Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
Pero Bosko, obligando a su amante, la hermosa Telima, a que le concediera la libertad, había llegado a Puerto Kar, llevándola consigo como esclava, y ahí, después de muchas aventuras, había adquirido riquezas y fama, e incluso el título de almirante de Puerto Kar. Ocupaba un alto puesto en el Concejo de Capitanes. Y, ¿acaso no había sido él el vencedor en el célebre combate de las flotas de Puerto Kar, Cos y Tyros? Había llegado a amar a Telima, y le había dado la libertad, mas al averiguar el paradero de su antigua Compañera Libre, Talena, hija de Marlenus de Ar, y decidido a librarla de la esclavitud, le había abandonado, con la furia de una hembra goreana y retomado a los pantanos de rence, su hogar en el inmenso delta del Vosk.
Él sabía que un auténtico goreano habría ido tras ella y la habría vuelto a traer, con manillas de esclava y collar. Pero él, en su flaqueza, había llorado y la había dejado marchar.
Sin duda, ahora ella le despreciaba, allá en los pantanos.
Y así, desaparecido Tarl Cabot, Bosko, mercader de Puerto Kar, se había dirigido a los bosques del norte, para liberar a Talena, su Compañera Libre en el pasado.
Allí se había encontrado con Marlenus de Ar, Ubar de Ubares. Él, pese a no ser más que un mercader, le había salvado de la degradación de la esclavitud. Una cosa tal como el haber ayudado al gran Marlenus de Ar equivalía, sin duda, a un insulto. Pero éste había sido liberado. Anteriormente había renegado de su hija, Talena, pues ella había reclamado la libertad, un acto de esclavo. Marlenus había preservado su honor. Tarl Cabot no podía recuperar el suyo.
Pero yo recordaba que, en el cerco de Tyros, había rememorado la esencia del honor. Había penetrado en la empalizada, solo, sin esperanzas de sobrevivir. No era que fuese amigo de Marlenus, o su aliado. Era más bien que yo, como guerrero, o como integrante de tal casta, me había impuesto el cometido de su liberación.
Y lo había logrado. Y, por la noche, bajo las estrellas, había rememorado un honor que jamás olvidé.
Mas por este acto recibí heridas que mostrar, y un cuerpo entumecido por el dolor, cuyo lado izquierdo era incapaz de mover.
El honor sólo me había reportado una silla de tullido. En lo alto de la misma reposaba, a salvo, el casco tallado en madera, con cimera de piel de eslín, la enseña del capitán. Pero yo no podía levantarme de ese trono, que por muy orgulloso que fuera, solamente lo ocupaban los maltrechos restos de un hombre.
Samos de Puerto Kar había comprado a Talena a dos muchachas pantera, obteniéndola de esta suerte con toda facilidad, en tanto que yo había arriesgado mi vida en el bosque.
Me eché a reír.
El honor. Cuan poco me había servido. ¿Acaso el honor no era un fraude, una invención de los espabilados para manipular a sus hermanos menos astutos?
Cuánto me arrepentía ahora de mi bravura, de no haber dejado que Marlenus muriese como un esclavo, bajo los azotes de los capataces en las canteras de Tyros.
Meditaba, acerca de lo que nos distingue de bestias como urts y eslines; no es nuestra capacidad de multiplicar y restar, de mentir o fabricar cuchillos, sino, particularmente, el honor, el coraje y nuestra voluntad de mantenernos firmes.
Sin embargo, no tenía derecho a tales pensamientos, puesto que en el delta del Vosk me había portado como un animal, no como un hombre.
Empezaba a tener frío entre las mantas. Me había vuelto malhumorado, resentido, mezquino, tal como le ocurre a un inválido, frustrado y furioso ante su propia debilidad.
Pero al abandonar, medio tullido, la playa de Thassa, había dejado a mis espaldas una poderosa almenara, formada de los troncos de la empalizada de Sarus, y ésta había resplandecido tras de mí, visible a más de cincuenta pasangs mar adentro.
Yo ignoraba por qué había encendido la almenara, mas así lo hice.
Habría ardido, larga y furiosamente en la noche goreana, sobre las piedras de la playa, y luego, por la mañana, se habría reducido a cenizas, y los vientos y las lluvias las habrían esparcido dejando muy poco en ellas, excepto las piedras, la arena y las huellas de las patas de pájaros marinos, diminutas, como la marca del ladrón. Mas era un hecho que ardiera una vez, y esto era innegable; nada podía modificarlo, ni las eternidades del tiempo, ni la voluntad de los Reyes Sacerdotes, las maquinaciones de los Otros o la testarudez y el odio de los hombres.
Me preguntaba cómo deberían de vivir los hombres. En mi silla había pensado detenidamente en tales cuestiones.
Lo único que sabía era que ignoraba la respuesta, y sin embargo es una pregunta importante, ¿cierto? Muchos sabios dan prudentes respuestas a esta pregunta, pero, con todo, no coinciden entre ellos.
Sólo los ingenuos, los necios y los insensatos conocen la respuesta.
Acaso sea una pregunta demasiado profunda para ser contestada, si bien sabemos que existen falsas respuestas a la misma, lo cual sugiere que puede haber una de verdadera, ya que ¿cómo puede existir la falsedad sin la veracidad?
Una cosa me parece clara: Que una moral que provoca culpabilidad y padecimientos al que la práctica, los cuales dan pie al desasosiego y la angustia, que a su vez acortan la duración de la vida, no puede ser la respuesta.
Muchas de las morales competitivas de la Tierra son, por lo tanto, erróneas.
¿Pero qué no lo es?
Las nociones de moral que poseen los goreanos distan mucho de las de los terrestres.
No obstante, ¿quién dará la razón a quién?
A veces envidio las simplezas de los terrestres y de los goreanos, criaturas a las que, en sus circunstancias, no les afectan tales asuntos; pero yo no sería como ninguno de ambos. Si unos u otros tuvieran razón, ello no sería más que una afortunada coincidencia. Habrían dado con la verdad, pero dejar ésta sobreentendida no es lo mismo que conocerla. No podemos poseer una verdad por la que no hemos luchado.
Pues, ¿no es viviendo como aprendemos a vivir, y a hablar, pintar y construir por medio de ejercitarnos en estas artes?
A veces se me ocurre que quienes mejor saben vivir son los menos apropiados para expresarse en tales técnicas. No es que no las hayan aprendido, sino que, tras aprenderlas, descubren que no pueden decir lo que saben, ya que sólo las palabras pueden ser dichas, y cuanto se aprende en la vida es más que palabras, trasciende las palabras. Podemos decir: «Esta construcción es bella», pero no descubrimos la belleza de la construcción a través de las palabras; es la construcción la que nos enseña su belleza; y así las cosas ¿cómo puede hablarse de la belleza de la construcción? Se comprende la belleza cuando se descubre que ésta no puede expresarse con palabras.
La Moral de la Tierra, desde el punto de vista goreano, se juzgaría más conveniente para esclavos que para hombres libres. Se valoraría en términos de envidia y resentimiento de los inferiores hacia sus superiores. Ésta insiste mucho en las igualdades, en ser humilde, afable, en evitar las desavenencias, y en ser zalamero e insignificante. Es una moral que beneficia en gran medida a los esclavos, quienes ansiarían muchísimo que se les considerase iguales a los demás. Todos somos lo mismo. Es ésta la esperanza de los esclavos; aquí reside su interés en convencer de ello a los otros. La goreana, por otra parte, es más una moral de desigualdades, basada en la presunción de que los individuos no son idénticos, sino harto diferentes en numerosos aspectos. Pudiera decirse, a pesar de la extrema simplicidad de tal aserto, que es una moral de señores. En ella, la culpabilidad es casi desconocida, aunque no la deshonra y la cólera. Muchas morales de la Tierra alientan la resignación y el conformismo; la moral goreana se inclina hacia la conquista y el desafío; son cuantiosas las morales de la Tierra que estimulan la ternura, la compasión y la cortesía; por el contrario, la moral goreana alienta el honor, la bravura, la dureza y la fuerza.
A veces he pensado que los goreanos harían bien aprendiendo algo de ternura, y quizá sería bueno que los terrestres aprendieran algo de dureza.
Pero yo no sé cómo vivir. He buscado las respuestas, mas no las he hallado. La moral de los esclavos dice: «Tú y yo somos lo mismo; hazte igual a mí; entonces seremos lo mismo.» No sé de ninguna otra criatura más orgullosa, independiente y magnífica que el goreano libre, varón o hembra; suelen ofenderse por menudencias, y son crueles por naturaleza, pero raramente son mezquinos o humildes; son fieles a sus instintos, y los aceptan como una parte de sí mismos, como su oído o su pensamiento. Muchas morales de la Tierra empequeñecen a las personas; el objeto de la moral goreana, con todos sus defectos, es engrandecer a las personas y hacerlas libres.
Los goreanos tienen un dicho: «No preguntes a las piedras o a los árboles cómo vivir; no podrán decírtelo, pues carecen de lengua; no le preguntes al sabio cómo vivir, ya que, de saberlo, sabrá que no puede decírtelo. Si aprendieras cómo vivir, no formules la pregunta; su respuesta no se halla en la pregunta, sino en la respuesta, que no reside en las palabras; no preguntes cómo vivir: disponte a hacerlo.»
Este refrán, que parecía ser un estímulo a la acción, me desvelaba.
¿Pero cómo podía vivir, un tullido como yo?
Yo era rico, pero envidiaba al más humilde de los pastores de verros, al más miserable campesino que esparcía estiércol en los surcos, porque ellos podían moverse a su antojo.
Traté de cerrar el puño izquierdo. Pero la mano no se movió.
En los códigos de los guerreros hay un dicho: «Sé fuerte, y haz lo que mejor te parezca. Las espadas de los otros te señalarán tus límites.»
Yo había sido uno de los más diestros espadachines de Gor. Pero ahora no podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo.
Pero aún podía disponer del acero de mis hombres, los goreanos, quienes, por ningún motivo comprensible, seguían siéndome fieles, leales a un tullido.
Les estaba agradecido, pero no se lo demostraría, puesto que yo era un capitán.
No debían de ser degradados.
«Dentro del círculo de la espada de todo hombre —dicen los códigos del guerrero— todo hombre es allí un Ubar.»
«El acero es la moneda del guerrero —dicen los códigos—. Con él compra lo que desea.»
Al regresar de los bosques del norte había decidido no mirar a Talena, antigua hija de Marlenus de Ar, a quien Samos había comprado a las muchachas pantera.
Pero habían llevado mi silla a la estancia de este último.
—¿La traigo a tu presencia —preguntó Samos—, desnuda y con manillas?
—No —había dicho yo—. Tráela con la más luciente vestimenta que puedas encontrar, como corresponde a una mujer de alto linaje de la gloriosa ciudad de Ar.
Y así fue Talena conducida a mi presencia.
—La esclava —anunció Samos.
—No te arrodilles —le dije.
—Descúbrete el rostro —le ordenó Samos.
Con elegancia se quitó el velo, aflojándolo, dejándolo caer en torno a sus hombros.
Una vez más nos miramos el uno al otro.
Nuevamente vi aquellos maravillosos ojos verdes, aquellos labios exquisitos, perfectos para hundirse bajo la boca y los dientes de un guerrero, su delicada tez olivácea. Se quitó un alfiler del pelo, y, con un leve movimiento de cabeza, liberó su abundante cabellera negra.
Nos observamos el uno al otro.
—¿Está satisfecho el amo? —preguntó.
—Ha pasado mucho tiempo, Talena —le dije.
—Ha pasado mucho tiempo, amo.
—Muchos años —repuse. Le sonreí—. Te vi por última vez
la noche en que fuimos compañeros.
—Cuando me desperté, ya os habíais marchado. Fui abandonada.
—No te dejé por voluntad propia.
Vi en los ojos de Samos que no debía hablar de los Reyes Sacerdotes. Habían sido ellos quienes me devolvieran a la Tierra.
—No os creo —reconoció Talena.
—Cuida tu lengua, muchacha —dijo Samos.
—Si vos me ordenáis creeros —dijo—, os creeré, naturalmente, puesto que soy una esclava.
Sonreí.
—No —repuse—, no te lo ordeno.
—Me recibieron, con gran honor, en Ko-ro-ba —explicó—. Fui respetada y libre, pues había sido vuestra compañera, aun después de que el año del compañerismo expirase y no fuera renovado.
En aquel momento, según la ley goreana, el libre compañerismo se había disuelto. El compañerismo no había sido renovado a la hora vigésimo cuarta, en la medianoche goreana, o su aniversario.
—Cuando los Reyes Sacerdotes, por medio de señales de fuego, revelaron que Ko-ro-ba iba a ser destruida, yo abandoné la ciudad.
—Y fuiste esclavizada —dije.
—Al cabo de unos cinco días, mientras pretendía volver a Ar, fui recogida por un curtidor ambulante, que, naturalmente, no creyó que fuera la hija de Marlenus de Ar. La primera noche me trató bien, con amabilidad y respeto. Le estaba agradecida. Por la mañana su risa me despertó. Llevaba su collar en mi cuello. —Me miró, furiosa—. Entonces me utilizó a su capricho. ¿Lo comprendéis? Me forzó a entregarme a él, a mí, la hija de Marlenus de Ar, él, un simple curtidor. Después me azotó. Me enseñó a obedecer. Por la noche me encadenaba. Me vendió a un mercader de sal. —Me miró fijamente—. He tenido muchos dueños —dijo.
—Entre ellos, Rask de Treve.
Ella se puso rígida.
—Le serví correctamente —explicó—. No tuve elección. Fue él quien me marcó. —Sacudió la cabeza—. Hasta entonces muchos dueños me habían considerado demasiado hermosa para ser marcada.
—Eran necios —dijo Samos—. Una marca perfecciona al esclavo.
Ella irguió la cabeza. No me cabía la menor duda de que era una de las mujeres más bellas de Gor.
—Es por vuestra causa, creo, que me hayan permitido ataviarme para esta audiencia. Además, creo que debo agradecer el haber tenido ocasión de lavar de mi cuerpo el hedor de las mazmorras.
No dije nada.
—Los calabozos no son agradables —prosiguió—. El mío mide cuatro pasos por cuatro. Hay veinte muchachas en él. Se nos arroja la comida desde arriba. Bebemos de un abrevadero.
—¿Deseas que la azote? —inquirió Samos.
Ella palideció.
—No —contesté.
—Rask de Treve me entregó a una muchacha pantera en su campamento, una llamada Verna. Fui llevada a los bosques del norte. Mi actual dueño, el noble Samos de Puerto Kar, me compró en la playa de Thassa. Fui traída a Puerto Kar encadenada a una argolla en la bodega de su barco. Aquí, a pesar de mi origen, fui metida en una mazmorra con jóvenes ordinarias.