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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (20 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¿Qué quieres por ella? —le preguntó al oficial.

—Yo la conseguí por media moneda, la mitad de un disco—tarn de plata. Te la dejaré por la moneda entera.

Forkbeard le entregó al hombre el disco—tarn de plata que había recibido por Dagmar.

El oficial de Svein Diente Azul, con una llave de su cinto, abrió el candado que unía el collar de la muchacha a la cadena común.

La muchacha, arrodillándose, miró a Forkbeard.

—¿Por qué me ha comprado mi Jarl? —preguntó.

—Tienes una dentadura excelente —respondió Forkbeard.

—¿Para qué me usará mi Jarl?

—Sin duda puedes aprender a dar de comer a los tarskos.

—Sí, mi Jarl —repuso ella. Entonces, para nuestra sorpresa, apoyó la mejilla en el costado de la pierna de Ivar y, agachando la cabeza, sujetando su bota, la besó.

Lo hizo con gran ternura y delicadeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Peggie Stevens —contestó ella. Sonreí. Era un nombre terrestre.

—Eres una hembra de la Tierra —le dije.

—En otro tiempo —repuso—. Ahora sólo soy una hembra.

—¿Americana? —pregunté.

—Antes de mi esclavitud.

—¿De qué estado?

—De Connecticut.

Desde la Guerra del Nido los alienígenas, con sus naves, se habían vuelto más temerarios; les resultaba muy fácil el llevarse esclavas de la Tierra; el oro, canjeable por materiales imprescindibles para sus empresas, estaba allí muy vigilado; raras veces podía obtenerse en grandes cantidades sin llamar la atención de los agentes de los Reyes Sacerdotes; por otra parte, las mujeres de la Tierra, dispersas, abundantes y hermosas en su mayoría, una espléndida reserva de esclavas, carecían por lo general de protección; la Tierra pone más cuidado en vigilar su oro que sus hembras; de acuerdo con esto, las mujeres de la Tierra, desprotegidas y vulnerables, como suculentas frutas en árboles silvestres, estaban disponibles para las recolecciones de los traficantes goreanos; yo imaginaba que existía una red que se ocupaba de su selección y adquisición; la Tierra se veía impotente para evitar la rapiña de sus hermosas mujeres. Supongo que los gobiernos de la Tierra, o algunos de ellos, estaban enterados de la esclavitud; acaso se sospechaba de negociantes de los países del Oriente Medio; sin embargo, existían delicados convenios acerca del petróleo que respetar; no estaría bien pecar de excesiva osadía por perentorias acusaciones. ¿Qué eran un puñado de mujeres hermosas, llevadas como esclavas a los harenes de los potentados del Oriente Medio, ante la comodidad que sostenía la civilización y hacía girar las ruedas de la industria?

—¿Cómo llegaste al norte? —le pregunté a la esclava, la señorita Stevens.

—Fui vendida en Ar —explicó—, a un mercader de Cos. Me encadenaron en la bodega de un barco de esclavos, con muchas otras chicas. El barco se rindió ante cuatro buques corsarios. Según mis cálculos, llevó ocho meses en el norte.

—¿Qué nombre te puso tu último Jarl? —preguntó Forkbeard.

—Mantequera —dijo.

Forkbeard miró a Gunnhild.

—¿Cómo llamaremos a esta linda esclavita? —le preguntó.

—Pastel de Miel —sugirió Gunnhild.

—Eres Pastel de Miel —dijo Forkbeard.

—Sí, mi Jarl —aceptó la señorita Stevens.

Entonces Forkbeard salió del cobertizo. Todos le seguimos. No reprimió a Pastel de Miel en lo más mínimo. Ella le acompañó, desnuda, con la cabeza erguida. Las demás, encadenadas todavía, la miraban con envidia y hostilidad, pero ella no les hacía caso: la habían comprado.

Ese día pocos sospechaban que en la asamblea ocurriría algo sin precedentes.

Tras abandonar el cobertizo de las esclavas había dejado que Forkbeard y su comitiva regresaran a su tienda.

Me hallaba en el campo de tiro con arco cuando se dio el aviso.

No me proponía participar en la competición. Antes bien, se me había ocurrido comprar algún pequeño obsequio para Forkbeard. Largamente había yo disfrutado de su hospitalidad, y él me había regalado demasiadas cosas. No quería, dicho sea de paso, hacerle un regalo equivalente a lo que él me había ofrecido; en Torvaldsland es el huésped quien debiera hacer los mayores regalos, ya que, después de todo, el invitado se aloja en su casa y por ello corresponde al huésped el darle una buena acogida. En consecuencia, el invitado, al ofrecer un presente menos que los que ha recibido del huésped, honra a éste como tal y no traiciona su hospitalidad.

Me dirigía a los puestos portuarios, donde se encuentran las mejores mercancías, cuando me detuve para observar el certamen de tiro.

—¡Ganad a Leah! ¡Ganad a Leah, amo! —oí.

Me volví y la miré. Ella me devolvió la mirada.

Estaba sobre un bloque de piedra redondeado. Poseía una larga cabellera morena; su cuerpo era delicioso: pequeño y de gruesos tobillos; tenía las manos en las caderas.

—¡Ganad a Leah! —desafió. Iba desnuda, excepto por el collar de Torvaldsland y la pesada cadena ceñida con candado a su tobillo derecho, que la mantenía sujeta al bloque. Ella, junto con el tálmit de arquería, era el trofeo del certamen.

—¿No probaréis de ganar a Leah, amo? —se burló.

—¿Estás adiestrada? —le pregunté.

Ella pareció alarmarse.

—En Ar —susurró—. Pero seguramente mi adiestramiento no valdría en el norte.

La miré. Parecía la mejor solución a mi problema. El regalar una mujer es lo bastante trivial como para no poner en entredicho el honor de mi huésped; además, era una muchacha agraciada, cuyo tierno cuerpo de esclava haría las delicias de Forkbeard y sus hombres.

—Tú servirás —le dije.

—No lo entiendo —repuso, retrocediendo un paso.

—Tu nombre y tu acento denotan un origen terrestre.

—Sí —susurró.

—¿De dónde eres?

—De Canadá —musitó.

—En otro tiempo fuiste una terrestre.

—Sí.

—Pero ahora no eres más que una esclava goreana —le recordé.

—Lo sé muy bien, amo.

Me aparté de ella. El blanco del certamen tendría unos veinte centímetros de anchura, y estaba a una distancia de casi cien metros. Con el gran arco no es una diana difícil; numerosos tiradores, guerreros, renceros y campesinos podrían haber igualado mi tiro. Metí veinte flechas en el blanco, hasta que quedó erizado de astillas y plumas de gaviota del Vosk.

En cuanto recuperé mis flechas, ante el griterío de los hombres y el golpear de arcos en escudos, ya habían desencadenado a la muchacha del bloque.

Le di mi nombre al oficial que presidía el certamen, quien me dijo que los tálmits se entregarían oficialmente al día siguiente, y recibí sus felicitaciones.

Mi trofeo se arrodilló a mis pies.

—¿Qué eres? —le pregunté.

—Sólo una esclava goreana, amo —respondió.

—No lo olvides —le recomendé.

—No lo haré, amo.

—Levántate.

Ella se puso en pie y le até firmemente las manos a la espalda.

Fue entonces cuando se oyó el aviso. Se extendió como aceite inflamado al viento, a través de los concurrentes a la asamblea. Los hombres se miraron entre ellos. Muchos empuñaron con más fuerza sus armas.

—¡Un Kur —dijeron—, uno de los Kurii se dirigirá a los asistentes a la asamblea!

La muchacha me miró, tirando de la cuerda que trababa sus muñecas.

—Haced que la entreguen en la tienda de Thorgeir del Glaciar del Hacha —le dije al oficial—. Decidle que es un regalo para él de parte de Tarl Pelirrojo.

—Así lo haremos —repuso. Avisó a un par de esclavos y les repitió mi encargo. Ellos la aferraron por los brazos y se llevaron a la muchacha, que gemía y pataleaba.

—Vayamos raudos al lugar de la asamblea —dijo el oficial, mirándome. Juntos, nos encaminamos a toda prisa hacia allí.

11. EL TORVALDSBERG

El Kur irguió la testa y contempló la congregación de hombres libres. Las pupilas de sus ojos, a la luz del sol, eran extremadamente pequeñas y negras. Semejaban puntos en la córnea amarillo verdosa. Yo sabía que en la oscuridad podían dilatarse, como lunas negras y llenar casi por completo la cavidad ocular. Se hallaba de pie en el montecillo que dominaba el prado de la asamblea. De la ladera de dicho montecillo sobresalían piedras semicirculares, como gradas, en las que había Jarls de categoría inferior, hombres ilustres y sacerdotes rúnicos. A poca distancia de la cima había una plataforma que acogía a Svein Diente Azul y a varios de sus oficiales.

—¡Compañeros racionales! —bramó el kur.

Al principio resultó difícil de entender, pues era como tener que distinguir toscas aproximaciones a los fonemas de tu lengua nativa en los rugidos de un tigre. Me estremecí.

—Hombres de Torvaldsland —gritó—. Venimos en son de paz. —Los presentes intercambiaron miradas.

Detrás de él se encontraban dos Kurii más. Llevaban amplios escudos y hachas de doble hoja. El orador no iba armado, salvo por su natural ferocidad.

—Matémoslos —oí que un hombre le cuchicheaba a otro.

—Al norte, en las nieves —prosiguió el Kur—, hay un grupo de mi especie.

Los hombres se agitaron inquietos. Yo escuché atentamente.

Sabía que la inmensa mayoría de los Kurii no habitan en zonas frecuentadas por el hombre. Por otra parte, los Kurii de la plataforma, y otros con los que me había topado, tenían la piel oscura, pardusca o rojiza. Pero si estos Kurii que decían venir en son de paz estaban adaptados a la nieve, su piel no sugería tal cosa.

—¿Cuántos hay? —preguntó Svein Diente Azul, que compartía la plataforma con los Kurii.

—Tantos como piedras a orillas del mar —dijo el Kur.

—¿Qué queréis? —gritó uno de los hombres del campo.

—Venimos en son de paz —repitió la criatura.

—No tienen la piel blanca —le dije a Ivar Forkbeard, que estaba ahora a mi lado—. No es probable que vengan de la región de las nieves.

—Naturalmente que no —repuso Forkbeard.

—¿No convendría hacer llegar esta información a Svein Diente Azul?

—Diente Azul no es tonto. No hay un solo hombre que se crea que los Kurii están agrupados en la región de las nieves. No hay suficiente caza para mantener a tantos de ellos en un lugar así.

—¿Entonces a qué distancia debiera encontrarse? —pregunté.

—No se sabe —admitió Forkbeard.

—Desgraciadamente —prosiguió el Kur— sólo nos conocéis a través de nuestros proscritos, infelices que expulsamos de nuestras cavernas al considerarlos indignos de las finuras de la civilización, a través de nuestros enfermos, nuestros inadaptados y dementes, a través de aquellos que, a pesar de nuestros esfuerzos y benevolencia, no lograron asimilar nuestra disposición a la paz y a la armonía.

Los hombres de Torvaldsland parecían anonadados.

Miré las grandes hachas en las zarpas de los Kurii que acompañaban al orador.

—Con demasiada frecuencia nos hemos enfrentado en guerras y matanzas —continuó—. Pero vuestra parte de culpa es también muy grande. Cruelmente y sin escrúpulos, nos habéis hostigado; y cuando buscábamos vuestra amistad de compañeros racionales, vosotros preferisteis matamos.

—Matémoslos —murmuró más de uno—. Son Kurii.

—Aun ahora —dijo el Kur, con la piel descubriendo sus colmillos—, hay algunos entre vosotros que desean nuestra muerte, que incitan a nuestra destrucción.

Los hombres guardaron silencio. El Kur había oído y entendido sus palabras, aun cuando se hallara muy lejos de nosotros. No pude sino admirar la agudeza de su oído.

Nuevamente la piel se retrajo de sus colmillos. Me pregunté si era una tentativa de simular una sonrisa humana.

—Venimos amistosamente. —Miró en derredor—. Somos un pueblo sencillo y pacífico —declaró—, y nuestro único afán es dedicamos a la agricultura.

Svein Diente Azul, un hombretón barbudo, con aire de gran inteligencia, echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en carcajadas. En aquel momento lo tuve por un hombre valiente. En pocos instantes todo el mundo lo secundó.

Me pregunté si el estómago o estómagos de los Kurii podrían digerir vegetales.

Al Kur no pareció molestarle la risa. Me dije si la comprendería. Para el Kur pudiera ser sólo un sonido humano, tan carente de sentido como los gritos de las ballenas para nosotros.

—Te diviertes —dijo la criatura.

Así que, por lo visto, los Kurii tenían una cierta comprensión de la risa. Sus propios belfos, entonces, se retrajeron una vez más, revelando los colmillos. En aquel momento supe con toda claridad que aquel gesto se trataba de una sonrisa.

Que los Kurii poseyeran sentido del humor no me alentaba respecto de su naturaleza. El que una especie se ría indica su inteligencia, su capacidad de razonar, no su bondad o su inocuidad.

—No siempre fuimos simples granjeros —dijo el Kur. Abrió la boca, aquel horrible orificio dotado de dos hileras de blancos y curvados colmillos—. No —prosiguió—. En otro tiempo fuimos cazadores y nuestros cuerpos aún ostentan, como advertencias, las trazas de nuestro cruel pasado. —Agachó la testa—. Esto —dijo, y entonces levantó la zarpa izquierda, sacando de pronto las uñas— nos recuerda que hemos de perseverar en nuestros intentos de vencer una a veces obstinada naturaleza. —Contempló a la congregación—. Pero no tenéis que emplear nuestro pasado contra nosotros. Lo que importa es el presente. Lo que importa no es lo que fuimos, sino lo que somos, lo que nos esforzamos por llegar a ser. Ahora sólo queremos ser simples granjeros, cultivar la tierra y llevar vidas de rústica tranquilidad.

Los hombres de Torvaldsland intercambiaron miradas.

—¿Cuántos de vosotros os habéis reunido? —volvió a preguntar Svein Diente Azul.

—Tantos como piedras hay a orillas del mar —repitió el Kur.

—¿Qué queréis? —preguntó.

—Queremos atravesar vuestra región a fin de dirigirnos al sur.

—Sería una locura —me dijo Forkbeard— permitir a un cuantioso número de Kurii la entrada en nuestras tierras.

—Vamos al sur en busca de terrenos disponibles para cultivarlos —explicó el Kur—. De vuestras tierras sólo ocuparemos lo que permita la amplitud de nuestras filas, y sólo durante el tiempo que invirtamos en recorrerlas.

—Vuestra petición suena razonable —admitió Svein Diente Azul—. Tenemos que deliberarla.

El Kur se reunió con los otros Kurii. Hablaron entre ellos en una de sus lenguas. Apenas oí algo de lo que decían. Percibí no obstante, que sonaba más como los gruñidos de los larls que como el conversar de criaturas racionales.

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