Los intrusos de Gor (29 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¡Oh! —gritó ella, furiosa.

Gunnhild había ganado el concurso, y lo había ganado limpiamente. Pero me vi obligado a reconocer que la moza que estaba delante de nosotros, esforzándose por desatarse las muñecas, sin un palmo de tela que cubriera sus encantos, era increíblemente atractiva. Sería una deliciosa brazada en el lecho.

—¿Cómo te has atrevido a desnudarme? —clamó la muchacha.

—¿Quién es tu amo? —inquirió Ivar Forkbeard.

Ella se irguió altivamente. Echó los hombros hacia atrás.

En sus ojos, encendidos de furia, había la arrogancia de la esclava de ilustre dueño. Sonrió con desprecio e insolencia, y luego anunció:

—Thorgard de Scagnar.

—¡Thorgard de Scagnar! —llamó una voz, la de Gorm. Nos volvimos. Thorgard de Scagnar, con la vestimenta desgarrada, cubierta de sangre, el asta de una lanza atada a lo ancho de sus espaldas, y otra delante de sus brazos, las muñecas extendidas hacia fuera, sujetas a los costados de su caja torácica, ceñido su vientre con una cuerda, guiado por hombres armados de lanzas, avanzó dando traspiés. Le habían atado un trozo de tosca cuerda de tienda de campaña en tomo del cuello, por cuyo extremo Gorm lo llevó a rastras delante de Forkbeard.

La chica de oro contempló a Thorgard de Scagnar horrorizada, y luego, con idéntica expresión, a Ivar Forkbeard.

—Ahora eres mía —declaró éste. Luego le dijo a Pastel de Miel—: Lleva a mi nueva esclava al redil.

—Sí, amo —repuso ella riendo. Entonces agarró a la chica del sur por el pelo—. Venga, esclava —dijo. Y se la llevó arrastrada.

—Creo —comentó Ivar Forkbeard—, que se la prestaré durante un mes a Gunnhild y a mis otras mozas. Les divertirá disponer de su propia esclava. Luego, en cuanto concluya el mes, se la entregaré a la tripulación, y entonces será como mis otras esclavas, ni más ni menos.

Ivar se volvió para mirar a Thorgard de Scagnar. Estaba orgullosamente erguido, los pies separados. Hilda, desnuda, con su collar, estaba postrada a un lado, detrás de Forkbeard. Se tapaba con las manos como mejor podía.

Forkbeard señaló con la mano las varias esclavas prisioneras, el botín de la tienda de Thorgard.

—Llévalas al redil —le dijo a Olga. Ésta se golpeó la palma de la mano con el látigo.

—En pie, esclavas —dijo. Las muchachas se esforzaron por levantarse—. ¡Al redil, de prisa! —espetó—. ¡Se os entregará a los hombres! —Las mozas echaron a correr. A medida que iban pasando por delante de Olga, ésta les metía prisa con un fuerte azote en el trasero. Tras esto, muy satisfecha, riendo, correteó tras el hatajo de llorosas muchachas.

Forkbeard volvió su atención a Thorgard de Scagnar, quien le contemplaba impasible.

—Algunos de sus hombres han escapado —informó Gorm. Y luego preguntó—: ¿Le quitamos la ropa?

—No —repuso Forkbeard.

—Arrodíllate —le dijo Gorm a Thorgard, ásperamente. Le empujó con el asta de su lanza.

—No —dijo Forkbeard.

Los dos hombres se miraron mutuamente. Entonces Forkbeard ordenó:

—Córtale las ataduras.

Así se hizo.

—Dale una espada —dijo Forkbeard.

Así se hizo también. Y tanto los hombres como Hilda retrocedieron, despejando el terreno. Thorgard aferró el puño de la espada. Estaba nublado.

—Siempre fuiste un necio —dijo Thorgard a Forkbeard.

—Todo hombre tiene su lado débil —observó Ivar.

De súbito, lanzando un grito de furia, Thorgard de Scagnar, con la barba ondeando detrás de él, se abalanzó sobre Forkbeard, que rechazó el ataque. Pude determinar la fuerza del mandoble por la forma en que cayó sobre la espada, y cómo la espada de Forkbeard reaccionó a él. Thorgard era un hombre enormemente fuerte. Poco dudaba que pudiera debilitar con sus golpes el brazo de un hombre, y no bien el brazo fuera incapaz de reaccionar con firmeza, comenzaría a dar tajos en el cuerpo. Yo había visto pelear a hombres así. Mas no creía que Forkbeard se cansara. En su propio navío remaba frecuentemente. Recibía en su espada los potentísimos mandobles, cual relámpagos de acero, y los desviaba. Sus ataques, con todo, eran escasos. Hilda, con la mano delante de la boca, aterrados los ojos, contemplaba esta guerra entre tan poderosos combatientes.

Repentinamente, Thorgard dio un paso hacia atrás. Forkbeard le sonrió con una torcida sonrisa. No flaqueaba todavía. Thorgard retrocedió otro poco, con cautela. Forkbeard le siguió. Vi tensión en los ojos de Thorgard y, por primera vez, temor. Había consumido muchas energías.

—Soy yo el necio —dijo Thorgard.

—No podías saberlo —repuso Forkbeard.

Entonces Ivar Forkbeard fue obligando a retroceder a Thorgard, paso a paso; nosotros les íbamos siguiendo. Más de cien metros lo obligó a retroceder, golpe tras golpe.

Se detuvieron una vez, observándose el uno al otro. Pocas dudas parecían existir ya en cuanto al resultado de la batalla.

Luego les seguimos otro largo trecho; remontaron aun la ladera del valle, hasta un lugar elevado, precipitoso, que daba al Thassa.

No comprendía por qué Forkbeard no había dado aún el mandoble definitivo.

Al fin, de espaldas al acantilado, Thorgard de Scagnar no pudo retirarse más. No podía siquiera levantar el brazo.

Detrás de él, verde y hermoso, se extendía el Thassa. El cielo estaba encapotado. Soplaba un viento leve, que le agitaba el pelo y la barba.

—Ataca —dijo Thorgard.

En el Thassa, a unos cientos de metros de la costa, había barcos. Advertí que uno de ellos era el
Eslín Negro
, el navío de Thorgard. Gorm nos había dicho que varios de sus hombres habían escapado. Habrían logrado llegar al barco y huir.

Vi que Hilda, a mi lado, tenía los ojos ansiosos.

—Ataca —repitió Thorgard.

Habría sido un golpe sencillo. Los hombres de Ivar Forkbeard estaban pasmados.

Ivar regresó con nosotros.

—Se me ha escapado —explicó.

Gorm y varios más corrieron hasta el acantilado. Thorgard, aprovechando sin vacilar la oportunidad, había dado la vuelta y se había arrojado a las aguas. Vimos como nadaba en dirección a un botecito que acababan de lanzar del
Eslín Negro
y que remaba ya hacia él.

—He sido muy confiado —admitió Forkbeard.

Hilda se le acercó cautelosamente e hincó las rodillas delante de él. Reclinó delicadamente la cabeza sobre sus pies; luego la alzó y, con lágrimas en los ojos, le miró.

—Una muchacha os lo agradece... —dijo— mi Jarl.

—Al redil contigo, moza —masculló Forkbeard.

—¡Sí, mi Jarl! —repuso ella.

Se levantó de un salto. No bien se hubo dado la vuelta, Forkbeard le dio de plano con la espada, fuerte y dolorosamente. A fin de cuentas, no era más que una vulgar esclava. Ella gritó, alarmada, sollozando, y avanzó más de doce pasos dando traspiés antes de recuperar el equilibrio. Luego se giró y, sollozando, riendo, exclamó jubilosa:

—¡Os amo, mi Jarl! ¡Os amo! —Él levantó de nuevo el arma, amenazándola con lo ancho de la misma, y ella volvióse y, riendo y llorando a un tiempo, simplemente una de sus muchachas, se escabulló hacia el redil.

Forkbeard, yo y los demás retomamos a las tiendas de Thorgard de Scagnar.

Svein Diente Azul estaba allí. Vimos una larga hilera de Kurii engrilletados, con la piel roñosa, a los que conducían a través del campamento empujándolos con astas de lanzas.

—El puente de joyas dio buen resultado —dijo Svein Diente Azul a Ivar Forkbeard—. Nuestros arqueros abatieron a cientos de los que huían. Las saetas de Torvaldsland encontraron grata la matanza.

—¿Escapó alguno? —inquirió Ivar.

Diente Azul se encogió de hombros.

—Varios —contestó—, pero creo que los hombres de Torvaldsland poco han de temer ahora el regreso de un ejército Kur.

Pensé que lo que acababa de decir era del todo cierto. Los Kurii habían descubierto que los hombres podían oponerse a ellos.

—¿Qué haréis con los Kurii prisioneros? —pregunté a Svein Diente Azul.

—Les romperemos los colmillos y les arrancaremos las uñas —contestó—. Convenientemente encadenados, se utilizarán como bestias de carga.

El gran plan de los Otros, de los Kurii de los mundos de acero, su más profunda y brillante indagación de las defensas de los Reyes Sacerdotes, había fracasado. Diríase que los Kurii nativos, de hallarse restringidos a las primitivas armas que les estaban autorizadas a los hombres, serían incapaces de conquistar Gor, aislando a los Reyes Sacerdotes en Sardar hasta que se les pudiera destruir. Ivar Forkbeard y Svein Diente Azul podían felicitarse por su victoria. Yo, más familiarizado con los Kurii, con las guerras secretas de los Reyes Sacerdotes, sospechaba que a los hombres aún les quedaban cosas por oír acerca de tales bestias.

Pero estas reflexiones eran para otros, no para Bosko de Puerto Kar, no para Tarl Pelirrojo.

Que fueran otros quienes lucharan por los Reyes Sacerdotes. Si había tenido algún compromiso en tales cuestiones, hacía mucho que lo cumpliera.

De pronto, por primera vez desde que abandonara Puerto Kar, sentí un entumecimiento, un frío en el lado izquierdo de mi cuerpo. Durante un instante no pude mover el brazo ni la pierna. Estuve a punto de caer. A poco la sensación se extinguió. Mi frente estaba cubierta de sudor. El veneno de la espada de Thyros ocultábase todavía en mi organismo. Había venido al norte para vengar la muerte de Telima. Sin embargo, parecía que había fracasado. En mi talega estaba el brazal que me diera Ho-Hakak en Puerto Kar, el que había encontrado en donde Telima sufriera el ataque.

Había fracasado.

—¿Te sientes bien? —preguntó Ivar.

—Sí —respondí.

—He encontrado tu arco y tus flechas —dijo Gorm—. Estaban entre las armas del botín.

—Te lo agradezco —dije. Encordé el arco, lo tensé y lo desencordé nuevamente. Me pasé el carcaj por encima del hombro izquierdo.

—Dentro de cuatro días, en cuanto podamos reunir las provisiones —dijo Svein Diente Azul—, celebraremos un gran banquete, ya que ésta ha sido una importante victoria.

—Sí —dije—, celebremos un gran banquete, ya que ésta ha sido una importante victoria.

19. LA NOTA

El Kur apareció aquella noche, la noche de la batalla, a la luz de las antorchas, rodeado de hombres con lanzas. Sostenía sobre su testa, en señal de tregua, los dos trozos de un hacha partida.

Había numerosos hombres alrededor, varios de ellos con antorchas. El Kur venía en medio de ellos, por el campo.

Se detuvo delante de Svein Diente Azul e Ivar Forkbeard, quienes, en asientos de piedra, le esperaban. Ivar, que masticaba un ala de vulo, les indicó con la mano a Gunnhild, Budín y Pastel de Miel que se apartaran. Ellas, que desnudas y con sus collares se arrodillaban en torno suyo, retrocedieron sigilosamente hasta ponerse a sus espaldas. Sus cuerpos quedaron en las sombras.

El Kur depositó los trozos del hacha a los pies de los dos jefes.

Luego inspeccionó el grupo con la vista.

Para el asombro de todos, la bestia no se dirigió a los dos jefes.

Se acercó y se detuvo ante mí.

Con una mano aparté bruscamente a Leah. Me puse en pie. Los belfos de la bestia se retrajeron de sus dientes. Su imponente mole destacaba sobre mí.

No dijo palabra. Buscó en un zurrón que le colgaba del hombro y me tendió un papel enrollado y, absurdamente, atado con una cinta.

Luego la bestia se acercó a Svein Diente Azul y a Ivar Forkbeard y, tras recogerlos del suelo, volvió a alzar los dos trozos del hacha.

Los hombres profirieron gritos de enojo. Se blandieron lanzas.

Pero Svein Diente Azul, regio, se puso en pie.

—La paz del campamento le ampara —dijo.

Nuevamente los belfos del Kur se retrajeron de sus dientes.

Entonces, sosteniendo los trozos de hacha encima de su testa, partió, escoltado por hombres armados hasta las afueras del campamento.

Los ojos de los hombres del campamento, a la luz de las antorchas, estaban puestos en mí. Me levanté, con el papel en la mano.

Miré a Leah, que estaba a unos pasos de mí, la luz de las antorchas oportuna y provocativa en su carne. Tenía los ojos aterrados. Temblaba. Sus pechos, que se cubría con las manos, subían y bajaban por obra de su nerviosismo. Sonreí. Las mujeres temen terriblemente a los Kurii. Me alegraba de no haberle dado ropa. Volvió los ojos hacia mí. Su collar se convirtió en ella.

—De rodillas, esclava —le mandé. Con presteza, Leah, la esclava, obedeció la orden de un hombre libre.

Rompí la cinta y desenrollé la nota.

—¿Dónde está el Roquedal de Vars? —pregunté.

—A cinco pasangs hacia el norte —dijo Ivar Forkbeard—, y a dos pasangs de la costa.

—Llévame allí —le pedí.

—Muy bien —accedió.

Estrujé la nota y la tiré. Pero dentro de ella, arrollado, había un mechón de pelo, largo y rubio. Era el cabello de Telima. Lo puse en mi talega.

20. LO QUE ACONTECIÓ EN EL ROQUEDAL DE VARS

La muchacha se me acercó.

Llevaba un largo vestido blanco. Se quitó la capucha. Con un movimiento de cabeza se soltó su larga melena rubia.

—He sido un necio —dije—. He venido al norte, pensando que te habían matado. Había venido al norte, furioso, engañado, para vengarte.

Anochecía. Ella me miraba.

—Fue necesario —dijo.

—Habla —invité.

El Roquedal de Vars mide unos cuarenta metros aproximadamente. Es fragoso, de piedra grisácea, pero, en general, llano. Se alza de diez a veinte metros sobre el agua.

Estábamos solos, mirándonos el uno al otro.

—¿Vas desarmado? —preguntó.

—Sí —respondí.

—He concertado esta entrevista —explicó.

—Habla.

—No soy yo —repuso, sonriendo— quien quiere hablar contigo.

—Lo suponía. ¿Lo sabe Samos? —pregunté.

—No sabe nada.

—¿Obras, entonces, por cuenta propia?

—Sí —dijo, irguiéndose maravillosamente. Me pregunté si juzgaría prudente el exhibirse de tal modo delante de un guerrero goreano.

—Huiste de mi casa —dije—. Regresaste a los pantanos.

Ella meneó la cabeza.

—Tú buscabas a Talena —adujo.

—En otro tiempo, Talena fue mi compañera.

Telima se alzó de hombros. Me miró malhumorada. Ya no me acordaba de lo hermosa que era.

—Cuando en la casa de Samos, antes de partir para los bosques del norte en busca de Talena, me enteré de tu fuga, no pude sino llorar.

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