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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (4 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¿Qué ocurre? —pregunté.

Entonces otro se adelantó. Era Ho-Hak, el rencero de los pantanos. Su faz estaba pálida. Ya no llevaba ceñido en torno a su cuello el collar de esclavo de las galeras, con una breve y colgante cadena. Había sido un esclavo de raza, un exótico. Tenía grandes orejas; le habían criado así como un capricho de coleccionista. Pero había matado a su dueño, rompiéndole el cuello, y huido. Capturado nuevamente, fue condenado a las galeras; pero había vuelto a escapar, matando a seis hombres en la huida. Al final había logrado internarse en los pantanos, en el inmenso delta del Vosk, donde fuera acogido por renceros, quienes viven en islas trenzadas con juncos de rence, en el delta. Se había convertido en el jefe de uno de tales grupos, y era muy respetado en el delta. Había contribuido a introducir el gran arco entre los renceros, el cual los situó al mismo nivel militar que los portokarenses, quienes hasta entonces les habían perseguido y explotado. Ahora los arqueros renceros eran utilizados por ciertos capitanes de Puerto Kar como auxiliares.

Ho-Hak no dijo palabra, pero arrojó en la mesa un brazal de oro.

Estaba ensangrentado.

Yo conocía bien el brazal. Había pertenecido a Telima, quien había huido a los pantanos cuando yo resolviera buscar a Talena en los bosques del norte,

—Telima —dijo Ho-Hakak.

—¿Cuándo ocurrió? —pregunté.

—Hará cosa de cuatro ahns —respondió Ho-Hakak. Luego se volvió hacia otro rencero, uno que estaba a su lado—. Habla —le dijo.

—Vi poco —dijo—. Había un tarny una bestia. Oí el grito de la mujer. Impulsé con la pértiga mi embarcación de rence hacia allí, con el arco preparado. Oí otro grito. El tarn levantó el vuelo, a poca altura, por encima del rence, con la bestia sobre él, encorvada, peluda. Encontré la embarcación de rence de la muchacha, con la pértiga flotando cerca. Estaba completamente ensangrentada. También encontré el brazal.

—¿El cuerpo? —pregunté.

—El tharlarión rondaba por allí —dijo el rencero.

Asentí con la cabeza.

Me preguntaba si la bestia habría atacado por hambre. En la casa de Cernus una bestia semejante se había alimentado de carne humana. Para ellas, sin lugar a dudas, no era muy diferente de lo que la carne de venado sería para nosotros.

Igualmente, puede que el cuerpo no fuera recobrado. Habría sido medio devorado, hecho pedazos. Era probable, asimismo, que hubiera dado los restos al tharlarión.

—¿Por qué no mataste a la bestia, o heriste al tarn? —inquirí.

El gran arco era capaz de tales acciones.

—No tuve oportunidad.

—¿En qué dirección emprendió el vuelo el tarn?

—Hacia el noroeste.

Estaba convencido de que el tarn seguiría la costa. Es extremadamente difícil, si no imposible, hacer volar a un tarn desde donde se aviste tierra. Va contra su destino. En la batalla del 25 de Se'Kara habíamos empleado tarns en el mar, pero los habíamos mantenido bajo las cubiertas en buques de carga hasta que dejamos de ver tierra. Curiosamente, una vez los soltamos, no hubo dificultad en manejarlos. Habían cumplido eficazmente en la batalla.

Miré a Samos.

—¿Qué sabes tú de este asunto? —le pregunté.

—Sólo sé lo que me han contado.

—Describe a la bestia —le pedí al rencero.

—No la vi con claridad —admitió.

—Sólo pudo haber sido una de las Kurii —intervino Samos.

—¿Las Kurii? —pregunté.

—La palabra es una corrupción goreana del nombre para sí mismas, para su especie —explicó Samos.

—En Torvaldsland —dijo Tab— esta palabra significa «bestia».

—Es interesante —dije. Si Samos tenía razón, entonces no parecía inverosímil que tales animales no fueran desconocidos en Torvaldsland, por lo menos en ciertas áreas, tal vez remotas.

El tarn habría volado al noroeste. Cabe presumir que seguiría la costa norte, puede que por encima de los bosques, puede que hasta las mismas desoladas costas de la sombría Torvaldsland.

—¿Tú supones, Samos, que la bestia mató por hambre?

—Habla —le dijo Samos al rencero.

—La bestia —dijo éste—, había sido vista anteriormente, dos veces, en islas de rence abandonadas y medio podridas, al acecho.

—¿Se alimentó? —pregunté.

—No de quienes vivimos en los pantanos.

—¿Tuvo oportunidad?

—Más o menos como cuando efectuó su ataque.

—¿La bestia atacó una vez, y una vez tan sólo?

—Sí.

—¿Samos? —pregunté.

—El ataque —dijo Samos— parece deliberado. ¿Quién más llevaba un brazal de oro en los pantanos?

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué?

—Según parece los asuntos mundanos siguen afectándote.

—¡Está tullido! —exclamó Luma—. ¡Habláis de un modo extraño! ¡Él nada puede hacer! ¡Marchaos!

Yo agaché la cabeza.

Sentí mis puños cerrados en la mesa. De pronto experimenté un pavoroso júbilo.

—Id a buscar una copa —dije.

Me trajeron una copa. Era de pesado oro. La tomé en mi mano izquierda. Lentamente, la aplasté.

La arrojé lejos de mí.

Los de mi casa retrocedieron, aterrados.

—Voy a partir —dijo Samos—. Hay trabajo que hacer en el norte. Iré a buscar la venganza.

—No, Samos —dije—. Partiré yo.

Quienes me rodeaban profirieron exclamaciones de asombro.

—No podéis partir —susurró Luma.

—Telima fue mi mujer en otro tiempo. Me corresponde a mí buscar la venganza.

—¡Estáis tullido! ¡No podéis moveros!

—Hay dos espadas sobre mi lecho —le dije a Thumock— Una es sencilla, con la empuñadura desgastada; la otra es exquisita, con la empuñadura incrustada de joyas.

—Las conozco.

—Tráeme presto el acero de Puerto Kar, el dotado de joyas en la empuñadura.

Thurnock salió raudo de la estancia.

—Quisiera tomar paga —dije—. Y traedme la roja carne de bosko.

Henrius y Clitus abandonaron la mesa.

Me trajeron la espada. Era un arma imponente. La había llevado el 25 de Se'Kara. Tenía la hoja grabada.

Tomé la copa, llena de ardiente paga. No había tomado paga desde que retornara de los bosques norteños.

—Ta—Sardar—Gor —dije, derramando una libación sobre la mesa. Entonces me levanté.

—¡Se tiene en pie! —gritó Luma—. ¡Se tiene en pie!

Eché la cabeza atrás y apuré el paga de un trago. Trajeron la carne, roja y caliente, y la desgarré con los dientes; los jugos fluyeron por las comisuras de mi boca.

La sangre y el paga eran cálidos y oscuros dentro de mí. Arrojé la copa de oro. Desgarré la carne y la terminé.

Me ceñí en el hombro izquierdo la correa de la vaina.

—Ensilla un tarn —le dije a Thurnock.

—Sí, capitán —susurró.

—Más paga —ordené. Me trajeron otro recipiente—. Brindo por la sangre de las bestias.

Entonces apuré la copa y la arrojé lejos de mí.

Con un alarido de furia asesté un golpe a la mesa con el canto de los puños, destrozando las tablas. Arrojé a un lado la manta y la silla de capitán.

—No vayas —dijo Samos—. Puede ser un ardid para atraerte a una trampa.

Le sonreí.

—Claro —dije—. Para aquellos con quienes nos enfrentamos, Telima carece de importancia. —Le miré fijamente—. Es a mí al que quieren. No les privaré de su oportunidad.

Me volví y caminé a grandes pasos hacia la puerta de la sala. Luma retrocedió a mi paso, la mano ante la boca. Advertí que sus ojos eran intensos, y muy hermosos. Estaba aterrada.

—Sígueme hasta mi lecho —le ordené.

—Soy libre —musitó.

—Ponle el collar —le dije a Thurnock— y mándala a mi lecho.

Su mano se cerró en el brazo de la rubia y flaca escriba.

—Clitus —dije—, manda a Sandra, la bailarina, igualmente a mi lecho.

—La pusisteis en libertad, capitán —me recordó Clitus, sonriente.

—Ponle el collar —le dije.

—Sí, capitán —obedeció. Bien me acordaba de Sandra, con sus negros ojos, su piel tostada y altos pómulos. La deseaba.

Hacía mucho que tuviera a una mujer.

—Tab —llamé.

—Sí, capitán.

—Las dos hembras han sido liberadas hace poco. Así pues, tan pronto como lleven el collar, oblígalas a beber el vino de los esclavos.

—Sí, capitán —repuso Tab, con una sonrisa burlona.

El vino de los esclavos es amargo a propósito. Sus efectos se prolongan más de un mes goreano. No quería que las hembras quedasen preñadas. A una esclava sólo se la abstiene del vino de los esclavos cuando es intención de su dueño el que procree.

—¿El tarn, capitán? —preguntó Thurnock.

—Ensíllalo —le dije—. Partiré enseguida para el norte.

—Sí, capitán —dijo.

2. EL TEMPLO DE KASSAU

El incienso me escocía en las narices.

En el templo hacía un calor sofocante y se estaba apretujado. Había cuerpos apiñados por doquier. Costaba trabajo ver debido a las nubes de incienso que saturaban el aire.

El Sumo Iniciado de Kassau se sentaba, inmóvil, con sus vestiduras blancas y su mitra, en el trono a la diestra, tras la blanca baranda que separaba el sagrario de los Iniciados del área comunal de la nave, en donde los que no habían sido ungidos por el óleo de los Reyes Sacerdotes debían de permanecer.

Oí a una mujer que sollozaba de emoción a mi derecha.

—Glorificados sean los Reyes Sacerdotes —repetía incansable para sí, cabeceando.

Junto a ella, fastidiada, encontrábase una rubia y esbelta joven, que miraba en torno suyo. Su cabello estaba recogido en una redecilla de hilo escarlata, entretejida de hebras doradas. Sobre el hombro lucía un cuello de piel blanca, de eslín del mar del norte. Llevaba un chaleco escarlata, bordado en oro, sobre una blusa de mangas largas, de lana de la distante Ar, así como una holgada falda de la misma materia, teñida de rojo, ceñida por un cinto negro con hebilla de oro, labrado en Cos. Llevaba zapatos de pulido cuero negro, que se plegaban alrededor de sus tobillos, atados con lazo doble, primero al través del empeine y luego en torno al tobillo.

Se apercibió que la observaba, y apartó la mirada.

También había otras muchachas entre el gentío. En las aldeas del norte, en los pueblos del bosque y al norte de la costa, las mujeres no se cubrían con velos, como es frecuente en las ciudades del sur.

Kassau es la sede del Sumo Iniciado del norte, quien reclama la soberanía espiritual sobre Torvaldsland, cuya entrada se ubica, generalmente, allí donde los árboles comienzan a ralear. Esta reclamación, como muchas de los iniciados, es discutida por pocos e ignorada por la mayoría. Yo sé que los hombres de Torvaldsland, por regla general, en tanto que se inclinan a respetar a los Reyes Sacerdotes, no les otorgan una veneración especial. Se aferran a antiguos dioses y a antiguas costumbres. La religión de los Reyes Sacerdotes, institucionalizada y ritualizada por la casta de los Iniciados, había hecho pocos progresos entre los hombres primitivos del norte. No obstante, había arraigado en muchos pueblos, tales como Kassau. A menudo los Iniciados se valían de su influencia, su oro y su supremacía en el comercio para difundir sus creencias y rituales. A veces un cacique, convertido a sus prácticas, imponía sus propios compromisos a sus subordinados. Tal cosa no era en verdad insólita. Igualmente solía ocurrir que la conversión de un jefe conllevase, aun sin violencia, la de los suyos, que se sentían obligados a acatarle por lealtad. En ocasiones, también, la religión de los Reyes Sacerdotes, bajo el control de los Iniciados, que utilizaban gobernantes seglares, era propagada a sangre y fuego. A veces, los que porfiaban en conservar las antiguas costumbres, o eran atrapados haciendo la señal del puño, el martillo, sobre su cerveza, eran sometidos a tortura hasta morir. Yo sabía de uno al que cocieron vivo en una de las grandes tinas enterradas, revestidas de madera, en las que se cocía la carne para los criados. El agua se calienta por medio de colocar en ella piedras sacadas del fuego. Cuando la piedra ha estado en el agua, se la quita con un rastrillo y se la vuelve a calentar. A otro lo asaron vivo sobre un espetón, encima de un gran fuego. Se decía que no había proferido sonido alguno. Un tercero resultó muerto cuando una víbora, metida a la fuerza en su boca, le desgarró el costado de la cara para poder salir.

Miré el inexpresivo rostro, pálido y arrogante, del Sumo Iniciado en su trono.

Se hallaba escoltado por Iniciados de categoría inferior, con sus vestiduras blancas y sus rapadas cabezas.

Los Iniciados no comen carne, ni judías. Están versados en misterios de las matemáticas. Conversan entre ellos en goreano arcaico, lengua que la plebe ya no habla. Sus ceremonias se ofician asimismo en este lenguaje. Algunos fragmentos sin embargo, se traducen al goreano contemporáneo. Cuando vine por vez primera a Gor, me vi obligado a aprender ciertas extensas oraciones a los Reyes Sacerdotes, pero nunca llegué a dominarlas del todo, y, actualmente, hacía mucho que las había olvidado.

A pesar de todo, aún las reconocía al oírlas. Incluso ahora, sobre un alto estrado, detrás de la baranda blanca, un Iniciado les estaba leyendo una, en voz alta, a los fieles.

Nunca fui muy aficionado a las reuniones, las ceremonias y los rituales de los Iniciados, pero tenía un cierto interés particular en la ceremonia que hoy se oficiaba.

Ivar Forkbeard había muerto.

Conocía a este hombre de Torvaldsland sólo por su reputación. Era un pirata, un gran capitán, un mercader y un guerrero. Habían sido él y sus hombres quienes libertaran a Chenbar de Tyros, el Eslín del Mar, de un calabozo de Puerto Kar, abriéndose camino hasta él, arrancando sus cadenas de las paredes con los lomos embotados, semejantes a martillos, de sus enormes hachas curvadas de un solo filo. De él se decía que era audaz y poderoso, veloz con la espada y el hacha, aficionado a las guasas, bebedor empedernido, dueño de bonitas mozas, y que estaba loco. Pero había aceptado una recompensa de Chenbar, que consistía en el peso de éste en zafiros de Shendi. Yo no le tenía por loco.

Pero ahora Forkbeard estaba muerto.

Me habían informado de que, arrepentido de la perversidad de su vida, deseaba que le llevaran, una vez muerto, al templo de los Reyes Sacerdotes en Kassau, y que el Sumo Iniciado del mismo, si tal fuera su misericordia, trazara en sus restos mortales, con los sagrados óleos, el signo de los Reyes Sacerdotes.

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