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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (6 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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Entonces el iniciado se levantó de su trono, anduvo lentamente hasta el altar y subió los escalones. Se inclinó tres veces ante Sardar y luego volvió la cara hacia la congregación.

—Que entren al recinto de los Reyes Sacerdotes —dijo.

Ahora llegaron hasta mí, procedentes del exterior, los cantos y las salmodias de los iniciados. Doce de ellos habían bajado hasta el navío, con cirios, para escoltar el cuerpo de Ivar Forkbeard hasta el templo. En estos momentos entraban dos, portando cirios. Todos los ojos se esforzaban por ver la procesión, que ahora, despaciosamente, cantando los iniciados, penetraban en el templo repleto de incienso.

Entraron cuatro hombretones de Torvaldsland, cabizbajos, con trenzadas melenas, barbudos. En los hombros transportaban una plataforma de lanzas entrecruzadas, sobre la cual, cubierto con un sudario blanco, yacía un cuerpo, un enorme cuerpo. Ivar Forkbeard, pensé para mis adentros, debía de haber sido un hombre muy alto.

—Quiero verle —susurró la muchacha rubia a la mujer con quien estaba.

—¡Silencio! —la acalló ésta.

Yo soy de elevada estatura y no me costaba mirar por encima de las cabezas de muchos de la multitud.

Así que éste es el final, pensé para mí, del gran Ivar Forkbeard.

Ser ungido por el Sumo Iniciado era su última voluntad, que ahora, tenaz y lealmente, sus afligidos hombres llevaban a cabo.

De alguna forma yo lamentaba que hubiera muerto.

Los iniciados, salmodiando, entraron en fila al templo, con sus cirios. Los iniciados que estaban ya en el interior les hicieron coro. Detrás de la plataforma de lanzas desfilaba la tripulación de Forkbeard, sin armas, escudos ni cascos. Yo sabía que no estaba permitido llevar armas al templo de los Reyes Sacerdotes.

Tenían el aire de perros apaleados. No eran como yo había esperado que fuesen los hombres de Torvaldsland.

—¿Ésos son de veras hombres de Torvaldsland? —preguntó la joven rubia, claramente decepcionada.

—Calla —le dijo la mujer mayor—. Muestra respeto por este lugar, por los Reyes Sacerdotes.

—Había pensado que serían de otra manera.

—Calla.

—Muy bien —repuso la joven, malhumorada—. Qué alfeñiques parecen.

Para el asombro de la muchedumbre, a una señal del Sumo Iniciado de Kassau, dos iniciados inferiores abrieron la puerta a la baranda blanca.

Otro iniciado, pulcro y rechoncho, untuosa su rapada cabeza, brillante a la luz de los cirios, se acercó, portando un pequeño recipiente de oro lleno de crisma, a cada uno de los cuatro hombres de Torvaldsland e hizo en sus frentes el signo de los Reyes Sacerdotes, el círculo de la eternidad.

La multitud profería exclamaciones de asombro. Era un increíble honor el que se les hacía a esos hombres, que pudieran transportar por sí mismos el cuerpo de Ivar Forkbeard hasta los elevados escalones del gran altar. Era el crisma de la autorización provisional, que, en las doctrinas de los iniciados, le permiten a alguien no consagrado al servicio de los Reyes Sacerdotes penetrar en el sagrario. En cierto sentido se considera ungimiento, si bien uno de inferior, y de eficacia provisional. Se usó por primera vez en los santuarios de camino, para permitirles el acceso a las autoridades civiles y la ejecución de los fugitivos que se hubieran refugiado en los altares. También se utiliza para los trabajadores y los artistas a los que puede emplearse para ejercer su oficio en el recinto, con objeto de mejorar el templo y glorificar a los Reyes Sacerdotes.

El cuerpo de Ivar Forkbeard no se hallaba ungido mientras era llevado a través de la puerta de la baranda.

Los finados no precisaban de ungimiento para acceder al sagrario. Sólo los vivos, se cree, pueden profanar lo sagrado.

Los cuatro hombres de Torvaldsland subieron el enorme cuerpo de Ivar Forkbeard hasta el altar. Entonces, aún bajo su blanco sudario, lo depositaron cuidadosamente en el escalón más alto.

Tras esto, los cuatro hombres retrocedieron, dos por banda, con las cabezas gachas. El Alto Iniciado comenzó entonces a entonar una compleja plegaria en goreano arcaico, a la cual, de vez en cuando, los iniciados responseaban al unísono. En cuanto el iniciado concluyó su plegaria, los demás de su casta acometieron un solemne himno, mientras el iniciado principal, en el altar, de espaldas a la congregación, empezaba a preparar, con palabras y signos, el óleo de los Reyes Sacerdotes, para el ungimiento de los restos de Ivar Forkbeard.

Cerca del frente del templo, detrás de la baranda, e incluso ante las dos puertas del mismo, junto a los grandes travesaños que las cerraban, permanecían los hombres de Forkbeard. Muchos de ellos eran gigantes, habituados al frío, avezados a la guerra y a la labor del remo, criados desde la juventud en abruptas y aisladas granjas junto al mar, endurecidos por el trabajo, la carne y los cereales. Estos hombres, desde la juventud, en fatigosos juegos, habían aprendido a correr, saltar, nadar, arrojar la lanza, manejar la espada y el hacha, a resistir impávidos ante el acero. Tales hombres serían los más duros entre los más duros, ya que sólo el más recio, el más veloz y el más experto podría ganarse un puesto en el barco de un capitán, y el hombre lo bastante colosal para dar órdenes a hombres semejantes debía de ser el primero y el más potente entre ellos, puesto que los hombres de Torvaldsland no querrían obedecer a ningún otro; y este hombre había sido Ivar Forkbeard.

Pero Ivar Forkbeard había traicionado a los antiguos dioses al acudir en la muerte al templo de los Reyes Sacerdotes para que ungieran sus restos con los óleos sagrados.

Me fijé en uno de los hombres de Torvaldsland. Era de increíble estatura, acaso unos dos metros y medio, y tan ancho como un bosko. Tenía una abundante melena, y su piel semejaba grisácea. Su mirada era vaga y fija, y tenía los labios entreabiertos. Me parecía aturdido, como si no viera u oyera nada.

Ahora el Sumo Iniciado se volvió hacia la congregación. Llevaba en las manos la cajita redondeada, de oro, en la cual se guardaba el óleo de los Reyes Sacerdotes. A sus pies yacía el cuerpo de Ivar Forkbeard.

La muchedumbre se sentó; respirando apenas, alzando las cabezas, atentos, observaron al Sumo Iniciado de Kassau. Vi a la muchacha rubia de puntillas, con sus zapatos negros, atisbando por encima de los hombros de las mujeres que había delante de ella. Sobre el estrado, los hombres de importancia y sus familias observaban asimismo al Sumo Iniciado.

—¡Loados sean los Reyes Sacerdotes! —vociferó el Sumo Iniciado.

—Loados sean los Reyes Sacerdotes —respondieron los iniciados.

Fue en aquel momento, y sólo en aquel momento, cuando detecté en el enjuto e inexpresivo rostro del Sumo Iniciado de Kassau una levísima sonrisilla de triunfo.

Se agachó, sobre una rodilla, con la cajita del óleo en la mano izquierda, y retiró con la derecha la holgada y blanca mortaja que ocultaba el cuerpo de Ivar Forkbeard.

Sin duda, fue el Sumo Iniciado de Kassau quien primero lo supo. Pareció helarse. Los ojos de Forkbeard se abrieron y le sonrió burlón.

Con un rugido de risa, arrojando de sí la mortaja, para el horror del Sumo Iniciado, los demás iniciados y la congregación entera, Ivar Forkbeard, con sus casi dos metros diez de altura, se puso en pie de un salto, empuñando en la mano derecha una enorme y curvada hacha de acero, de un solo filo.

—¡Loado sea Odín! —gritó.

Y entonces con su hacha, de un solo mandoble, salpicando de sangre las láminas de oro, seccionó la cabeza del cuerpo del Sumo Iniciado de Kassau, y de un brinco se encaramó al mismísimo altar.

Echó la cabeza atrás con una rugiente risa salvaje, la ensangrentada hacha en su mano.

Oí cómo colocaban en sus encajes los travesaños de las dos puertas, encerrando dentro a la gente. Vi cómo los hombres de Torvaldsland se desprendían de sus mantos, y empuñaban enormes hachas en ambas manos. De pronto vi que el hombrón de Torvaldsland, el de increíble estatura, parecía volver en sí, los ojos salvajes, aullando, las venas destacándose en su frente, la boca babeante, repartiendo mandobles a su alrededor casi a ciegas con una enorme hacha.

Ivar Forkbeard seguía en el elevado altar.

—¡Los hombres de Torvaldsland han caído sobre vosotros! —gritó.

3. CONOZCO A IVAR FORKBEARD Y ME EMBARCO EN SU NAVÍO

El griterío me perforaba los oídos.

Los cuerpos a la desbandada, profiriendo chillidos, casi me hicieron perder el equilibrio.

Agucé los ojos para ver a través de las nubes de incienso que saturaban el templo.

Olía a sangre.

Gritó una muchacha.

Las gentes, mercaderes, ricos y pobres, pescadores y porteadores, huyeron hacia las grandes puertas, para que allí los derribaran a hachazos. Recularon hasta el centro del templo, se apretujaron unos contra otros. Las hachas comenzaron a cortar en medio de ellos. Oía los ásperos gritos de guerra de Torvaldsland. Oía cómo arrancaban las láminas de oro de las columnas cuadradas. El sagrario estaba sembrado de iniciados muertos, despedazados muchos de ellos. Otros, apiñándose, se arrodillaban junto a las paredes. Los cuatro muchachos que habían cantado durante la ceremonia se abrazaban entre ellos, lloriqueando como chiquillas. Desde el elevado altar, de pie sobre él, Ivar Forkbeard dirigía a sus hombres.

—¡De prisa! —vociferaba—. ¡Recoged lo que podáis!

—¡De rodillas bajo el hacha! —gritó uno de los villanos de Kassau, que vestía de negro satén, con una cadena de plata en tomo al cuello. Supuse que sería el administrador del pueblo.

Todos, obedientemente, comenzaron a ponerse de rodillas en el inmundo suelo del templo, gachas las cabezas.

Vi dos hombres de Torvaldsland que cargaban sus mantos de láminas de oro y recipientes del sagrario, arrojándolos dentro de las pieles como hierro y hojalata.

Un pescador se agachó, aterrado, junto a mí. Uno de los hombres levantó el hacha para herirle. Yo frené el hacha mientras descendía y la sujeté. El guerrero de Torvaldsland me miró, sobrecogido. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. En su garganta había la punta de la espada de Puerto Kar.

No está permitido llevar armas en el templo de los Reyes Sacerdotes, pero Kamchak de los Tuchuks me había enseñado, en un banquete en Turia hacía mucho tiempo, que allí donde no se puede llevar armas, es mejor llevarlas.

—Ponte de rodillas bajo el hacha —le dije al pescador.

Él lo hizo.

Solté el hacha del hombre de Torvaldsland y quité mi espada de su garganta.

—No le hieras —le dije.

Él retiró su hacha y retrocedió, sin dejar de mirarme, asustado, cauteloso.

—¡Recoge el botín! —gritó Forkbeard—. ¿Estás esperando la cosecha de Sa-Tarna?

El hombre se alejó y comenzó a arrancar las colgaduras de oro de las paredes.

Veía, a unos seis metros de mí, al gigante, quien, bramando, asestaba hachazos a la gente arrodillada, que gritaba y trataba de huir a rastras. La enorme espada se hundía y cortaba, se alzaba bruscamente y volvía a tajar. Veía los descomunales músculos de sus desnudos brazos, prominentes y nudosos. La saliva brotaba de su boca. Un hombre yacía casi partido en dos.

—¡Rollo! —gritó Forkbeard—. ¡La batalla ha terminado!

El gigante de la cara grisácea se quedó súbita y anormalmente quieto, la enorme y curvada hoja suspendida sobre un hombre que lloriqueaba. Levantó la cabeza lentamente y la giró, con idéntica lentitud, hacia el altar.

—¡La batalla ha terminado! —repitió Forkbeard.

Dos hombres de Torvaldsland cogieron entonces al gigante de los brazos, bajaron su hacha y, poco a poco, lo apartaron de la gente. Él se dio la vuelta y los miró de nuevo; ellos se encogieron, presos del terror. Mas él no parecía reconocerlos. De nuevo sus ojos semejaban ausentes. Se volvió y caminó despacio, llevando su hacha, hacia una de las puertas del templo.

—Los que quieran vivir —gritó Forkbeard—, que se tiendan boca abajo.

La gente del templo, muchos de ellos salpicados de la sangre de sus vecinos, algunos gravemente heridos, temblando, se echaron en el suelo boca abajo; quedaron tendidos entre muchos de sus propios muertos,

Yo no me tumbé con ellos. En otro tiempo había formado parte de los guerreros.

Seguí de pie.

Los hombres de Torvaldsland se volvieron hacia mí.

—¿Por qué no te tiendes bajo el hacha, forastero? —vociferó Forkbeard.

—No estoy fatigado —le dije.

Forkbeard se echó a reír.

—Es una buena razón —dijo—. ¿Eres de Torvaldsland?

—No.

—¿Eres de los guerreros?

—Quizá en otro tiempo.

—Veremos —dijo Forkbeard. Luego le dijo a uno de sus hombres—: Dame una lanza.

Le fue entregada una de las lanzas que habían formado la plataforma sobre la cual le transportaron.

De improviso oí tras de mí un grito de guerra de Torvaldsland.

Me volví y me puse en guardia bruscamente, midiendo al instante la distancia del hombre, y giré de nuevo para desviar de mi cuerpo, antes de que pudiera atravesarlo, la lanza que Ivar Forkbeard había arrojado. Debía de acertarse detrás de la punta con un veloz golpe de antebrazo. La lanza torció su trayectoria y se estrelló contra la pared del templo, a quince metros tras de mí. En el mismo momento ya había vuelto a girar, en la posición de guardia, para enfrentarme al hombre del hacha. Éste se detuvo en seco y miró a Ivar Forkbeard. Yo hice lo propio.

Él sonrió burlón.

—Sí —dijo—, en otro tiempo quizá fuiste de los guerreros.

Miré al hombre que estaba a mi espalda, y a los demás. Éstos alzaron sus hachas en la mano derecha. Era un saludo de Torvaldsland. Escuché sus vítores.

—Él sigue en pie —dijo Ivar Forkbeard.

Envainé mi espada.

—¡Deprisa! —gritó a sus hombres—. ¡Deprisa! ¡La gente del pueblo se reunirá!

Rápidamente, desclavando láminas de oro de las paredes, arrancando colgaduras e incluso lámparas de sus cadenas, llenando sus mantos de cálices y platos, los hombres de Torvaldsland despojaron el templo de todo cuanto pudieron desprender y llevar. Ivar Forkbeard saltó del altar y comenzó, airadamente, a arrojar recipientes de óleos consagrados contra las paredes de detrás del sagrario. Luego cogió un estante de cirios y lo lanzó contra la pared. El fuego pronto prendió en las maderas del sagrario.

Forkbeard saltó entonces la baranda del sagrario y caminó resueltamente por entre la gente tumbada, mientras la pared que miraba a las Sardar era devorada por las llamas, iluminando el interior del templo.

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