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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (10 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—Amigo —había dicho él.

—Amigo —repetí yo.

Entonces habíamos probado la sal, el uno del dorso de la muñeca del otro.

—¡La serpiente de Thorgard avanza hacia nosotros! —gritó el vigía jubilosamente.

—¿Quieres que saque el gran arco de entre mis cosas? —le pregunté a Ivar Forkbeard.

Yo sabía que su alcance excedía en mucho el de los arcos más cortos del norte.

—No —repuso.

—¡A ocho pasangs de distancia! —informó el vigía—. ¡La serpiente nos persigue!

Forkbeard y yo efectuamos cuatro nuevas jugadas.

—¡A cuatro pasangs de distancia! —gritó el vigía.

—¿Qué escudo lleva en el mástil? —vociferó Forkbeard.

—El rojo —gritó el vigía.

—No pongáis escudo alguno en nuestro mástil —ordenó Forkbeard.

Sus hombres le miraron perplejos.

—Thorgard está muy orgulloso de su gran buque —dijo—, la serpiente llamada
Eslín Negro
.

Yo había oído hablar del navío.

—Su eslora es mucho mayor que la de este buque —le dije a Ivar Forkbeard—. Es un barco de guerra, no un buque corsario. En cualquier combate estarías en una situación desventajosa.

Forkbeard asintió con la cabeza.

—También se dice —continué—, que es el barco más veloz del norte.

—Esto lo veremos —repuso Forkbeard.

—¡A dos pasangs de distancia! —gritó el vigía.

—Tiene cuarenta bancos —dijo Ivar Forkbeard—. Ochenta remos, ciento sesenta remeros. Pero sus líneas son gruesas, y es un buque pesado.

—¿Te propones trabar batalla con él? —pregunté.

—Sería un tonto si lo hiciera. Llevo conmigo el botín del templo de Kassau, dieciocho esclavas y la hermosa Aelgifu. Tendría mucho que perder y poco que ganar.

—Eso es cierto.

—Cuando trabe batalla con Thorgard de Scagnar, lo haré en una situación ventajosa para mí y no para él.

—¡Un pasang! —comunicó el vigía.

—No desordenéis las piezas —dijo Ivar, levantándose. Le dijo a Gorm—: Coge a la primera esclava y súbela al mástil. —Luego les dijo a otros dos de sus hombres—: Desatad los tobillos de las demás esclavas y empujadlas hasta la borda, donde puedan verlas. —Y a los remeros del lado de estribor—: En cuanto dé la señal, le presentamos a Thorgard de Scagnar todo lo que podamos de las riquezas del templo de Kassau.

Los hombres rieron.

—¿No vamos a luchar? —preguntó lentamente el gigante.

Ivar Forkbeard fue hasta él, como podría hacerlo un padre, le tomó la cabeza entre las manos y la apoyó en su pecho.

—Ahora no habrá batalla, Rollo —le dijo—. En otra ocasión.

—¿Ahora... no habrá... batalla? —preguntó el gigante.

—Ahora no habrá batalla —repitió Forkbeard, meneando la cabeza del gigante—. En otra ocasión. En otra ocasión.

Una dolorosa decepción se reflejó en los ojazos de la enorme cabeza del gigante.

—¡Otra vez será! —exclamó riendo Forkbeard, sacudiéndole la cabezota, como si fuera la de un perro de caza o la de un oso domesticado.

—¡Medio pasang y reduciendo la velocidad! —comunicó el vigía—. ¡Nos abordará por la popa!

—Viremos para enfrentar la mitad del navío —dijo Forkbeard risueño—. ¡Que vean las riquezas que llevamos!

La esbelta rubia fue encadenada con las muñecas por delante, y le ataron una cuerda a los grilletes. Ésta se echó a lo alto de la verga. Las manos de la muchacha se alzaron bruscamente por encima de su cabeza. Entonces, por las engrilletadas muñecas, su cuerpo desnudo retorciéndose contra el mástil, gimiendo, la izaron centímetro a centímetro, casi hasta la punta del palo. La dejaron allí colgada, sufriendo, su exquisito cuerpo el de una esclava desnuda, una mofa a la sangre de los hombres de Thorgard de Scagnar.

—Esto les animará a remar lo mejor que puedan —dijo Ivar Forkbeard.

Entonces empujaron hasta la borda a las diecisiete esclavas restantes, e inmovilizadas por las manos de los remeros, permanecieron allí en hatajo, las muñecas encadenadas a la espalda.

El navío de Thorgard estaba ya a poco más de un cuarto de pasang de distancia. Pude distinguir a su capitán, sin duda el gran Thorgard en persona, en la cubierta de popa, por encima del timonel, con un catalejo.

¡Qué soberbias bellezas veía! Diecisiete presas desnudas y encadenadas, que serían suyas si solamente pudiese hacerse con ellas; y colgada del mástil había tal vez la más exquisita de todas: la rubia; puede que por sí sola valiera cinco esclavas del tipo corriente. También distinguía a Aelgifu, naturalmente. Que fuera vestida le indicaba a Thorgard que era libre, y podría proporcionar un elevado rescate.

—Echad a las esclavas entre los bancos y aseguradlas —ordenó Ivar a quienes las sujetaban. Éstos se apresuraron a hacerlo, y al punto las miserables cautivas yacían boca abajo, unas encima de las otras. El revoltijo de muslos, senos y nalgas que formaban era en verdad delicioso. Gorm se agachó junto a ellas y rápidamente les amarró los tobillos.

—¡Bajad a la chica del palo! —gritó Forkbeard—. ¡Vosotros, los de estribor! ¡Exhibid ahora el botín del templo de Kassau!

Los remeros ocuparon sus puestos en el lado de babor. Algunos agitaban las colgaduras de oro sobre sus cabezas, como si se tratara de banderas. Otros, profiriendo gritos burlones, levantaban en el aire láminas y ciriales. La esbelta rubia, descendida del mástil, se desplomó al pie del mismo. La auparon tirando de su brazo y, de un empujón, la mandaron dando traspiés hasta Gorm. Él le engrilletó las manos a la espalda y de un empellón le hizo caer sobre el vientre, en medio de las otras muchachas. Entonces la amarró de nuevo al hatajo y con presteza le ató los tobillos.

El navío de Thorgard estaba ahora a sólo unos metros de distancia.

Una flecha hendió el aire, pasando por encima de las regalas.

—¡Echad el botín sobre las esclavas! —vociferó Forkbeard.

Esto les proporcionaría a las miserables muchachas, sobrecogidas y encadenadas, una cierta protección ante los proyectiles, las piedras y las saetas.

—¡La toldilla! —gritó Forkbeard. Varias de las muchachas miraron hacia arriba y vieron la negrura de la toldilla, desenrollada, precipitarse de golpe sobre el botín. Algunas de ellas gritaron al verse inmersas de pronto en la oscuridad.

Volaron más flechas. Una dio en el mástil. Aelgifu se arrodilló tras él con la cabeza entre las manos. Una jabalina se estrelló en la cubierta. Una piedra alcanzó la barandilla en lo alto de la regala de babor, haciéndola astillas.

El
Eslín Negro
se encontraba a menos de cincuenta metros.

Yo distinguía a hombres con cascos en sus regalas, a cosa de un metro y medio por encima de la línea de flotación.

—¡A los bancos! —exclamó risueño Ivar Forkbeard—. ¡La vela!

En mi opinión, había esperado demasiado.

Sus hombres saltaron a los bancos y empuñaron los remos. Al mismo tiempo la vela a rayas rojiblancas cayó de la verga restallando, en toda su longitud.

—¡Golpe de remo! —vociferó Ivar. Una jabalina pasó junto a él siseando.

El viento, como un martillo, embistió la vela.

Los remos se hincaron en el agua.

La proa de la serpiente de Ivar Forkbeard se alzó de súbito y la popa estuvo en un tris de inundarse.

—¡Golpe de remo! —repitió Forkbeard.

Me reí con placer. La serpiente de Ivar Forkbeard se lanzó hacia la línea del horizonte.

La consternación invadió la cubierta del
Eslín Negro
. Pude ver al barbudo Thorgard de Scagnar, con su astado casco, voceando órdenes.

Me pareció que la proa del
Eslín Negro
viraba lentamente para ir en pos de nosotros.

Vi a los hombres correr a sus bancos. Vi los largos remos levantarse y caer.

Una jabalina y cuatro flechas más dieron en la cubierta del navío de Ivar. Dos de ellas alcanzaron las láminas del templo de Kassau y cayeron, rotas, en la toldilla de piel de bosko que cubría el botín de Forkbeard, tanto de carne como de oro; luego otra jabalina fallida se hundió en el mar, detrás nuestro, y los arqueros regresaron a sus bancos.

A lo largo de un cuarto de ahn el propio Forkbeard llevó el timón de su nave.

Pero después de otro cuarto de ahn, sonriendo satisfecho, cedió el timón a uno de sus hombres, y se reunió conmigo en mitad del barco.

—¿No es poco común para un barco del norte el llevar nombre de mujer? —pregunté.

—No —repuso él.

—¿Por qué se llama
Hilda
?

—Ése es el nombre de la hija de Thorgard de Scagnar —dijo Ivar.

Levanté la vista hacía él, atónito.

—El
Hilda
es mi barco —dijo Ivar Forkbeard—, y la hija de Thorgard será mi esclava.

Nos hallábamos fondeados, sin luces, a un pasang del roquedal de Einar.

Las esclavas estaban encadenadas y amordazadas firmemente.

Reinaba el silencio en el navío de Ivar Forkbeard. Ivar y cuatro hombres habían botado una lancha y se habían dirigido al roquedal, llevando con ellos a Aelgifu. La habían peinado y reanimado con un caldo de carne seca de bosko, y le habían atado las manos a la espalda con un simple bramante.

Gorm, que parecía ser el segundo de a bordo, y yo, permanecíamos en la barandilla junto a la proa.

Yo distinguía, silueteada en el cielo nocturno, la forma del roquedal y de la alta piedra rúnica, semejante a una aguja apuntada a las estrellas.

Ivar había abandonado el navío de buen humor.

—Volveré con el dinero del rescate de Aelgifu —nos había dicho.

Había llevado consigo en la lancha, en un recipiente redondo de bronce con tapa enroscable, su balanza plegable de cadena, con sus pesas. Yo sabía que Gurí de Kassau llevaría igualmente la suya. Esperaba que los pesos coincidiesen, ya que en caso contrario habría sin duda complicaciones. Gurt, si era juicioso, no intentaría engañar a Forkbeard. Yo confiaba menos en los pesos del hombre de Torvaldsland.

—¿Crees que Gurt de Kassau aceptará tu balanza? —le había preguntado.

Forkbeard toqueteó la cadena de oro que le rodeaba el cuello, la que le arrebatara al administrador de Kassau.

—Sí —repuso—. Creo que sí.

Nos echamos a reír al unísono.

Pero ahora le aguardaba, en silencio, en su serpiente.

—¿No tendría Forkbeard que haber regresado ya? —pregunté.

—Ya viene —dijo Gorm.

Miré a través de la oscuridad. A unos cien metros, difícil de distinguir, estaba la lancha. Oía los remos, a buen ritmo, alzándose y hundiéndose.

Entonces vi a Forkbeard a la caña del timón.

La lancha rozó suavemente el costado del navío.

—¿Conseguiste el dinero del rescate? —pregunté.

—Sí —respondió, alzando una pesada bolsa de oro.

—Habéis tardado mucho —dije.

—Pesar el oro nos llevó su tiempo —informó—. Y hubo algunas discusiones sobre la precisión de las balanzas.

—¿Ah, sí? —comenté.

—Sí —dijo Forkbeard—. Los pesos de Gurt de Kassau eran demasiado ligeros.

—Entiendo —dije.

—Aquí está el oro —dijo, arrojándole el saco a Gorm—. Ciento veinte piezas.

—Ya veo que la balanza de Gurt de Kassau pesaba bien ligeramente.

—Sí —repuso Forkbeard riendo. Luego le tiró otras bolsas a Gorm.

—¿Y éstas qué son? —inquirí.

—Las bolsas de los que iban con Gurt de Kassau —contestó.

Oí un gemido que provenía de la lancha, y vi moverse algo bajo una piel de eslín marino.

Forkbeard apartó la piel, descubriendo a la arrogante Aelgifu, atada de pies y manos, amordazada, tendida en el fondo del bote. Aún vestía de terciopelo negro. Levantó la vista, con los ojos aterrados. Forkbeard la aupó y la entregó a Gorm.

—Ponla en el hatajo —le ordenó.

Aelgifu fue llevada a donde yacían las esclavas, perfectamente contenidas. Gorm le quitó el bramante de las muñecas y le engrilletó las manos a la espalda. Luego le pasó por el cuello la soga del hatajo y la anudó. Por fin le amarró los tobillos con firmeza, como los de las esclavas.

Ayudé a Forkbeard y a sus hombres a izar la lancha hasta la cubierta. Allí la ataron con la quilla para arriba.

De pronto una flecha alcanzó el costado del barco.

—¡Levad anclas! —gritó Forkbeard—. ¡A los bancos!

Sus hombres lo hicieron con la rapidez que confiere la práctica.

Vislumbré más de una docena de pequeños botes, procedentes de la orilla, quizá con diez o quince hombres en cada uno, que avanzaban en nuestra dirección.

Dos nuevas flechas alcanzaron el barco. Otras se perdieron en la oscuridad, indicando su paso con el fugaz susurro de las plumas y el astil.

—¡A la mar! —vociferó Forkbeard—. ¡Golpe de remo!

La serpiente hendió el agua, alejándose.

Forkbeard permanecía enojado en la borda, mirando hacia atrás, a la flotilla de botes, oscura en la noche.

Se enfrentó a sus hombres.

—¡Que esto os sirva de lección! —les gritó—. ¡Nunca os fiéis de los hombres de Kassau!

—¿Y qué le hiciste a Gurt y a los que iban con él? —pregunté.

—Los dejé desnudos —respondió. Luego miró hacia popa, a los botes que iban quedando atrás—. Parece que en estos días no se puede confiar en nadie.

Entonces fue hasta las esclavas.

—Quitadles las mordazas —mandó.

Se las quitaron, mas ellas no osaron decir palabra. Eran esclavas. Sus cuerpos, en medio del oro del botín, eran muy hermosos.

Forkbeard libró a Aelgifu de su mordaza.

—Parece ser —dijo— que anoche no fue la última noche que pasaste en mi cautiverio.

—¡Te has quedado con el dinero del rescate! —vociferó ella—. ¡Te has quedado con él!

—Me he quedado con más que con el dinero del rescate —replicó—, mi pechugona belleza.

—¿Por qué no me has puesto en libertad? —gritó.

—Te quiero para mí. Lo único que dije, si te acuerdas, fue que me quedaría con el dinero del rescate. Nunca hablé de canjearte por ese miserable dinero. Nunca dije, bonita, que le permitiría, a una muchacha tan deliciosa como tú, escapar de mis grilletes.

Ella se debatió, la cabeza vuelta a un lado, las muñecas trabadas a la espalda con el negro hierro del norte.

Tenía los tobillos atados. La soga del hatajo le ceñía el cuello. Era una desdichada.

—Bienvenida al hatajo —dijo él.

—¡Soy libre!

—A ver —replicó Forkbeard.

Ella se estremeció.

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