Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
Gorm hizo a un lado ocho angostas tablas de la cubierta movible. Debajo, a pocos centímetros, oscuras y salobres, se movían las aguas del pantoque, que, sorprendentemente, no eran muy abundantes. Esto confirmaba la extraordinaria hermeticidad del navío de Forkbeard.
—Achica —le ordenó éste.
La muchacha fue hasta la abierta tablazón y cayó de rodillas junto a ella, con el achicador en las manos.
—Vuelve aquí —dijo Forkbeard ásperamente.
Sobrecogida, la muchacha lo hizo.
—Ahora date la vuelta —dijo él— y camina hasta allí como una esclava.
Ella palideció.
Entonces se volvió y caminó hasta la abierta tablazón como una esclava.
Las demás esclavas profirieron gritos sofocados. Los hombres que la contemplaban silbaron de placer. Yo sonreí con lascivia. La deseaba.
—¡Esclava! —la escarneció Aelgifu, desde donde estaba encadenada al mástil. Yo supuse que las dos, en Kassau, habían sido bellezas rivales.
Luego, sollozando, la joven rubia cayó de rodillas junto a la abierta tablazón. Vomitó una vez por la borda. Pero en general lo hizo bien.
Forkbeard la enseñó a inspeccionar el achicador con la mano izquierda, por si había caracoles en él y no los echara por la borda.
Al volver conmigo traía en la mano uno de los caracoles, cuya concha aplastó entre los dedos, y sorbió el cuerpo del animal, masticándolo y tragándolo. Luego arrojó por la borda los fragmentos de la concha.
—Son comestibles —explicó—. Y los usamos como cebos de pesca.
Entonces volvimos a nuestro juego.
En una ocasión la muchacha rubia gritó, con el achicador en la mano.
—¡Mirad! —exclamó, señalando por encima de la regala de babor.
A un centenar de metros, dando vueltas y jugueteando, había una familia de ballenas: un macho, dos hembras y cuatro crías.
Luego siguió achicando.
—Tu casa está tomada —dijo Forkbeard. Su Jarl había jugado de manera decisiva.
La toma de la casa, en el Kaissa del norte, equivale a la conquista de la Piedra del Hogar en el sur.
—No tendrías que haber entregado tu Hacha —dijo Forkbeard.
—Parece que no —admití. Ni siquiera se había llegado a la partida final. La casa había sido tomada en la partida intermedia. En el futuro me lo pensaría dos veces antes de entregar el Hacha.
—Ya he terminado —dijo la muchacha esbelta, volviendo a donde nos sentábamos, y arrodillándose en la cubierta.
Había cumplido su primera labor para su dueño, Forkbeard, secando, como se decía, el vientre de su serpiente.
—Devuélvele el achicador a Gorm —dijo Forkbeard—, y luego llévales agua a mis hombres.
—Sí —dijo ella.
Forkbeard la miró.
—Sí —repitió ella—, mi Jarl. —Para la esclava, el más vil de los hombres libres del norte es su Jarl.
Oímos a Aelgifu reír desde el mástil.
La joven rubia se puso en pie y le entregó el achicador a Gorm, quien lo dejó a un lado y luego cerró la tablazón de la cubierta. Ella se acercó entonces a uno de los grandes cubos de agua tapados, amarrados a la cubierta, y sumergió en él una bota. Oí el burbujeo a medida que el cuero se llenaba.
Los hombres de Torvaldsland no habían buscado las ballenas. Tenían carne de sobra. Apenas se habían fijado en ellas.
La tarde estaba ya avanzada.
Observé a la chica rubia, ahora con la bota al hombro, húmeda y pesada, que se acercaba a los hombres de Forkbeard, para ofrecerles bebida.
Soltaron entonces a otra de las jóvenes para que preparase las gachas de la esclava, mezclando agua fresca con comida de Sa-Tarna, y añadiendo luego pescado crudo.
—Juguemos otra partida —sugirió Forkbeard.
Yo coloqué las piezas.
Él fue hasta Aelgifu, que se hallaba sentada frente al mástil, con el cuello encadenado a él y las muñecas atadas delante de su cuerpo.
—Mañana por la noche —le dijo—, tendré el dinero de tu rescate.
—Sí —admitió ella.
Con sus manazas le agarró el tobillo derecho. Ella no podía apartarlo.
—Soy libre —susurró.
Sujetándole el tobillo con la mano izquierda, le acarició el empeine con los dedos de la derecha, suavemente. Ella se estremeció.
—Soy libre —repitió—. ¡Libre!
—¿No te gustaría, mi pechugona belleza —preguntó él—, pasar la noche conmigo en mi saco de piel de eslín marino?
—¡No! —gritó ella—. ¡No! —Y luego advirtió—: ¡Si soy violada, él no pagará el rescate! ¡Además, traerá consigo a una mujer a fin de que esta cuestión pueda precisarse! ¡Seguramente deseas mi rescate!
—Sí —admitió Forkbeard, soltándole el tobillo—, desde luego que lo deseo, y lo tendré.
—¡En ese caso no me toques. Bestia! —exclamó.
—No te estoy tocando —replicó él, y se levantó.
Ella volvió la cara, negándose a mirarle. Pero le dijo:
—Dame una manta para la noche, para que pueda protegerme del frío y la humedad.
—Ve a echarte con las esclavas —repuso él.
—¡Nunca!
—Pues quédate donde estás.
Ella alzó la vista y le miró, con el pelo ensuciado y los ojos llameantes.
—Muy bien. ¡Resistiré la noche con alegría! ¡Será la última en tu cautiverio!
La muchacha que había preparado las gachas de la esclava había sido nuevamente encadenada y devuelta al hatajo.
A la joven rubia se le encomendó ahora llenar pequeños tazones de agua para las esclavas. A éstas no les apetecía mucho aquella comida sin endulzar, con aspecto de barro, de Sa-Tarna. Aun así la comieron. Una muchacha que no quería alimentarse recibió dos golpes de cuerda nudosa en la espalda, administrados por Gorm. Entonces se apresuró a comer, y bien. Las jóvenes, incluyendo a la esbelta rubia, vaciaron sus tazones e incluso los lamieron y rebañaron con los dedos humedecidos de saliva, para que no quedase ni un grano, por miedo a que Gorm, su guardián en el navío, no quedara satisfecho. Al terminar, se miraron entre ellas, temerosas, y dejaron los tazones en el suelo.
—Ven acá, moza —llamó Forkbeard.
La esbelta rubia se le acercó con presteza, e hincó las rodillas ante él.
—Dale de comer —dijo Forkbeard, señalando por encima de su hombro.
La muchacha se puso en pie y fue a llenar uno de los pequeños tazones para Aelgifu. En seguida se lo llevó.
Mientras se acercaba a Aelgifu, ésta le gritó:
—Caminas bien, Thyri. Caminas como una esclava.
La otra, llamada Thyri —aunque, en realidad, carecía de nombre, pues Forkbeard no le había dado uno—, no replicó al sarcasmo de Aelgifu.
—De rodillas —ordenó ésta.
La muchacha obedeció.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Aelgifu.
—Gachas —respondió la joven.
—Pruébalas.
Obedeciendo, furiosa, la muchacha lo hizo.
—¿Son gachas de la esclava, verdad? —inquirió Aelgifu.
—Sí —repuso la otra.
—¿Pues por qué me las has traído?
La muchacha bajó la cabeza.
—Soy libre —le recordó Aelgifu—. Llévatelas. Son para las de tu clase.
La otra no replicó.
—Cuando hayan pagado mi rescate y yo vuelva, ya no habrá más discusiones sobre quién es la más bella de Kassau.
—No —dijo la muchacha.
—Pero yo siempre fui la más bella.
Los ojos de la rubia llamearon.
—Llévate estas gachas —dijo Aelgifu—. Son para las esclavas como tú.
La joven rubia se puso en pie y dejó a Aelgifu. Forkbeard alzó la vista de su juego. Alargó la mano y cogió el tazón de la muchacha. Le dijo a Gorm:
—Devuélvela al hatajo.
Él así lo hizo, encadenándola de nuevo.
Forkbeard estaba utilizando el gambito del Hacha del Jarl, una poderosa apertura.
Estudié cuidadosamente el tablero.
Ivar Forkbeard se aproximó a Aelgifu, con el pequeño tazón de comida. Se agachó junto a ella.
—Cuando tu padre te vea mañana por la noche —dijo—, no debes de estar débil, sino con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. ¿Qué pensaría, si no, de la hospitalidad que les ofrezco a mis prisioneros?
—No tomaré las gachas de las esclavas —dijo Aelgifu.
—Las tomarás —replicó Forkbeard— o serás desnudada y puesta en el remo.
Ella le miró con horror.
—Eso no te violará, preciosa —dijo Forkbeard.
En este castigo, a la muchacha, vestida o no, se la ata firmemente a un remo, cabeza abajo, hacia la pala del mismo, con las manos a la espalda. Cuando el remo emerge del agua ella lucha por respirar, sólo para que, al poco, se sumerja otra vez. A una muchacha obstinada se la puede mantener en el remo durante horas. Sin embargo, ello comporta ciertos peligros, por cuanto el eslín marino y los tiburones blancos del norte tratan a veces de arrancar a una muchacha en tales condiciones del remo. Cuando la comida escasea, no es raro para los hombres de Torvaldsland el usar a una esclava, si se dispone de alguna en el navío, como cebo de dicha manera.
Siempre se usa a la muchacha menos agradable. Esta costumbre, claro está, anima a las esclavas a rivalizar enérgicamente para complacer a sus dueños. Un ahn en el remo es por lo común más que suficiente para hacer de la más fría y arrogante de las hembras una esclava obediente y solícita. Este castigo se considera el segundo después del látigo de cinco colas, utilizado también en el sur, en el cual el dueño instruye a la esclava con su cuerpo, de forma incontrovertible, en su esclavitud.
—Abre la boca, mi pechugona belleza —dijo Forkbeard.
Con ojos desorbitados, ella obedeció. Él echó el contenido del tazón dentro de su boca. Atragantándose, la altiva Aelgifu engulló las espesas gachas de las esclavas.
Él arrojó la taza por la popa del barco, y regresó para sentarse conmigo.
Oímos gemir a las esclavas. Miramos y vimos llorar a la esbelta rubia, su cuerpo sacudido por el llanto, cabizbaja.
—¡Cállate! —dijo una de las otras—. ¡Nos pegarán!
Gorm se acercó entonces a ella y la azotó cinco veces con su cuerda nudosa.
La muchacha ahogó sus sollozos.
—¡Sí, mi Jarl! —gimió.
Después agachó la cabeza y guardó silencio, aunque su cuerpo temblaba todavía.
Forkbeard y yo volvimos a nuestro juego.
Era el mediodía del día siguiente cuando el vigía anunció:
—¡Serpiente a estribor!
Forkbeard levantó la vista del tablero con prontitud. También sus hombres reaccionaron bruscamente. A toda prisa fueron hasta las regalas de estribor. Sin embargo, nada pudieron ver.
—¡A los bancos! —gritó Forkbeard. Sus hombres ocuparon rápidamente sus puestos; oí los remos deslizarse a medias fuera de borda.
—No desordenéis la disposición de las piezas —dijo Ivar Forkbeard, dejando el tablero. Por la cuerda anudada trepó hasta la mitad del mástil.
Me levanté. El día estaba nublado. Hoy no habían tendido la toldilla. Nada pude distinguir.
Las esclavas miraban en derredor, asustadas Gorm se metió de repente entre ellas. Comenzó a encadenarles las manos a la espalda. En cuanto lo hubo hecho, se arrodilló y les cruzó los tobillos, amarrándolos también, muy fuertemente. Si iba a haber batalla, estarían del todo indefensas; les sería completamente imposible entrometerse en lo más mínimo. Aelgifu estaba de pie, junto al mástil, todavía encadenada a él por el cuello.
—Es la serpiente de Thorgard de Scagnar —gritó Forkbeard, harto satisfecho.
—¿Es un aliado? —pregunté.
—¡No! —repuso riendo encantado—. ¡Es un enemigo!
Vi que sus hombres se sonreían el uno al otro. El enorme sujeto, el carnicero del templo, quien por lo general parecía aletargado, levantó poco a poco la cabeza. Me pareció que sus narices fulguraban. Su boca se abrió levemente y pude apreciar su dentadura.
Forkbeard ordenó entonces arrizar bien la vela, y desplegarla hasta el palo.
—Mantenedla viento en popa —ordenó. Los remos se deslizaron fuera borda. Sin control, el barco oscilaría viento en proa.
—Nos queda tiempo —dijo Forkbeard—, para otra jugada o dos.
—Aún estoy tratando de romper el gambito del Hacha de Jarl —admití.
—Cantor a Hacha dos no es una jugada muy firme —opinó Forkbeard.
Ayer, por dos veces, en largas partidas, hasta que las gaviotas de Torvaldsland se habían ido del mar y regresado tierra adentro, no había logrado encontrar el gambito.
—¡La serpiente de Thorgard nos ha visto! —vociferó el vigía, en absoluto consternado.
—Excelente —dijo Ivar—. Ahora no nos veremos obligados a tocar las trompas de aviso.
Yo sonreí.
—Háblame de Thorgard de Scagnar —dije.
—Es un enemigo —dijo Ivar Forkbeard simplemente.
—Los navíos de este Thorgard —dije— han saqueado muchas veces los barcos mercantes de Puerto Kar.
—Los barcos mercantes de Puerto Kar —repuso él sonriendo— no son los únicos distinguidos en cuanto a esto.
—Por esta razón, es tanto mi enemigo como el tuyo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Llámame Tarl.
—Es un nombre de Torvaldsland. ¿No eres de Torvaldsland?
—No.
—¿Tarl qué?
—Basta con que me llames Tarl —dije sonriendo.
—Muy bien —concedió—, pero aquí, para distinguirte de los otros del norte, conviene hacer más que eso.
—¿Cómo qué? —inquirí.
Miró mi cabello, y sonrió.
—Te llamaremos Tarl Pelirrojo —dijo.
—De acuerdo —acepté.
—Tu ciudad —preguntó—, ¿cuál es?
—Puedes considerarme uno de Puerto Kar.
—Muy bien —dijo—, pero no creo que le demos demasiada importancia a eso, ya que los hombres de Puerto Kar no son excesivamente populares en el norte.
—Los hombres de Torvaldsland —le aseguré—, no son excesivamente populares en el sur.
—A los hombres de Puerto Kar, no obstante —dijo Forkbeard— se les respeta en el norte.
—A los hombres de Torvaldsland —le dije— se les respeta de un modo parecido en el sur.
Los enemigos goreanos, si son diestros, suelen respetarse mucho entre ellos.
—Juegas bien a Kaissa. Seamos amigos.
—Tú también eres bastante hábil —le dije. A decir verdad, me había derrotado con mucho. Yo aún no había desentrenado las enrevesadas variaciones del gambito de Hacha de Jarl de tal como se lo mueve en el sur. Sin embargo, esperaba hacerlo. Nos habíamos estrechado las manos por encima de la borda.