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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (16 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¡No! —gimió—. ¡No sé nadar!

Forkbeard la arrojó por la ventana y ella cayó, retorciéndose y aullando, casi cincuenta metros hasta las oscuras aguas. Con las olas, que se estrellaban contra las rocas circundantes, no oímos el chapoteo.

Le dimos tiempo a Gorm para que la encontrase y la pescase. Entonces Forkbeard subió al alféizar del ventanal, se preparó y, por fin, saltó a la oscuridad; después de un ehn aproximadamente, dándole tiempo para emerger y nadar hasta el bote, le seguí.

En menos de otro ahn, empapado y frío, los dientes castañeteando, me había encaramado al macarrón de la lancha y reunido con Forkbeard. Él ya se había desnudado y estaba secándose con un manto de piel. Yo seguí su ejemplo, y pronto los dos estuvimos calientes y con ropas secas. Forkbeard se inclinó entonces sobre la empapada y temblorosa cautiva y, tras quitarle uno de los grilletes, le encadenó las manos a la espalda. Gorm ya le había cruzado y atado los tobillos. Luego Forkbeard la tendió boca abajo, entre sus pies, y sustituyó a Gorm en el timón.

—¡Chist! —ordenó.

Los hombres pararon los remos. No llevábamos luces. Nos llevamos una gran sorpresa. El
Eslín Negro
, con dos faroles en la proa, se dirigía, silencioso como la serpiente marina que era, a uno de los muelles propiedad de Thorgard de Scagnar. Habíamos creído que el deambular de éste, su recolección de las cosechas del mar, le llevaría mucho más tiempo.

Vimos a hombres que corrían por el muelle portando linternas, hablando entre ellos. En la estancia de Hilda la Altiva aún ardía una lámpara.

—Acercaos —dijo Forkbeard. Los remos se hundieron casi sin ruido, aproximándonos al casco del
Eslín Negro
.

Vimos que amarraban el navío.

Los hombres, fatigados, recogieron los remos. Uno a uno ataron los escudos sobre los macarrones.

Tendieron una plancha desde la regala hasta el muelle. Entonces distinguimos a Thorgard de Scagnar, con su manto agitándose y su casco astado, descender por la plancha. Fue recibido por sus hombres. Habló con ellos brevemente y luego, a la luz de las linternas, se alejó a grandes zancadas por el muelle.

Los hombres no le siguieron, ni quienes se hallaban en el barco lo abandonaron aún.

Proferí una exclamación de asombro, que secundaron mis acompañantes.

Otra figura surgía de la oscuridad del navío.

Se movía rápidamente, con una agilidad asombrosa para tan gigantesca mole. Oí el raspar de las garras en la plancha. Era una forma gibosa y velluda.

Siguió a Thorgard de Scagnar.

Sus hombres, entonces, fueron tras ella tímidamente.

Forkbeard me miró. Estaba perplejo.

—Uno de los Kurii —dijo.

Era cierto. Pero la que acabábamos de ver no era una bestia aislada, degenerada y enferma, como la que había asaltado la casa de Forkbeard. Antes bien parecía de lo más saludable, ágil y poderosa.

—¿Qué tiene que ver una bestia semejante con Thorgard de Scagnar? —pregunté.

—¿Qué tiene que ver Thorgard de Scagnar con una bestia semejante? —dijo sonriendo Ivar Forkbeard.

—No lo entiendo —admití.

—Sin duda no tiene la menor importancia —dijo Ivar—. Y, cuando menos, no nos concierne.

—Espero que no.

—Tengo una cita con Svein Diente Azul —dijo Ivar Forkbeard. Dio un puntapié a la cautiva con el costado de su bota. Ella emitió un ruidito, pero eso fue todo—. La Asamblea pronto tendrá lugar —dijo.

Asentí. Lo que había dicho era cierto.

—Pero seguramente —repuse—, tú, un proscrito, no te arriesgarás a asistir a ella.

—Tal vez. ¿Quién sabe? —Sonrió burlón—. Luego, si salgo con vida, perseguiremos a los Kurii.

—Yo sólo persigo a uno —dije.

—Quizá el que persigues se halla en estos momentos en los dominios de Thorgard de Scagnar.

—Es posible —repuse—. No lo sé. —No me parecía improbable que la conjetura de Ivar Forkbeard fuese cierta. Pero no tenía el menor deseo de perseguir Kurii al azar.

—¿Cómo conocerás al Kur que andas buscando? —me había preguntado Ivar en su casa.

—Creo —había respondido yo— que él me conocerá a mí.

Tenía pocas dudas respecto de esto.

Estaba seguro de que el que buscaba me conocería, y bien.

Indudablemente había planeado atraerme al norte. Sonreí. Ciertamente su plan había tenido éxito.

Pero me preguntaba qué estaría haciendo un Kur en los dominios de Thorgard de Scagnar.

—Vámonos —le dije a Ivar Forkbeard.

La lancha hendió las aguas.

9. FORKBEARD ASISTIRÁ A LA ASAMBLEA

—¡Mi Jarl! —exclamó Thyri, lanzándose a mis brazos. La levanté y la hice girar. Llevaba el vestido de lana blanca y el collar remachado.

Bebí largamente de sus labios de esclava.

En derredor oía los alegres gritos de los hombres de la granja de Ivar Forkbeard, y los entusiasmados gritos de las esclavas.

Ivar estrechó contra el cuero de su indumentaria a Budín y a Gunnhild, besando primero a una y luego a la otra, mientras las dos buscaban ansiosamente sus labios, y le palpaban anhelantes el cuerpo.

Otras esclavas pasaron junto a mí alborotadamente para dar la bienvenida a sus favoritos entre los remeros de la serpiente de Forkbeard.

Detrás de él, a su izquierda, erguida la cabeza, desdeñosa, hallábase Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar.

Los hombres y las esclavas, unos en los brazos de las otras, retrocedieron para contemplarla.

No iba encadenada. Aún llevaba su vestido de terciopelo verde, pero mugriento y rasgado, lo cual revelaba la blancura de su cuello e insinuaba las delicias de sus senos; asimismo, un gran desgarrón hasta la cadera, originado cuando la pusieron en el remo durante el viaje, le descubría el muslo, la pantorrilla y el tobillo. Estaba erguida con arrogancia. Ella era lo que Forkbeard había ido a buscar; ella era su presa.

—¡Así que ésta es Hilda la Altiva! —exclamó Ottar, las manos en su pesado cinto.

—¡Gunnhild es mejor! —vociferó Morritos.

—¿Quién es Gunnhild? —inquirió Hilda con frialdad.

—Yo soy Gunnhild —dijo la aludida. Tiesa y arrogante, tenía por el brazo a Ivar Forkbeard, su blanca falda abierta hasta el vientre, el negro hierro ceñido a su cuello.

—¡Una esclava! —repuso Hilda, riendo con desprecio.

Gunnhild la miró de hito en hito, furiosa.

—¡Gunnhild es mejor! —repitió Morritos.

—Desnudémoslas y veámoslo —dijo Ottar.

Hilda palideció.

Forkbeard dio la vuelta y, rodeando con un brazo a Gunnhild y con el otro a Morritos, empezó a caminar por el muelle.

Hilda le siguió, a su izquierda.

—Acompaña con gran finura —comentó Ottar. Los hombres y las esclavas se echaron a reír. Forkbeard se detuvo. La cara de Hilda se encendió de rabia, pero mantuvo la cabeza erguida.

A los eslines domesticados se les enseña a acompañar, y a veces también a las esclavas. Naturalmente, yo estaba familiarizado con ello. Era muy corriente para las esclavas del sur, en diversos estilos según la ciudad, el acompañar a sus dueños.

Hilda, claro está, era una mujer libre. El acompañar suponía para ella una increíble humillación.

Forkbeard reemprendió la marcha, y luego volvió a detenerse. Nuevamente, Hilda le siguió como antes.

—¡Le está acompañando! —exclamó Ottar riendo.

Había lágrimas de cólera en los ojos de Hilda. Lo que él acababa de decir era del todo cierto. En su barco Forkbeard la había enseñado, aun y siendo una mujer libre, a acompañar.

No había sido un viaje agradable para la hija de Thorgard de Scagnar. Desde el principio había estado engrilletada de cara al mástil. Había pasado un día entero, además, con el manto atado a la cabeza. El segundo día se lo habían retirado sólo para meterle entre los dientes el brocal de una bota de agua, cubriéndola luego otra vez. El tercer día le quitaron el manto y la bufanda y los arrojaron por la borda; fue entonces cuando Ivar Forkbeard la abrevó y, con una cuchara le dio un poco de gachas de la esclava para comer.

Famélica, las había engullido vorazmente.

—Con qué voracidad come las gachas de las esclavas —había comentado él.

Después había rehusado comer más. Pero, al día siguiente, para la diversión de Forkbeard, había alargado la boca impaciente por recibir el alimento.

El quinto día y en los sucesivos, Forkbeard le amarraba los tobillos y la soltaba del mástil para que pudiera comer por sí misma, con las manos engrilletadas delante de su cuerpo.

Después del quinto día la alimentó con caldos y algunas carnes, para que así adquiriese buen color.

Con la mejora de su dieta, tal y como él esperaba, la muchacha recobró algo de su altivez y mal genio.

El octavo día la soltó del mástil para que pudiera caminar por el barco.

Luego de que ella hubiera dado una vuelta, le había dicho:

—¿Estás lista para acompañar?

—¡No soy un eslín domesticado! —había exclamado ella.

—Ponedla en el remo —ordenó Forkbeard.

La habían atado de espaldas, cabeza abajo, vestida, a uno de los remos de casi seis metros.

—¡No puedes hacerme eso a mí! —gritaba Hilda.

Entonces, para su congoja, sintió moverse el remo.

—¡Soy una mujer libre! —vociferaba.

Luego, como cualquier esclava, se encontró sumergida bajo la verde y fría superficie de Thassa.

El remo ascendió.

—¡Soy la hija de Thorgard de Scagnar! —gritaba, escupiendo agua, medio cegada.

El remo volvió a hundirse. En cuanto la sacó la próxima vez estaba visiblemente aterrorizada. Había tragado agua. Había descubierto lo que toda esclava aprende de inmediato: que una debe aplicarse a ser razonable si desea salir con vida del remo. Se ha de seguir su ritmo, y tan pronto como rompe la superficie, expeler el aire e inspirar profundamente.

Forkbeard la vigiló un rato, pero luego le dijo a Gorm que lo hiciera él, armado de una lanza. Por dos veces tuvo éste que ahuyentar aquella tarde al eslín marino del cuerpo de la muchacha, y una vez al tiburón blanco de las aguas norteñas. El segundo eslín le había desgarrado el vestido con sus afilados dientes; una larga tira del mismo quedó enganchada en ellos al huir presuroso el animal.

No había estado ni medio ahn en el remo cuando comenzó a implorar que la soltasen; unos cuantos ahns más tarde comenzó a pedir que la dejasen acompañar a Forkbeard.

Pero no fue hasta la noche cuando levantaron el remo y la soltaron. Le dieron caldo caliente y volvieron a encadenarla al mástil.

Forkbeard no le dijo nada, pero, al día siguiente, cuando daba una vuelta por la cubierta bajo el calor del sol, ella, aun y siendo una mujer libre, le acompañaba perfectamente. La tripulación había prorrumpido en carcajadas. Yo sonreí también. A Hilda la Altiva la habían enseñado a acompañar.

Ivar Forkbeard abandonó el muelle, rodeando con los brazos a Budín y a Gunnhild, que se arrimaban a él.

Hilda, erguida la cabeza, le seguía.

Morritos corrió tras de ella.

—¡Gunnhild es mejor! —gritó.

Hilda no le hizo caso.

—¡Tobillos gruesos! —exclamó Lindos Tobillos.

—Tiene un banco de remo bajo el vestido —dijo Olga.

—¡Culona! —exclamó otra muchacha.

De improviso, en un arranque de furia, Hilda se abalanzó sobre ellas. Forkbeard se volvió.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

—Le estábamos diciendo lo fea que es —repuso Morritos.

—¡Yo no soy fea! —gritó Hilda.

—Quítate la ropa —ordenó Forkbeard.

Sus ojos se desencajaron de horror.

—¡Nunca! —gritó—. ¡Nunca!

Los hombres y las esclavas se echaron a reír.

—¡Me has enseñado a acompañar, Ivar Forkbeard —dijo—, pero no me has enseñado a obedecer!

—Desnudadla —mandó Ivar a las esclavas. Ellas saltaron ansiosas sobre Hilda la Altiva.

En un santiamén la arrogante muchacha, desnuda, estuvo sujeta delante de Ivar. Olga la tenía por un brazo y Lindos

Tobillos por el otro. Ella se debatía en vano.

—Gunnhild es mejor —repitió Morritos.

Era cierto. Pero Hilda la Altiva era un magnífico pedazo de carne de hembra. En casi cualquier mercado habría obtenido, con toda seguridad, un elevado precio.

Poseía un hermoso cuello y unos buenos hombros; sus senos eran una preciosidad; su talle era tan estrecho que se podría ceñir bien con las manos; tal vez fuera un tanto culona, pero yo nada tenía que objetar a eso; en el norte se lo llama «la cuna del amor». Cumple muy bien con la finalidad de amortiguar las embestidas del placer de un remero. En el sur habrían dicho que tenía suaves caderas. Si Forkbeard quisiera hacerla procrear, ella pariría criaturas fuertes y saludables para sus esclavos, enriqueciendo su granja; también sus muslos y sus pantorrillas eran encantadores; sus tobillos, aunque no gruesos, como Lindos Tobillos afirmara, lo eran más que los suyos o los de Thyri.

Hilda dejó de debatirse y contempló a Forkbeard.

Éste la examinó con gran atención, como lo hiciera con sus animales cuando había inspeccionado la granja.

Se puso en pie, tras haber estado palpando la firmeza de sus pantorrillas.

Luego les dijo a las esclavas:

—Llevadla al poste de castigo.

Las esclavas, riendo, arrastraron a Hilda hasta el poste. Entonces Ottar le cruzó las muñecas por delante del cuerpo, se las ató sin contemplaciones con un pedazo de cuerda y luego las amarró a la argolla en lo alto del poste. Sus pechos tocaban la madera; no podía apoyar los talones en el suelo.

—¿Cómo te atreves a ponerme en esta posición, Ivar Forkbeard? —exclamó—. ¡Soy una mujer libre!

—Tráeme el látigo de cinco colas —dijo Ivar a Gunnhild.

—Sí, mi Jarl —repuso ella sonriendo. Corrió a buscarlo.

—Soy la hija de Thorgard de Scagnar —advirtió Hilda—. Suéltame inmediatamente.

Gunnhild puso el látigo en la mano de Forkbeard.

Ottar le recogió a la muchacha la melena y la dejó caer por delante de sus hombros.

—¡No! —exclamó Hilda.

Forkbeard le tocó la espalda con el látigo. Y luego le dio un par de golpecitos suaves.

—¡No! —gritó ella—. ¡No, por favor!

Retrocedimos para hacerle sitio a Forkbeard; él desenredó las colas de una sacudida y echó el brazo hacia atrás.

El primer azote la tiró contra el poste; vi la sorpresa en sus ojos, luego el dolor; la hija de Thorgard parecía aturdida; entonces profirió un chillido de aflicción; sólo en aquel instante se dio cuenta de lo que el látigo puede hacerle a una muchacha.

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