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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (24 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¡Las lámparas! —me gritó Forkbeard—. ¡Las lámparas, Pelirrojo!

Otra viga cayó pesadamente.

Vi al Kur que sujetaba las correas de las esclavas capturadas, más de cuarenta de ellas, sacarlas a rastras de la estancia. Chillando y tropezando, inermes, las mujeres seguían a su bestial dueño.

Vi a Kurii que, metódicamente, asestaban hachazos a los caídos, por si alguien había tratado de ocultarse en medio de los muertos. Algunos hombres, mezclados entre los cadáveres, chillaban al abatirse las hachas sobre ellos. También a los heridos se les despachaba sistemáticamente.

Ahora los Kurii rodeaban el grupo de hombres que se hallaban junto a la pared oeste de la casa.

La mayoría de ellos gemían y gritaban de angustia; muchos cayeron de rodillas.

Dos Kurii se volvieron en mi dirección.

Vi que Ivar Forkbeard se encontraba en medio de los hombres apiñados. Resultaba fácil de ver porque era uno de los pocos que estaban de pie. Tenía un aspecto imponente: los reflejos de las llamas le teñían de escarlata; las venas de su frente semejaban cables purpúreos; sus ojos refulgían casi como los de los mismos Kurii. Su larga espada, ahora de nuevo en su mano, volvía a estar cubierta de sangre fresca; le habían arrancado la manga izquierda y había señales de garras en su cuello.

—¡Levantaos! —les gritó a los hombres—. ¡Levantaos! ¡Luchad! —Pero aun los que estaban de pie parecían paralizados de terror—. ¿Sois de Torvaldsland? —preguntó—. ¡Luchad! ¡Luchad! —Mas ningún hombre osaba moverse. En presencia de los Kurii se comportaban como ganado.

Los belfos de los Kurii se retrajeron. Alzaron sus hachas.

Entonces, la voz de Forkbeard, a través del humo y las chispas, medio sofocada, llegó nuevamente a mí.

—¡Las lámparas! —volvió gritar como antes—. ¡Las lámparas, Pelirrojo!

En ese momento le comprendí, a diferencia de antes: ¡Las lámparas de aceite de tharlarión suspendidas de las vigas! ¡Las aberturas en el techo de la estancia, a través de las cuales pasaba el humo! Había pretendido que yo escapase.

—¡Primero Forkbeard! —exclamé. No me iría sin él. Habíamos jugado a Kaissa

—¡Eres un tonto!

—¡Aún no he aprendido a romper el gambito del Hacha del Jarl! —repliqué.

Envainé la espada. Retrocedí, topando casualmente con la pared. Tenía los brazos cruzados.

—¡Tonto! —gritó Forkbeard.

Miró en derredor, a los hombres que no podían luchar, ni siquiera moverse.

Envainó bruscamente su espada y dio un brinco, aferrándose a la cadena de una de las lámparas.

Los dos que se habían vuelto hacia mí levantaron ahora sus hachas.

Volqué la mesa y me parapeté tras ella. Las dos hachas golpearon simultáneamente los pesados travesaños, haciendo saltar madera en grandes trozos que giraron por los aires, hasta el mismo techo.

Salvé de un salto la mesa.

Oí los gruñidos de alarma de los Kurii.

Entonces me así a una de las grandes lámparas de bronce colgantes. El aceite se derramó, inflamado por la mecha. Me balanceé frenéticamente. El fuego prendió en mi manga izquierda.

Oí a un Kur chillar de dolor; miré hacia abajo y me remonté un poco para evitar el golpe de un hacha; un Kur se tambaleaba de un lado a otro; el costado izquierdo de su testa, empapada en aceite, estaba ardiendo; la bestia profería horribles chillidos y terminó por desgarrarse el ojo izquierdo. Ascendí a pulso por la cadena y ésta se sacudió violentamente; me esforcé por detenerla. El fuego dé mi manga fluctuaba. Me quedé sin aliento; temía quebrarme el cuello. Los Kurii aullaban debajo de mí; había sangre en la cadena. Trepé aún más arriba. Entonces la cadena se alargó, tirante; un hacha pasó girando y se clavó en una viga transversal, en un tris de partirla. Subí más alto; en ese momento comprendí de pronto por qué la cadena se había puesto tirante: tenía que soportar el peso de un Kur que trepaba con rapidez. La viga, encima de mi cabeza, crujía; la cadena estaba tensa como un cable y la argolla a cuyo través pasaba comenzaba a desgajarse. Los eslabones se deformaban por el fuerte roce. Trepé los últimos centímetros de la cadena, rodeé la viga con el brazo; sentí que unas garras me asían la pierna y luego se cerraban en tomo de ella; me solté de la viga, profiriendo el grito de guerra de Ko-ro-ba, y caí sobre el Kur. Al punto comencé a desgarrar con uñas y dientes la carne de su cuello y su testa; mis dedos rígidos coma dagas se hundieron en sus ojos; le arranqué a mordiscos las venas de la muñeca del brazo con que se sujetaba a la cadena. En ese instante comprendimos por primera vez, tanto el Kur como yo, que había en la superficie de Gor animales tan salvajes como los de su especie, animales de menor tamaño y fuerza pero no menos crueles y, a su manera, no menos terribles. Rechazándome, chillando, dando dentelladas, la bestia me soltó, pero yo me abracé a sus hombros y a su cuello; le arranqué media oreja de un mordisco. Me encaramé a la viga; un rojo orificio, del que sobresalían colmillos como clavos blancos, se alargaban hacia mí; saqué la espada y, mientras el Kur ascendía, los ojos sangrantes, la oreja arrancada, tras de mí, le cercené la mano. La bestia cayó de espaldas, empequeñeciéndose, hasta que se estrelló pesadamente contra la tierra enrojecida, a doce metros debajo de mí; se quebró el pescuezo. Me arranqué la llameante manga y la eché, en la punta de la espada, a la cara del siguiente Kur. La mano del primero seguía agarrada a la cadena, con sus seis dedos de articulaciones múltiples; el Kur, con un movimiento de testa, se desprendió de la tela en llamas y apartó su perforada jeta de la espada, luego mordió ésta, sajándose la boca. Alargó la zarpa hasta la viga. Le cercené los dedos, perdió el equilibrio y también cayó de espaldas. «¡Venga!», oí. Vi a Forkbeard en una viga cercana. «¡Apúrate!», gritó. El humo me ahogaba. Largué una estocada al próximo Kur, metiéndole la hoja por el oído hasta el cerebro. Parte del tejado se vino abajo en un revolear de llamas y madera. «¡Apúrate!», oí, como si viniera de muy lejos. Derribé de un mandoble al siguiente Kur. Gruñó, tratando de agarrarme. La argolla a cuyo través pasaba la cadena, incapaz de resistir más rato el peso de los Kurii, se desprendió de la madera entre una lluvia de astillas. Vi que cadena y argolla se desplomaban, llevándose consigo a cuatro Kurii. Otra parte del tejado se derrumbó, a no más de seis metros de mí. Abajo, cubierto de chispas, apenas visibles en el humo, distinguí a Kurii que miraban hacia arriba, burlados por sus presas. Una viga se vino abajo, a menos de tres metros de ellos. Su jefe les gruñó algo. Sus ojos, refulgentes, se clavaron en mí. Luego, junto con los demás, giró sobre sí mismo y abandonó apresuradamente la casa. Envainé la espada. «¡Rápido!», gritó Forkbeard. Salté de una viga a otra para reunirme con él. Una vez juntos, se introdujo con dificultad en uno de los respiraderos del techo. Yo le seguí. A poco nos encontrábamos de pie en el llameante tejado de la casa de Svein Diente Azul. Alcé la vista y distinguí las estrellas y las lunas de Gor. «¡Sígueme!», gritó Ivar. A lo lejos se vislumbraba el Torvaldsberg. La luz de la luna se reflejaba en sus nieves. Forkbeard se encaminó a toda prisa hacia el ángulo noroeste de la vivienda. Desapareció por encima del canto del tejado. Me asomé y le vi, a la luz de la luna, descendiendo cuidadosamente, valiéndose de las hendiduras y salientes de las vistosas tallas que adornaban las vigas de aire de la casa. Con celeridad, el brazo chamuscado por el fuego, el corazón martilleando en mi pecho, resollando, fui tras él.

15. EN LA CUMBRE DEL TORVALDSBERG

Era mediodía en las níveas laderas del Torvaldsberg.

Ivar y yo miramos hacia atrás. Vimos que nos venían siguiendo, cuatro de ellos, como puntos negros.

—Descansemos —dijo Ivar.

Cerré los ojos ante el cegador reflejo del sol en la nieve. Él se sentó, con la espalda apoyada en una roca. Yo hice lo propio, con las piernas cruzadas, tal cual se sienta un guerrero.

Al descender de la ardiente casa de Svein Diente Azul, había visto a Kurii moviéndose por doquier, pero cerca de la entrada. A la luz de las llamas, desparramados en todas direcciones sobre la tierra del patio, distinguimos cuerpos y fragmentos de cuerpos. Varios Kurii, agachados en medio de ellos, los devoraban. En una esquina de la empalizada, apretadas unas contra otras, pálidos sus cuerpos ahora desnudos, hallábanse las esclavas con sus collares de cuero, amarradas, las correas en los peludos puños de su dueño. Saltamos al patio sin ser vistos y nos deslizamos por detrás de la casa, procurando, en la medida de lo posible, ocultarnos entre los edificios. Llegamos a la empalizada, trepamos a su pasarela e, inadvertidos, la salvamos de un salto.

Abrí los ojos y miré hacia el valle. Los cuatro puntos habían aumentado de tamaño.

Forkbeard, luego de nuestra huida de la empalizada de Svein Diente Azul, se empeñó en llegar hasta su campamento. Había sido una tarea furtiva y peligrosa. Para nuestro asombro, el campo estaba infestado de Kurii. No podía imaginar su número. Tal vez hubiera cientos, o incluso miles. Diríase que estaban en todas partes. Dos veces nos persiguieron, pero, a mitad del rastreo, aturdidos por la sangre fresca, nuestros perseguidores cambiaron su rumbo. Vimos, en un momento dado, a dos Kurii que se disputaban un cadáver. A veces nos echábamos al suelo en medio de los caídos. Una vez un Kur pasó a un metro de mi mano. Aulló con placer a las lunas, y luego se marchó. Hasta cuatro o cinco veces nos infiltramos en patios repletos de Kurii que se daban un festín, ajenos a nuestra presencia. Sin duda alguna, el ataque se había emprendido simultáneamente contra la casa y los campamentos aledaños de la asamblea. Nuestro asombro ante los Kurii y su número se vio incrementado por la constatación de que había hombres entre ellos, hombres que llevaban bufanda amarilla y a los que no atacaban. Mis puños se cerraron con rabia. Los Kurii, como suele ocurrir, habían, conseguido aliados humanos.

—Mira —había dicho Forkbeard, señalando la playa desde una elevación en la que estábamos tendidos boca abajo. A poca distancia de la costa, entre los demás, estaban fondeados numerosos buques, todos ellos desconocidos. Eran negros y se mecían en el agua centelleante. Un buque destacaba entre los otros: era amplio y tenía ochenta remos.

—¡El
Eslín Negro
! —exclamó Ivar—. ¡El barco de Thorgard de Scagnar!

Había cientos de Kurii entre nosotros y los barcos.

Ivar y yo nos miramos mutuamente.

Entonces comprendimos el significado del Kur que habíamos visto hacía mucho en el
Eslín Negro
, el que había acompañado a Thorgard de Scagnar a sus propiedades.

Los Kurii son animales terrestres, a los que desagrada el agua. En su marcha hacia el sur, la flota de Thorgard de Scagnar cubriría su flanco oeste. Les proporcionaría, sobre todo, los medios de comunicación con las islas goreanas y, si convenía, los recursos para llevar a buen puerto la invasión. La flota podría, si era necesario, aprovisionar además a la horda que avanzaba, o, de presentarse peligros, evacuar a grandes secciones de la misma. Sin embargo, tenía la sospecha de que la estrategia no se conocía detalladamente más que en los lobos de acero, los mundos de acero del espacio, en los cuales, con toda certeza, había sido elaborada y desde los cuales pudiera acaso dirigirse. Era posible que los Reyes Sacerdotes, cuyos poderes se habían debilitado gravemente en la Guerra del Nido, fueran incapaces de resistir una invasión a gran escala. Ésta era la más audaz y tremenda maniobra de los Kurii de las naves, dirigida a los humanos, pero, de hecho, una comprobación de la voluntad y la naturaleza de los Reyes Sacerdotes, sus verdaderos enemigos. Si éstos toleraban la conquista de Gor por los Kurii se convertirían, al cabo de una o dos generaciones, en una isla en medio de un mar hostil; entonces sólo sería una cuestión de tiempo el conseguir un armamento de gran poder tecnológico para destruirlos. La Tierra, inevitablemente, caería después.

Ivar me indicó con la mano que guardara silencio. Permanecimos inmóviles. A unos metros de nosotros, aislada, acercándose, había una doble columna de hombres, cada uno de los cuales llevaba una bufanda amarilla. Algunos portaban antorchas. No había Kurii entre ellos. A la cabeza iba un barbudo hombretón de ondeante capa y astado casco. Era Thorgard de Scagnar. También él, al hombro, llevaba una bufanda amarilla.

Pasaron por delante de nosotros.

—¿No circularíamos con mayor libertad si luciéramos también bufandas amarillas? —inquirió Forkbeard.

—No es imposible —repuse.

—Pues apropiémonos de algunas —sugirió.

—Muy bien.

Dos sombras envolvieron a los últimos dos hombres de la columna.

Ivar se había metido la bufanda en el cinto; yo me la puse en el hombro derecho y la até flojamente a la cadera izquierda; dejamos a los dos hombres de Thorgard de Scagnar para los Kurii.

Camino de la tienda de Ivar un Kur apareció ante nosotros, gruñendo.

—Bestia inútil, estúpido animal —rezongó Ivar, agitando la bufanda—. ¿No ves la bufanda amarilla?

Entonces pasó muy cerca del Kur. Yo le seguí y rocé su piel. Era suave, no desagradable al tacto, de unos cinco centímetros de espesor. Su cuerpo, debajo de la piel, estaba caliente.

Indudablemente, el Kur no entendía el goreano. En caso contrario nos habría matado a los dos. Sin embargo, vio la bufanda. A desgana, gruñendo, nos dejó pasar.

Poco después, Ivar, los puños crispados, se hallaba en el lugar de su campamento. La tienda estaba medio quemada, con los mástiles caídos. No había señales de vida. Los arcones estaban diseminados. Una cacerola volcada reposaba en las cenizas. Vimos monedas esparcidas. Un trozo de cuerda, cortada, estaba a un lado. La estaca, a la que se habían asegurado las cadenas de las esclavas, había sido arrancada del suelo.

—Mira —le dije, retirando una parte de la tienda. Ivar se reunió conmigo. Miramos con desdén el cadáver de un Kur, las fauces abiertas, los ojos clavados en las lunas. Tenía la cabeza medio seccionada del cuerpo.

—Alguno de mis hombres lo hizo bien —comentó Forkbeard. Entonces miró alrededor.

—Por la mañana —dije—, se darán cuenta de que no pertenecemos a las huestes de Thorgard de Scagnar; entonces nos perseguirán.

—Es muy posible —dijo Ivar, mirándome— que ya nos estén persiguiendo los Kurii de la casa de Svein.

—Conocen nuestro olor. Las bufandas no nos protegerán de ellos.

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