Parece que por fín la vida del investigador Marco Didio Falco va a entrar en una época de desahogo económico e incluso de prosperidad, pues se ha puesto al servicio del emperador Vespasiano como agente tributario con amplios poderes y un sueldo nada desdeñable.
Sin embargo, la muerte de una gran estrella del mundo del espectáculo da un vuelco a todos sus planes y pone al descubierto el sórdido mundo de las envidias y las rivalidades entre los entrenadores y los agentes de gladiadores. Cuando también un aclamado gladiador aparezca muerto, Falco no tendrá más remedio que iniciar una investigación que le obligará a emprender un viaje a África acompañado de su esposa Helena y de su pequeña hija Julia.
Lindsey Davis
¡A los leones!
La X novela de Marco Didio Falco
ePUB v1.0
tagus20.04.12
Traducción de Hernán Sabaté
Título original:
Two for the Lions
© 1998, Lindsey Davis
© 1998, de la traducción: Hernán Sabaté
La décima novela de Falco está dedicada con el afecto y la gratitud de la autora a todos los lectores que han hecho posible la continuidad de esta Serie.
AMIGOS
ROMANOS
TRIPOLITÁNOS
Jurisdicciones de las Cohortes de los Vigiles en Roma:
Primera Cohorte: Sectores VII y VIII (Vía Lata, Foro Romano)
Segunda Cohorte: Sectores III y V (Isis y Serapis, Esquilino)
Tercera Cohorte: Sectores IV y VI (templo de la Paz, Alta Semita)
Cuarta Cohorte: Sectores XII y XIII (Piscina Pública, Aventino)
Quinta Cohorte: Sectores I y II (Puerta Capena, Celio)
Sexta Cohorte: Sectores X y XI (Palatino, Circo Máximo)
Séptima Cohorte: Sectores IX y XIV (Circo Flaminio, Trastévere)
ROMA, DE DICIEMBRE DEL 73 A MARZO DEL 74 D. C.
Mi socio y yo estábamos firmemente decididos a hacernos ricos hasta que nos hablaron del cadáver.
En honor a la verdad, hay que decir que la muerte campaba por sus respetos en aquellos lugares. Anácrites y yo habíamos estado trabajando entre los proveedores de animales salvajes y los gladiadores del circo durante los Juegos romanos. Cada vez que salíamos con nuestras tablillas de notas para reconocer la zona, nos pasábamos el día rodeados de esos seres cuyo destino era morir en un futuro cercano, del que sólo lograrían escapar si conseguían matar ellos primero. El premio principal del vencedor en muchos casos era la vida, algo ya raro habitualmente.
Con todo, entre los barracones de los gladiadores y las jaulas de los grandes felinos, la muerte era una cosa trivial. Nuestras víctimas eran los orondos hombres de negocios, cuyos asuntos financieros investigábamos concienzudamente como parte de nuestro nuevo trabajo, y éstos buscaban gozar de una vida larga y próspera, pese a que la descripción normal de su negocio podía resumirse en «carne de matadero». El producto con el que comerciaban se medía en dosis de muerte; y su éxito dependía de si esas dosis satisfacían a la multitud en cuanto a la cantidad de sangre derramada, y en su capacidad de idear maneras más elaboradas de derramarla.
Sabíamos que allí tenía que haber mucho dinero en juego. Los proveedores y los preparadores eran hombres libres, requisito incuestionable para poder dedicarse al comercio, por sórdido que fuera, y por eso se habían presentado, con el resto de la sociedad romana, en el gran censo, instituido por el emperador con motivo de su ascensión al trono, cuyo objetivo era no sólo contar cabezas sino, principalmente, que declararan sus bienes. Cuando Vespasiano llegó a ostentar el poder de un imperio en bancarrota después del caos que había supuesto el reinado de Nerón, declaró públicamente que necesitaría cuatrocientos millones de sestercios para recomponer el mundo romano. Como carecía de fortuna personal, se dispuso a recaudar fondos de la forma que le pareció más atractiva a un hombre de clase media, como era él. Se nombró censor a sí mismo e hizo lo propio con su hijo Tito; luego nos obligó a todos los demás a rendir cuentas sobre nosotros y sobre nuestras posesiones para, a continuación, cargarnos con onerosos impuestos sobre las segundas, lo cual era el objetivo principal de aquel ejercicio.
Los más maliciosos pensaréis que no pocos cabezas de familia se sintieron excitados ante aquel reto, y que más de cuatro estúpidos intentaron reducir sus bienes cuando declararon el valor de sus propiedades. Sólo los que pudieron permitirse el lujo de hacerse con asesores financieros extremadamente listos consiguieron evadir parte de sus impuestos, pero como el gran censo tenía por objeto recaudar cuatrocientos millones, era inútil urdir una mentira. El listón era demasiado alto: la evasión sería combatida por un emperador que contaba con recaudadores de impuestos en su reciente pedigrí familiar.
La maquinaria para la extorsión venía de antiguo. Tradicionalmente, el censo se basaba en una primera máxima de la administración fiscal, consistente en que los censores tenían derecho a decir, «no nos creemos ni una palabra de cuanto nos estás contando» y, por consiguiente, hacían sus valoraciones, con lo que la víctima se veía obligada a pagar de acuerdo con ellas. No había apelación posible.
Se dirá que eso no es cierto, que los hombres libres siempre tenían el derecho de reclamar al emperador. Pero tampoco cabe olvidar que uno de los privilegios de ser emperador era poder envolverse augustamente en su túnica púrpura y decirles que se largaran con viento fresco.
Cuando el emperador y su hijo actuaban como censores, siempre era una pérdida de tiempo decirles que se controlasen a sí mismos. Pero primero tenían que hacer las valoraciones más difíciles y para eso necesitaban ayuda. A fin de evitar que Vespasiano y Tito se vieran obligados a medir personalmente las lindes de las fincas, a interrogar a los sudorosos banqueros del Foro o a meditar sobre los libros de contabilidad con un ábaco en las manos (dado que a la vez intentaban gobernar como podían el arruinado imperio), decidieron emplearnos a mi socio y a mí. Los censores necesitaban identificar los casos en los que meter mano. Ningún emperador deseaba que lo acusaran de crueldad. Eran otros quienes tenían que descubrir las mentiras que pudieran ser valoradas de nuevo sin levantar protestas, por eso Falco y Asociado fueron contratados (a sugerencia mía y en base a unos honorarios muy atractivos) para investigar las declaraciones fraudulentas.
Esperábamos que eso nos proporcionase una vida cómoda dedicada a examinar pulcras sumas en pergaminos de la mejor calidad en los lujosos estudios de los ricos, pero no tuvimos esa suerte. La realidad fue que a mí se me consideraba un tipo duro y, como informante que era, probablemente se creía que mis orígenes eran un tanto turbios. Así, Vespasiano y Tito me contrariaron al decidir que querían el máximo rendimiento del contrato con Falco y Asociado (la identidad concreta de mi socio no se había revelado por buenas razones). Nos ordenaron olvidar la vida fácil e investigar las economías dudosas.
De ahí lo del circo. Se creía que los entrenadores y los proveedores mentían descaradamente, y eso no había quien lo pusiera en duda; lo mismo que hace todo el mundo. Sin embargo, sus maneras de evadir habían llamado la atención de nuestros amos imperiales y era eso lo que estábamos investigando en aquella mañana aparentemente ordinaria cuando, de repente, fuimos invitados de manera inesperada a examinar un cadáver.
Trabajar para los censores había sido idea mía. Una conversación casual con el senador Camilo Vero unas semanas antes me alertó sobre el hecho de que se iba a llevar a cabo una investigación en las declaraciones de patrimonio. Enseguida me di cuenta de que aquello podría organizarse de una manera adecuada, con un equipo de auditores que examinaran los casos sospechosos, categoría a la que Camilo Vero no pertenecía, pues no figuraba más que como un pobre bobalicón con cara de simple, capaz de pónerse a malas con un asesor y que no podía permitirse el lujo de pagar a un contable benévolo que lo sacara del apuro.