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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (11 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—Eres demasiado bonita para soltarte —la informó, y dando la vuelta se alejó. Le dijo a Gorm:

—Que coma las gachas de las esclavas.

6. LA AMPLIA CASA DE IVAR FORKBEARD

Los hombres de Ivar Forkbeard gritaban entusiasmados. La serpiente viró poco a poco en medio de los altos acantilados, y penetró en la cala.

Aquí y allá había líquenes adheridos a la roca, y pequeños arbustos, e incluso árboles enanos. El agua debajo de nosotros era profunda y gélida.

Yo notaba una brisa procedente del interior, que venía al encuentro del mar.

Los remos se alzaban y caían.

La vela colgaba floja, y crujía, agitada en el viento calmoso.

Los hombres de Torvaldsland la arrizaron bien alta a la verga.

Al poco, las vigorosas gargantas de la tripulación de Forkbeard entonaron una potente y alegre canción de remo.

Ivar Forkbeard, en la proa, se llevó a los labios un grande y curvado cuerno y dio un trompetazo. Lo oí resonar por entre las escarpaduras.

Las esclavas, apiñadas en mitad del navío, de pie, miraban la nueva tierra, formidable y escabrosa, que iba a ser su hogar.

Escuché, quizás a un pasang de distancia, el toque de un cuerno.

Supuse que pronto recalaríamos en el embarcadero de Forkbeard.

—Ponla en la proa —dijo Forkbeard, señalando a la esbelta rubia.

Ésta fue rápidamente separada del hatajo y desencadenada. Gorm le ciñó una soga al cuello y la arrastró hasta allí. Mientras otro hombre la sujetaba, Gorm la ató a la proa, con la espalda doblada sobre ella; le amarró las muñecas y los tobillos a los lados de la misma; le ensogó, también, el vientre y el cuello.

De nuevo Ivar Forkbeard tocó el gran cuerno de bronce. Al cabo de varios segundos un trompetazo de respuesta resonó por entre los acantilados. Los remos se alzaban y se hundían.

Los hombres cantaban.

—¡Colgad el oro por todo el navío! —gritó.

De la proa suspendieron ciriales y vasos; a martillazos clavaron las láminas en el mástil. Las colgaduras de oro cubrieron las regalas como estandartes.

Entonces el barco traspuso un recodo y, para mi asombro, vi un muelle de disparejos troncos, cubiertos de tablas desbastadas, y una extensa área de tierra en pendiente, de varios acres, verde aunque sembrada de guijarros, con hierba corta. Había una empalizada de troncos, de unos cien metros a partir del muelle. En lo alto del acantilado distinguí a un vigía, un hombre con un cuerno en la mano. Sin duda era él a quien habíamos oído. Se puso en pie y agitó el cuerno de bronce. Forkbeard le devolvió el saludo.

Vi a cuatro pequeños boskos de leche que pacían en la hierba. A lo lejos, por encima de los campos, pude ver montañas coronadas de nieve. Un rebaño de verros pastoreado por una muchacha con un bastón daba la vuelta, balando en la empinada ladera. Ella se llevó la mano a los ojos para protegerse del sol. Era rubia e iba descalza; llevaba un vestido de lana blanca, sin mangas, que le llegaba a los tobillos, abierto hasta el vientre. Observé que un negro aro de metal le rodeaba el cuello.

Hombres procedentes de la empalizada y los campos corrían ahora en dirección al muelle. Llevaban descubierta la cabeza; algunos vestían zamarras y otros pantalones de piel y túnicas de lana teñida. Vi asimismo colmenas, árboles frutales y cobertizos con techo de tablas.

Entre los hombres, cuya condición de esclavos —patentizada por la banda de hierro con una argolla soldada que les ceñía el cuello— les prohibía abandonar los campos so pena de muerte, corrían excitadas esclavas. A éstas se les permite dar la bienvenida a su dueño a su llegada. A los hombres del norte les agradan los ojos brillantes, los cuerpos alborozados, los agasajos de sus esclavas.

Imaginé que hoy sería un día festivo en la casa de Ivar Forkbeard.

Ahora éste, de un barrilete de madera, se sirvió un enorme pichel de cerveza, diríase de una capacidad de unos cinco galones. Cerró entonces el puño sobre el mismo. Era el signo del martillo, el signo de Thor. Luego el pichel, que tenía dos grandes asas de bronce, pasó de mano en mano entre los remeros, quienes echaban la cabeza hacia atrás y bebían cerveza, derramándosela por el cuerpo. Era la cerveza de la victoria.

Después el propio Forkbeard apuró lo que quedaba en el pichel, lo arrojó al pie del mástil y entonces, para mi asombro, saltó desde el navío sobre los remos en movimiento, y luego, mientras la serpiente avanzaba paralela al muelle, haciendo las delicias de los que le vitoreaban en la orilla, ejecutó gozoso la danza de los remos del pirata de Torvaldsland. No es realmente una danza, claro está, sino una proeza atlética de no poca valentía, que requiere un ojo espléndido, un fantástico equilibrio y una increíble coordinación. Ivar Forkbeard, vociferando, saltaba de un remo a otro, de proa a popa y luego viceversa, hasta que por fin, elevando los brazos, dio un brinco que le llevó de nuevo al interior del barco. Entonces se quedó en la proa, a mi lado, sudando y sonriendo. En la orilla brindaban por él con jarras de cerveza. Los hombres aplaudían. Oía gritar a las esclavas.

La serpiente de Ivar Forkbeard se deslizó suavemente sobre los rollos de piel colgados en el borde del muelle. Manos impacientes competían para asir las amarras.

Los remos penetraron en el navío; los tripulantes colgaron sus escudos en los flancos de la serpiente.

Los hombres del muelle dieron gritos de placer al contemplar la afligida belleza de la esbelta rubia, tan cruelmente amarrada a la proa.

—¡Traigo a dieciocho de nuevas! —bramó Ivar Forkbeard.

Sus hombres, riendo, empujaron a las otras muchachas hasta la baranda, obligándolas a tenerse en pie sobre los bancos de remo.

—¡Calienta los hierros! —gritó Forkbeard.

—¡Ya están calientes! —repuso un musculoso hombretón del muelle, con mandil de cuero.

Las muchachas se estremecieron. Iban a marcarlas con hierro candente.

—¡Lleva el yunque al tajo de marcar! —dijo Forkbeard.

Entonces comprendieron que les pondrían collares.

—¡Ya está allí! —repuso riendo el hombretón, sin duda un herrero.

Gorm acababa de desatar a la esbelta rubia de la proa. La puso a la cabeza del hatajo. Aelgifu, con su traje de terciopelo negro arrugado, manchado y roto en algunos puntos, ocupó la cola. Gorm no volvió a engrilletar a la rubia, si bien la ató por el cuello al hatajo. Además quitó los grilletes también a las otras, Aelgifu incluida.

Tras esto empujaron la plancha por encima de la baranda hasta que cayó en el pesado muelle de tablas.

La esbelta rubia, que Forkbeard cogía por el brazo, fue a parar de un empellón a la cabeza de la plancha. Miró abajo, hacia los entusiasmados hombres.

Gorm se puso entonces al lado de Ivar Forkbeard. En el hombro, colgada de una correa, llevaba una alta y oscura vasija, repleta de líquido.

Los hombres de la orilla se echaron a reír.

Había una copa de oro con dos asas enganchadas a la vasija por una ligera cadena. Sonriente, Gorm abrió el pitorro de la vasija y llenó la copa de un líquido oscuro.

—Bebe —ordenó Forkbeard poniendo bruscamente la copa en las manos de la rubia.

Ella la tomó. Estaba decorada: en su contorno, artificiosamente labrados, había dibujos de esclavas encadenadas. Un dibujo de una cadena decoraba también el borde y, en cinco lugares, veíase la imagen de un látigo de esclavos de cinco colas.

Ella miró el líquido oscuro.

—Bebe —repitió Forkbeard.

La muchacha se la llevó a los labios y lo probó. Al punto cerró los ojos y torció el gesto.

—Está muy amargo —gimió.

Inmediatamente sintió el cuchillo de Forkbeard en el vientre.

—Bebe —le ordenó.

Ella echó la cabeza hacia atrás y bebió el asqueroso brebaje. Comenzó a toser y a sollozar. Le desataron del cuello la soga del hatajo.

—Llevadla al tajo de marcar —dijo Forkbeard. De un empujón tiró de la plancha a la joven, que cayó entre los brazos de los hombres que esperaban; se la llevaron del muelle a toda prisa.

Se obligó a las presas de Ivar Forkbeard, incluso a la rica y arrogante Aelgifu, a beber una a una el vino de las esclavas. Luego las separaban del grupo y las conducían al tajo de marcar.

Después Ivar Forkbeard, precedido de Gorm, yo y sus hombres, bajó de la plancha. Le saludaron efusivamente con palmadas en la espalda y apretones de manos, a los que él respondió con idénticas muestras de afecto.

—¿Hubo buena suerte? —preguntó un hombre con un aro de plata en espiral en el brazo.

—Bastante —admitió Forkbeard.

—¿Quién es éste? —preguntó otro, señalándome—. Veo que no lleva el pelo cortado, ni cadenas de esclavo.

—Éste es Tarl Pelirrojo —repuso Forkbeard.

—¿A quién pertenece? —inquirió el hombre.

—A mí mismo —dije.

—¿No tienes Jarl? —preguntó.

—Soy mi propio Jarl —repuse.

—¿Sabes manejar el hacha?

—Enséñame tú.

—Tu espada es muy pequeñita. ¿Se utiliza para pelar sules?

—Es muy veloz —repuse—. Pica como la serpiente.

Alargó la mano hacia mí y entonces me agarró de pronto por la cintura. Su intención era, sin duda, arrojarme al agua para divertirse. No consiguió moverme. Gruñó con sorpresa.

Yo también le cogí por la cintura. Nos tambaleamos sobre las tablas de madera. Los hombres retrocedieron para dejamos espacio.

—A Ottar le encanta jugar —dijo Forkbeard.

Con una súbita presa le hice perder el apoyo y le tiré al agua.

Empapado y escupiendo, Ottar nadó hasta el muelle.

—Mañana —dijo riendo— te enseñaré a manejar el hacha. —Nos estrechamos la mano. Ottar, durante la ausencia de Ivar Forkbeard, le cuidaba a éste el ganado, la hacienda, la granja y las cuentas.

—Juega un excelente Kaissa —dijo Forkbeard.

—Yo le ganaré —repuso Ottar.

—Ya lo veremos —dije.

Una esclava se abrió paso a empujones por entre la multitud.

—¿Ya no se acuerda mi Jarl de Gunnhild? —preguntó. Gimoteó y corrió a su lado, abrazándole, alzando los labios para besarlo en la garganta, debajo de la barba. Un collar de hierro negro, remachado, con una argolla soldada a la que podía engancharse una cadena, le rodeaba el pescuezo.

—¿Y Morritos qué? —dijo otra muchacha, arrodillándose frente a él y levantando los ojos hacia los suyos. A veces a las esclavas se les da nombres descriptivos. Ésta, que era rubia, tenía labios carnosos y sensuales. Olía a verro. Era sin duda la que había visto en la ladera pastoreando verros.

—Morritos ha sufrido mucho esperando el regreso de su Jarl —gimoteó. Forkbeard le meneó la cabeza con sus manazas.

—¿Y Olga qué? —sollozó otra muchacha, bonita y robusta de moreno cabello.

—No os olvidéis de Lindos Tobillos, mi Jarl —dijo una quinta, una criaturilla deliciosa que tal vez no pasara de los dieciséis. Sacando los labios con avidez, le mordisqueó el vello del dorso de su mano.

—¡Largo de aquí, mozas! —exclamó Ottar riendo—. ¡Forkbeard trae nuevas presas, carne más fresca a la que hincar el diente!

Furiosa, Gunnhild se remangó el vestido hasta el cuello con ambas manos, y se irguió altiva ante Forkbeard, sacando los pechos, que eran adorables.

—¡Ninguna de ellas sabe complaceros tan bien como Gunnhild! —afirmó.

Él la asió entre sus brazos y le violó los labios con un beso, mientras le recorría el cuerpo con la mano; la apartó de sí arrojándola contra las tablas del muelle.

—¡Preparad un banquete! —dijo—. ¡Que se prepare un banquete!

—¡Sí, mi Jarl! —gritó ella, y se puso en pie de un salto, echando a correr hacia la empalizada.

—¡Sí, mi Jarl! —gritaron las demás muchachas, yendo raudas tras ella para iniciar los preparativos del banquete.

Entonces Forkbeard dirigió su atención a la serpiente, y al desembarque de las riquezas que sus hombres cargaban sobre sus espaldas, en medio de las voces de júbilo y admiración de los congregados.

Concluida la operación, acompañé a Forkbeard a un lugar situado tras una herrería. Allí había un gran tajo, hecho con un árbol caído. Junto a éste, una detrás de otra, con el hombro derecho en contacto con él, se arrodillaban las nuevas esclavas y Aelgifu. Había también algunos hombres en derredor, así como el musculoso hombretón, el herrero. El yunque descansaba sobre una gran piedra plana, para evitar que se hundiera en el suelo. A pocos metros hallábanse dos braseros incandescentes con hierros en su interior, entre los carbones al rojo. El aire, por medio de un pequeño fuelle que manejaba un joven esclavo, se hacía pasar por un tubo en la base de cada uno.

—Ella primero —dijo Forkbeard, señalando a la esbelta rubia.

Un individuo agarró a la gimiente muchacha y la echó boca abajo sobre el descortezado tronco. Dos hombres le sujetaron los brazos y otros dos las piernas. Un quinto hombre, con un grueso guante de piel, extrajo uno de los hierros del fuego; el aire en tomo a su punta vibraba con el calor.

—¡Por favor, mi Jarl! —gritó ella—. ¡No marquéis a vuestra servidora!

A una señal de Forkbeard, el hierro se aplicó profundamente a las carnes de la muchacha, y permaneció allí, humeando, durante cinco ahns. Ella solamente gritó en cuanto se le hubo retirado. Había cerrado los ojos y apretado los dientes, tratando de no gritar. Había intentado oponer su voluntad contra el hierro; pero su arrogancia y su empeño fueron vanos; había gritado de dolor, larga y penosamente, delatándose como poco más que otra muchacha marcada. La cogieron del brazo y la apartaron a rastras del tajo. Ella echó la cabeza hacia atrás, la cara bañada en lágrimas, y volvió a gritar de dolor. Miró la marca de identificación que ya ostentaba su cuerpo. Una mano le aferró el brazo y la arrojó contra el yunque, al lado del cual cayó de rodillas.

—Levanta la cara y mírame —dijo el herrero.

Ella lo hizo, con lágrimas en los ojos.

Él abrió el engoznado collar de hierro negro y se lo ciñó al cuello.

—Pon la cabeza junto al yunque —dijo.

La asió por el pelo y tiró de él, haciendo que su cuello descansara en el lado izquierdo del yunque. Sobre éste reposaban las junturas de las dos piezas del collar. El interior de éste quedaba separado unos cinco centímetros del cuello. Desde donde me encontraba, podía ver el fino vello de la nuca de la muchacha.

Enérgicamente, el herrero pasó un remache de metal por los tres agujeros del collar.

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