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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (32 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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Zarpamos. Forkbeard y yo saludamos con las manos alzadas. Vimos a Svein Diente Azul saludamos también, con Bera de hinojos tras él. Había muchos hombres allí, y muchachas.

Uno de los marineros levantó a la «chica de oro», para que pudiera ver. Luego la tiró otra vez a la cubierta, donde quedó tumbada boca abajo.

Poco después, anduve por entre los bancos hasta la proa y me quedé allí, mirando el mar. Leah me acompañó. Volví la cabeza hacia ella. Vi las adorables curvas de sus pechos—, que la abertura de su basta túnica de esclava ponía al descubierto. Le miré el collar, los ojos. Le bajé la túnica de los hombros, hasta la cintura.

—Es la ilusión de vuestra muchacha el complaceros —dijo.

—Quítate la túnica —le mandé. Leah se desató la cuerda que ceñía la túnica a su cintura, la dejó caer hasta los tobillos, y luego se libró de ella con un ligero movimiento.

—A mis pies —le ordené.

—Sí, amo —susurró. Se tumbó de costado, con la cabeza sobre el brazo. No levantó la vista para mirarme.

Nuevamente me volví para contemplar el mar.

Pensaba en infinidad de cosas: en Ar, en Marlenus, en Talena, con la que estaba disgustado.

Me acordé de cómo, hacía mucho, había ido a los bosques en su busca. Mi intención había sido hacerla de nuevo mi compañera y adquirir notoriedad en Gor, elevar bien alta la silla de Bosko, trepando en riquezas y poder hasta las cumbres del planeta, para convertirme, con el tiempo, acaso en un Ubar del mundo.

Increíblemente, el anhelo de riquezas que me había conducido al bosque ya no parecía poseer mucho interés para mí. Ahora el cielo me parecía más importante, y el mar, y el navío en el que viajaba. Ya no soñaba en convertirme en un Ubar. En el norte descubrí que había cambiado. Lo que me había guiado a los bosques lo veía insignificante en estos momentos. Me habían cegado los valores de la civilización. Todo cuanto me habían enseñado era falso. Tuve esta sospecha en la cumbre del Torvaldsberg, al otear las hermosas tierras que se extendían abajo, blancas y desiertas. Aun los Kurii, aturdidos, se habían quedado inmóviles contemplándolas. Había aprendido muchas cosas en el norte.

En cuanto volviera a Puerto Kar, debía de hablar con Samos.

Permanecí largo rato en la proa. Luego, al cabo de varias horas, comenzó a oscurecer. Con el pie empujé ligeramente a Leah. Se despertó. Se puso de rodillas y me besó los pies.

—Coge tu prenda —le dije—, pero no te la pongas. Ve al saco de dormir de piel de eslín que hay junto a mi banco. Tiéndelo en la cubierta, en medio de los bancos. Luego métete dentro y espérame.

—Sí, amo —susurró.

Me volví, a tiempo de verla deslizarse, con los pies por delante, con un movimiento de caderas, dentro del saco.

Pasé frente a Telima, que seguía encadenada al mástil. Rehuyó mi mirada. Se hincó de rodillas, girando la cabeza y apoyándola en la cubierta.

Me quité la túnica y la arrojé debajo del banco. Luego, tras enrollar el cinturón en la vaina de mi espada, con ésta en su interior, coloqué las tres piezas dentro del saco para protegerlas de la humedad. Entonces me introduje en él.

—¿Puede vuestra esclava, Leah —susurró Leah—, tratar de dar gusto a su amo?

—Sí —repuse. Ella empezó a besarme, con el lascivo alborozo de una esclava, a la que no se da otra opción que revelar y liberar sus más profundos y recónditos deseos, y obrar sobre ellos con absoluta maestría.

Hacia el amanecer Leah dormía, y yo la atraje hacia mí. Levanté la vista y contemplé las estrellas.

Salí del saco de dormir y me vestí, colgándome asimismo la espada de acero de Gor en el costado.

Forkbeard estaba en la caña del timón. Le hice compañía durante un rato. No dijimos palabra.

Observaba el mar. Miraba las estrellas.

Decidí que, en cuanto llegara a Puerto Kar, hablaría con Samos.

Luego, en silencio, escuchando el rumor del agua contra el casco, me concentré de nuevo en las estrellas y el mar.

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