaban el mundo de Gor. Había prestado mi cooperación en la Guerra del Nido, y ganado la amistad y gratitud del Rey Sacerdote Misk, el glorioso y benévolo Misk. «Hay entre nosotros la Confianza del Nido», me había dicho Misk. Recordaba haber sentido, en una ocasión, el delicado contacto de las antenas de aquella dorada criatura en las palmas de mis manos. «Sí, hay entre nosotros la Confianza del Nido», habíale respondido Tarl Cabot. Y había ido a la Tierra de los Pueblos del Carro, a los Llanos de Turia, y allí le habían entregado el último huevo de los Reyes Sacerdotes, el cual había restituido, intacto, a Sardar. Y había marchado asimismo a Ar, y frustrado allí los planes de Cernus y los horribles alienígenas, los Otros, empeñados en la conquista de Gor, y a continuación de la Tierra. Había servido adecuadamente a los Reyes Sacerdotes. Y luego me había aventurado en el delta del Vosk, para internarme en él y ponerme en contacto con Samos de Puerto Kar, agente de los Reyes Sacerdotes, a fin de continuar al servicio de éstos. Mas en el delta del Vosk había perdido el honor. Había traicionado mis códigos. Allí, simplemente para salvar su miserable vida, Tarl Cabot había preferido la vergonzosa esclavitud a la libertad de una muerte honorable. Había mancillado la espada, el honor, que consagrara a la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba. Por incurrir en aquel acto se había desligado de sus códigos y de sus solemnes votos. No había expiación para un acto semejante, ni tan siquiera el dejarse caer sobre la propia espada. Fue en aquel momento de ceder ante su cobardía cuando Tarl Cabot se había desvanecido, dejando en su lugar a un esclavo arrodillado, llamado desdeñosamente Bosko, por una enorme y torpe criatura, parecida a un buey, de los llanos de Gor.

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