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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (7 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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Aquí y allá se agachaba y tendía la mano para quitar un bolso de alguno de los ciudadanos más ricos. Se apoderó del bolso del villano que vestía de negro satén, y cogió de su cuello, asimismo, la cadena de plata de su cargo, la cual se ciñó en tomo a su propio pescuezo.

Luego dibujó, con el mango de su hacha, un círculo de unos seis metros de diámetro en el sucio suelo del templo.

Era un círculo de esclavas.

—¡Hembras! —gritó, señalando con la gran hacha la pared enfrente de las puertas—. ¡Pronto! ¡Contra la pared! ¡Poneos de espaldas a ella!

Amedrentadas, llorando, entre las quejas de los hombres, las hembras huyeron hacia la pared. Vi, en medio de ellas, a la muchacha rubia del chaleco escarlata, y también a la escultural joven de terciopelo negro, con las cintas de plata cruzadas sobre sus pechos. Ivar Forkbeard, a la luz del ardiente muro, inspeccionó rápidamente la hilera de mujeres. De algunas cogió joyas, pulseras, collares y anillos. A otras las privó de los bolsos que pendían de sus cintos. También arrancó el bolso de la alta muchacha rubia, y las cintas de plata que habían decorado el negro terciopelo de su vestido. Ella reculó hasta la pared. Sus pechos eran carnosos y firmes, con pezones amplios y bien definidos, de un color rosa intenso. Subían y bajaban al ritmo de su agitada respiración. A los hombres de Torvaldsland les agradan las mujeres así. A medida que recorría la fila, Forkbeard liberó a ciertas mujeres que se encontraban en ella, ordenándoles que retornaran con prontitud a sus sitios y se tendieran bajo el hacha. Agradecidas, ellas se apresuraron a hacerlo.

Así que quedaron diecinueve muchachas en la pared. Yo admiraba el gusto de Forkbeard. Eran bellezas. Mis preferencias habrían sido las mismas.

Entre ellas, desde luego, estaba la esbelta rubia del chaleco escarlata, y la más alta, ahora con su traje de terciopelo negro desgarrado.

Él arrancó la redecilla de hilo escarlata del pelo de la primera. Su melena, ahora suelta, cayó a lo largo de su espalda hasta la cintura. Luego arrancó la peineta del cabello de la otra. Su melena era aún más larga que la de su compañera. Le llegaba a la altura de las nalgas, que su vestido moldeaba con exquisita precisión.

Las diecinueve muchachas le observaban, aterradas, con ojos desorbitados, el costado derecho sus caras iluminado por las llamas.

—Id al círculo de las esclavas —dijo Ivar Forkbeard, señalándolo.

Las mujeres profirieron gritos de aflicción. El entrar en el círculo es, para una hembra, según las leyes de Torvaldsland, declararse a sí misma una esclava. Una mujer, claro está, no precisa entrar en él por voluntad propia. Puede, por ejemplo, ser arrojada a su interior, desnuda y atada. Como quiera que entre en el círculo, de él sale, según dichas leyes, como una esclava.

Diecisiete de las muchachas, gimiendo, se precipitaron en el círculo, y se apiñaron dentro de él.

Dos no lo hicieron: la esbelta rubia y la más alta.

—Soy Aelgifu —dijo esta última—. Soy la hija de Gurt de Kassau. Es administrador. Habrá dinero por mi rescate.

—¡Es cierto! —gritó un hombre, el villano que vestía de negro satén.

—Cien piezas de oro —le dijo Forkbeard, observando a la muchacha.

Ella se puso rígida.

—¡Sí! —vociferó el hombre—. Sí.

—Cinco noches a partir de esta noche —dijo Ivar Forkbeard— en el roquedal de Einar, junto a la piedra rúnica de la Torvaldsland.

Yo sabía de esta piedra. Muchos se sirven de ella para marcar la frontera entre Torvaldsland y el sur. La mayoría de habitantes de Torvaldsland, empero, supone que sus fronteras se extienden mucho más allá de la Torvaldsmark. Claro que algunos de los hombres de Torvaldsland consideran que Torvaldsland se halla dondequiera que varen sus navíos, en tanto que lleven su tierra y sus espadas con ellos.

—¡Sí! —repitió el hombre—. Llevaré el dinero a este lugar.

—Ve al círculo de las esclavas —le dijo Ivar Forkbeard a la muchacha alta—, pero no entres en él.

—Sí —repuso ella, corriendo hasta su borde.

—La pared del templo no resistirá mucho más —advirtió uno de los hombres de Forkbeard.

Éste miró entonces a la esbelta muchacha rubia. Ella levantó los ojos y le miró a él, descaradamente.

—Mi padre es más pobre que el de Aelgifu —dijo—, pero también para mí habrá rescate.

Él sonrió con lascivia.

—Tú eres demasiado bella para que pida un rescate —dijo.

Ella le miró con horror. En la multitud oí a un hombre y una mujer gritar de aflicción.

—Ve al círculo y entra en él —ordenó Forkbeard.

Ella irguió la cabeza.

—No. Yo soy libre. Jamás consentiré en ser una esclava. ¡Antes prefiero la muerte!

—Muy bien —rió Forkbeard—. Ponte de rodillas.

Sobrecogida, ella lo hizo, titubeando.

—Agacha la cabeza, échate el pelo hacia delante, descubriendo el cuello.

Ella obedeció. Él levantó la gran hacha.

Ella gritó de improviso, se lanzó a sus pies y le aferró los tobillos.

—¡Ten piedad de una esclava! —sollozó.

Ivar Forkbeard prorrumpió en carcajadas, se agachó, la alzó por el codo, su enorme puño cerrado en tomo a su brazo, y de un empujón la mandó, dando traspiés, al interior del círculo.

—La pared se desplomará en seguida —dijo uno de los hombres.

Yo podía ver el fuego propagándose también por el techo.

—¡Esclavas! —ordenó Ivar Forkbeard ásperamente—. ¡Desnudaos!

Sollozando, las muchachas se quitaron los vestidos. Vi que la llorosa y esbelta rubia era increíblemente bella. Sus piernas, sus muslos tersos y húmedos de sudor, su liso vientre, su pubis, cubierto de un fino vello rubio que insinuaba su sexo, y sus pechos, con erectos pezones, eran maravillosos. Y también su cara era hermosa, sensible e inteligente. Le envidié a Forkbeard su trofeo.

—Encadenadlas —ordenó.

—Oigo reunirse a los del pueblo —dijo uno de los hombres que estaba en la puerta.

Dos de los hombres de Torvaldsland llevaban, del hombro izquierdo hasta la cadera derecha, para que les estorbara menos el brazo de este lado, una cadena formada por manillas de esclavo; cada par de manillas se hallaba empalmado por cada extremo a una de las manillas del otro par, componiendo así, todas ellas, un círculo. Ahora deslabonaron esta cadena de manillas, y, uno por uno, deshicieron los pares, ciñéndolos en las estrechas muñecas, detrás de las espaldas, de las hembras cautivas, esclavas ya. Algunas de ellas gritaban de dolor cuando los grillos, al cerrarse, les laceraban las muñecas.

Ivar Forkbeard contemplaba a Aelgifu.

—Encadenadla también a ella —dijo. La encadenaron.

El fuego ya se había extendido ampliamente por el techo y había hecho presa en otra pared, cerca de la baranda, en la que antes habían estado las mujeres.

Cada vez era más difícil respirar en el templo.

—Ensogad a las hembras —dijo Forkbeard.

Con un largo rollo de soga las diecinueve muchachas fueron rápidamente atadas, cuello contra cuello.

Aelgifu, vestida, encabezaba el hatajo. Ella era libre. Las demás sólo eran esclavas.

Los travesaños que atrancaban las puertas fueron desalojados, pero éstas no se abrieron.

Los hombres de Torvaldsland se esforzaban por sostener sus cargas. El oro no es liviano.

—Utilizad a las esclavas —dijo Forkbeard, colérico. Con rapidez, se ataron ristras de copas, ciriales y sacos de láminas, improvisados con mantos. Al poco, también ellas fueron abundantemente cargadas. Varias se tambaleaban bajo el peso de las riquezas que acarreaban.

—En el norte, mis preciosas muchachas —les aseguró Ivar Forkbeard—, las cargas que llevaréis serán más prosaicas: haces de madera para las hogueras, cubos de agua para la casa, cestos de estiércol para los campos.

Ellas le miraron horrorizadas, comprendiendo entonces cuál sería la índole de sus vidas.

Y, por la noche, claro está, servirían en los banquetes de sus dueños, acarreando y llenando los grandes cuernos, y deleitándoles con la suavidad de sus cuerpos entre las pieles.

—Estamos listos para partir —dijo uno de los hombres.

Yo podía oír a las furiosas gentes del pueblo, afuera.

—Nunca nos llevarás al barco —afirmó la esbelta muchacha.

—Cállate, esclava —repuso Ivar Forkbeard.

—Mi esclavitud no durará mucho —replicó ella, riendo.

—Veremos —concluyó Forkbeard, riendo también.

Entonces echó a correr, casi a través de las llamas, hasta el elevado altar del templo de Kassau. De un solo salto alcanzó su cima. Entonces, con la bota y el hombro, hizo bambolearse el enorme círculo de oro que la coronaba. Éste se movió inestablemente, balanceándose de un lado a otro, y luego se desplomó del altar, golpeó los escalones y se rompió en pedazos.

No era más que un revestimiento de oro en una rueda de arcilla.

La gente de Kassau, dentro del ardiente templo, prorrumpió en sobrecogidas exclamaciones. Creían que el círculo era de oro macizo.

De pie sobre los rotos fragmentos del círculo, Ivar Forkbeard gritó, con el hacha en alto, al igual que su mano izquierda:

—¡Loado sea Odín! —Y después, echándose el hacha al hombro, sujetándola allí con la mano izquierda, volvió la cara hacia Sardar y levantó el puño. No era solamente un signo de desafío a los Reyes Sacerdotes, sino el puño, el signo del martillo. Era el signo de Thor.

—¡No podemos cargar con más! —gritó uno de sus hombres.

—Ni queremos —repuso Ivar, riendo.

—¿El círculo?

—Déjalo para que la gente lo vea. ¡No es más que oro sobre una rueda de arcilla!

Se volvió hacia mí.

—Quiero embarcarme para Torvaldsland —dije—. Cazo bestias.

—¿Kurii? —preguntó.

—Sí.

—Estás loco.

—Menos loco, supongo, que Ivar Forkbeard.

—El mío no es un barco de pasajeros.

—Yo juego a Kaissa.

—El viaje al norte será largo.

—Soy hábil en el juego —repliqué—. A menos que seas bastante bueno, te venceré.

Oíamos a la gente gritar en el exterior. Oí crujir una de las vigas del techo. El crepitar de las llamas era ensordecedor.

—Moriremos en el templo si no lo abandonamos pronto —dijo uno de los hombres. De todos los que nos hallábamos en el templo, creo que sólo yo, Ivar Forkbeard y el gigante que había luchado con tanto frenesí, no parecíamos preocupados.

Él ni siquiera parecía darse cuenta de las llamas.

—Yo también soy hábil en el juego —dijo Ivar Forkbeard—. ¿Eres verdaderamente bueno?

—Soy bueno —dije—. Si lo soy tanto como tú, no lo sabremos hasta que juguemos.

—Cierto —admitió Forkbeard.

—Me reuniré contigo en tu barco.

—De acuerdo.

Luego se volvió hacia uno de sus hombres.

—Mantén cerca de mí las monedas traídas por los pobres al templo como ofrendas —le dijo. Ahora éstas habían sido colocadas en un grande y sencillo tazón.

—Sí, capitán —dijo el hombre.

La pared trasera del templo también fue pasto de las llamas. Oí crujir otra viga del techo.

Había chispas en el aire. Me quemaban la cara. Las esclavas, cuyos cuerpos estaban expuestos a ellas, gritaban de dolor.

—¡Abrid la otra puerta! —vociferó Ivar Forkbeard. Dos de sus hombres la abrieron de un golpe. Histéricamente, en tropel, los vecinos de Kassau que, aterrados y llorosos, habían estado tumbados boca abajo huyeron por la puerta.

Ivar les permitió abandonar del templo.

—¡Están saliendo! —gritó una voz desde el exterior. Oímos a hombres enfurecidos correr hasta la puerta, gente volviéndose, movimientos de cadenas, mayales y rastrillos.

—¡Salgamos ahora! —exclamó Ivar Forkbeard.

—Jamás nos llevaréis hasta el barco —presumió la muchacha esbelta.

—Ahora os daréis prisa, preciosas esclavitas, y tú también, mi encantadora pechugona —dijo Ivar, señalando a Aelgifu—, u os separaré del hatajo cortándoos la cabeza. Abrid la puerta —ordenó.

Abrieron la puerta de par en par.

—¡Al navío! ¡Deprisa, preciosas! —dijo riéndose, pegando fuertemente a la esbelta rubia, y a otras, con la palma de la mano, en las nalgas y los muslos. También sus hombres, con las muchachas en medio de ellos, se abrieron camino a empujones a través de la puerta.

—¡Están saliendo! —gritó una voz, un campesino, al vemos.

Pero muchos de los que se hallaban entre la multitud abrazaban a sus parientes y amigos a medida que éstos se escabullían por la otra puerta. Rápidamente, por la enfangada calle que conducía al muelle, a grandes zancadas pero sin correr, avanzaban Ivar Forkbeard y sus hombres, con su botín, tanto de carne de hembra como de oro. Muchos de los campesinos, pescadores y otros menesterosos, que no habían encontrado lugar en el templo, se dieron la vuelta. Varios de ellos comenzaron a perseguimos, blandiendo mayales y grandes guadañas. Algunos llevaban cadenas, otros azadas.

Carecían de mando.

Como lobos, gritando y bramando, los puños en alto, corrieron detrás nuestro. Entonces una piedra cayó entre nosotros, y otra.

A ninguno de ellos le importaba abalanzarse sobre las hachas de los hombres de Torvaldsland.

—¡Salvadnos! —chillaba la esbelta rubia—. ¡Vosotros sois los hombres! ¡Salvadnos!

Ante los gritos, muchos de los hombres semejaron envalentonarse, y nos ganaron terreno, pero no hubo más que blandir las hachas para mantenerles atrás.

—¡Juntaos! —oímos—. ¡Atacad! —Vimos a Gurt, de negro satén, alentándolos.

Habían carecido de jefe. Ahora disponían de uno.

Ivar Forkbeard agarró entonces a Aelgifu del pelo y la hizo volverse, de manera que nuestros perseguidores pudieran verla.

—¡Alto! —les gritó Gurt.

El filo del hacha estaba en la garganta de Aelgifu; la cabeza de la joven estaba torcida hacia atrás, bajo la presa de Forkbeard. Éste sonrió amenazador a Gurt.

—¡Alto! —dijo Gurt, gimiendo, confundido—. ¡No luchéis con ellos! ¡Dejadles marchar!

Ivar Forkbeard soltó a Aelgifu, y de un violento empujón la mandó dando traspiés delante de él.

—¡ Deprisa! —gritó a sus hombres; y luego a las encadenadas esclavas—: ¡Deprisa, macizas!

Tras de nosotros oíamos desplomarse el tejado del templo. Miré hacia atrás. El humo manchaba el cielo.

A unos cien metros del muelle vimos a una turba enfurecida, acaso doscientos hombres, que bloqueaban el paso. Llevaban garfios, arpones, incluso palos afilados. Algunos tenían ganchos para cajas, escoplos y palancas de hierro.

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