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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (19 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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Pasamos junto a un individuo al que vimos agarrar dos barras al rojo vivo con las manos, echar a correr unos seis metros y luego tirarlas a un lado.

—¿Qué hace? —pregunté.

—Probar que ha dicho la verdad —respondió Forkbeard.

—Oh —comenté.

Me di cuenta de que las esclavas de Ivar Forkbeard llamaban más la atención de lo que cabía esperar.

—Tus muchachas se mueven bien —le dije a Ivar.

—Son esclavas ante los ojos de extraños —repuso.

Sonreí. Las muchachas no sólo llevaban los vestidos de aquella guisa para suscitar la envidia de los demás, sino también por otro motivo. A la esclava la estimula el hallarse expuesta a la inspección de los desconocidos, preguntarse si les gusta su cuerpo, si lo desean; ella advierte sus miradas, su placer. Tales cosas, como que un hombre desee ser su dueño, por ejemplo, le son gratas. Es una hembra, orgullosa de su atractivo y de su belleza; además se siente estimulada al saber que alguno de esos desconocidos podría comprarla, ser su dueño, y que entonces ella habría de darle gusto. Los ojos de un seductor hombre libre y los de una esclava se encuentran; la chica percibe que él se pregunta cómo sería ella en el lecho; el hombre percibe que ella, furtivamente, se hace conjeturas acerca de qué le parecería el que fuera su dueño. Ella sonríe y, con su collar, echa a correr; los dos reciben placer.

—Cuando volvamos —dijo Forkbeard— se encontrarán mejor por haber mirado y haber sido miradas.

Un granjero de entre el gentío se adelantó. Su manaza recorrió el cuerpo de Thyri, de la cadera a los senos, en uno de los cuales se demoró un instante, acariciándolo. Ella se detuvo, alarmada, y luego retrocedió apresuradamente.

—¡Compradme, mi Jarl! —exclamó riendo—. ¡Compradme!

Forkbeard sonrió satisfecho. Sus muchachas eran excelentes. A pocos de quienes las contemplaban no les hubiera gustado poseerlas.

—¡Poned a ésa en el estrado! —gritó un granjero, señalando a Gunnhild.

—¡Al estrado! —rugió Ivar Forkbeard.

Le arrancó el vestido. A poco ella, subió la escalerilla de madera en dirección al estrado.

Éste es una pasarela de madera sobre la cual desfilan las esclavas de una parte a otra, sonriendo y contoneándose; sin embargo, no están en venta. El estrado ha sido instituido para el placer de los hombres libres. No dista mucho de las competiciones, si bien no se adjudica tálmit alguno. Hay jueces, por lo general Jarls de categoría inferior y traficantes de esclavos. Ningún juez, dicho sea de paso, es una hembra. A las mujeres no se las considera competentes para juzgar la belleza de una hembra; se dice que sólo un hombre puede hacerlo.

—¡Sonríe, hembra de eslín! —bramó Forkbeard

Gunnhild sonrió y echó a andar.

A ninguna mujer libre, naturalmente, se le ocurriría siquiera participar en semejante concurso. Todas las que caminan por el estrado son esclavas.

Al final en el estrado sólo quedaron Gunnhild y la «chica de seda», la que llevaba los pendientes.

Y fue Gunnhild quien recibió el pastel, para el deleite de los espectadores, que bramaban y aporreaban sus escudos con las puntas de sus lanzas.

—¿Quién es su dueño? —exclamó el juez principal.

—¡Yo soy! —bramó Forkbeard.

Le entregaron un disco tarn de plata como premio.

Muchas fueron las ofertas que hicieron por Gunnhild los, allí presentes, a gritos; pero Forkbeard, riendo, las rechazó todas. Estaba claro que el hombre quería a la moza para su propio lecho. Gunnhild se sentía muy orgullosa.

—Vístete, muchacha —le dijo Forkbeard, tirándole el vestido.

Forkbeard se detuvo al pie de la escalerilla e hizo una profunda reverencia. Yo le imité. Las esclavas cayeron de rodillas, cabizbajas, Gunnhild entre ellas.

—¡Qué vergüenza! —dijo una mujer libre severamente.

Ellas se arrastraron a sus pies. Las esclavas temen sobremanera a las mujeres libres. Es casi como si hubiera una guerra no expresada entre ellas, como si fueran enemigas mortales. En tal guerra, por supuesto, la esclava está completamente a merced de la persona libre. Uno de los grandes temores de una esclava es el de ser vendida a una mujer. Éstas las tratan con increíble odio y crueldad. Yo ignoro el motivo. Sostienen algunos que esto se debe a que las mujeres libres envidian el collar a las esclavas porque ellas también desearían llevarlo.

Las mujeres libres ven el estrado con severa desaprobación. Acaso les enfurece el no poder exhibir su propia belleza sobre él, o no ser tan agraciadas como las mujeres que la mirada lujuriosa de los hombres consideran aptas para la esclavitud. Es difícil saber la verdad de tan complicadas cuestiones, sobre todo en el norte, por la creencia entre las mujeres libres de que ellas están de vuelta de cosas como el sexo, asunto que sólo interesa a esclavas y a muchachas fáciles.

—¡Es vergonzoso! —exclamó la mujer libre—. Yo no apruebo el estrado.

Forkbeard no replicó, sino que la miró con gran respeto.

—Estas hembras —dijo, señalando a las muchachas— estarían mejor ocupadas en tu granja, estercolando campos y haciendo mantequilla.

Del cinto de la mujer colgaban unas tijeras y un anillo con muchas llaves, lo cual denotaba que su vivienda contenía numerosos cofres o puertas, es decir, que era la dueña y señora de una amplia casa. Llevaba el pelo recogido alrededor de una peineta, señal de que estaba en compañía.

—Pero yo soy del Glaciar del Hacha —repuso Forkbeard.

En esta región no hay granjas, ni ganado, debido a la escasez de pastos. De acuerdo con esto habría pocos campos que estercolar y apenas mantequilla que abastecer.

Noté que a la mujer libre no le satisfacía mucho la respuesta de Forkbeard.

—Thorgeir, ¿no es así?

—Thorgeir del Glaciar del Hacha —completó Forkbeard, con una inclinación de cabeza.

—¿Y para qué necesitaría uno del Glaciar del Hacha estas miserables esclavas? —preguntó.

—En la región del Glaciar del Hacha —repuso Forkbeard, con gran seriedad— la noche dura seis meses.

—Entiendo —dijo la mujer sonriendo—. Has ganado tálmits, ¿no, Thorgeir del Glaciar del Hacha?

—Seis, señora.

—Antes de reclamarlos, te aconsejo recuerdes tu verdadero nombre.

Él inclinó la cabeza.

Su consejo no me gustó demasiado.

Ella se recogió el borde del vestido, dio la vuelta y se alejó. Miró hacia atrás una sola vez.

—Cubríos las vergüenzas —dijo. Luego se alejó a grandes zancadas, precedida de varios hombres de armas.

—¡Cubríos las vergüenzas! —gritó Forkbeard.

Sus muchachas, asustadas, con lágrimas en los ojos, se apresuraron a taparse como mejor podían, avergonzadas por la mujer libre. Es una costumbre corriente de las mujeres libres el tratar de avergonzar a la esclava de su cuerpo.

—¿Quién era? —inquirí.

—Bera —contestó él—, la compañera de Svein Diente Azul.

Se me encogió el corazón.

—Tendría que ponerle un collar —comentó Forkbeard.

Sólo de pensarlo me escandalicé.

—Le hace falta el látigo —dijo. Luego miró a sus muchachas—. ¿Qué habéis hecho? —les preguntó—. ¡Bajaos los vestidos y atadlos bien arriba!

Ellas, riendo, nuevamente orgullosas de sus cuerpos, se apresuraron a obedecer, recogiendo y atándose los vestidos casi hasta la mitad de sus deliciosos muslos.

Luego seguimos nuestro camino. Gunnhild les dio a sus compañeras trozos del pastel que había recibido y le permitió a Dagmar, la que iba a ser vendida, lamer el azúcar cristalizado de sus dedos.

En el cobertizo de las esclavas hubo un crujir de cadenas cuando éstas levantaron la vista. La luz se filtraba por las elevadas ventanas que había en la pared izquierda. Las muchachas estaban sentadas, arrodilladas o echadas sobre paja a lo largo de dicha pared.

Un oficial de Svein Diente Azul, ayudado por dos esclavos, tasó rápidamente a Dagmar: desnudándola, palpando su cuerpo, la firmeza de sus senos, mirando en el interior de su boca.

—Un discotarn de plata —dijo.

Dagmar había robado, dos meses atrás, un trozo de queso a Lindos Tobillos; eso le valió que la azotaran. La misma Lindos Tobillos se encargó de infligirle el castigo; la había azotado hasta cansarse. Por añadidura, varios remeros de Forkbeard no la habían encontrado suficientemente agradable; por lo tanto, iba a ser vendida como una muchacha inferior.

—Trato hecho —convino Forkbeard.

Dagmar fue vendida.

Había sobre un centenar de esclavas en el cobertizo. El oficial encadenó a Dagmar junto a ellas.

Entretanto Forkbeard observaba a las esclavas, que naturalmente iban desnudas para el examen de los compradores.

Detrás de él estábamos nosotros y Tarsko, que nos había acompañado por si Forkbeard decidía hacer alguna compra abundante.

—Mi Jarl —dijo Thyri.

—Sí —repuso Forkbeard.

—¿Debería permitírsele a este esclavo —preguntó, señalando a Tarsko, en otro tiempo Wulfstan de Kassau— contemplar la belleza de las esclavas?

—¿Qué quieres decir? —inquirió Ivar Forkbeard.

—Después de todo —alegó Thyri—, no es más que un esclavo.

Me pregunté por qué querría denegarle este placer al joven.

Me acordé que había dicho que le odiaba. Personalmente, yo no tenía nada que objetar a su presencia en el cobertizo. Puede que hubiera transcurrido más de un año desde que se le permitió estar con una hembra.

El joven miró a Thyri con gran rencor.

Ella irguió la cabeza y se echó a reír.

—Creo —dijo Ivar—, que le mandaré de vuelta a la tienda.

—Excelente —repuso ella. Sonrió al esclavo.

—¡La cadena! —ordenó Forkbeard. Uno de sus hombres se descargó del hombro una cadena provista de grillos. Se la tendió a Forkbeard.

—La muñeca —ordenó éste.

El joven alargó las muñecas. Thyri miraba encantada.

Forkbeard cerró el grillo en torno a la muñeca izquierda de Tarsko.

Thyri se echó a reír.

Entonces Forkbeard cogió la muñeca derecha de Thyri y la ciñó con el otro grillo.

—¡Mi Jarl! —exclamó ella.

—Es tuya hasta la madrugada —dijo Forkbeard al joven esclavo—. Úsala detrás de la tienda.

—¡Gracias, mi Jarl! —exclamó.

—¡Mi Jarl! —gimió Thyri.

—¡De prisa, esclava! —ordenó. Dio la vuelta y, casi corriendo, tiró de la llorosa muchacha, arrastrándola tras de sí.

Todos soltamos la carcajada.

—Espero —comentó Forkbeard— que no la hará gritar durante toda la noche. Quiero dormir bien.

—Sería una lástima —aduje— estorbar su placer.

—Si hace falta simplemente la haré amordazar con el mismo vestido de la moza.

—Perfecto —convine.

Entonces Forkbeard volvió su atención a las esclavas encadenadas.

Algunas alargaba sus cuerpos hacia él; varias giraban sobre sí mismas provocativamente para exhibirse, ya que sin duda era un dueño atractivo; mas otras fingían no verle, si bien advertí que hacían maravillosa ostentación de sus cuerpos cuando él llegaba a su altura, en especial si se detenía para contemplarlas. Otras muchachas, cuyo collar era acaso más reciente, retrocedían temerosas y se arrimaban a las tablas, tratando de cubrirse; no faltaban las que le miraban con lágrimas en los ojos, con temor, franca hostilidad u hosco resentimiento; todas sabían que él, como cualquier hombre, podía ser su completo dueño.

Para mi sorpresa, se detuvo ante una muchacha morena que se sentaba con las piernas alzadas, los brazos alrededor de ella y los tobillos cruzados; apoyaba la cabeza, de lado, sobre las rodillas; pareció alarmarle el que Forkbeard se fijara en ella. Levantó la vista y le miró asustada; luego volvió a recostar la cara como antes, pero había temor en sus ojos, y diríase que todo su cuerpo se había tensado. Parecía una muchacha tímida e introvertida, incapaz de sostener la mirada de Forkbeard; alguien que, antes de su captura, habría estado muy sola.

—Yo sería muy mala esclava, mi Jarl —susurró.

—¿Qué sabes de esta muchacha? —preguntó Forkbeard al oficial de Svein Diente Azul, que le acompañaba.

—Que habla poco y, en el redil de ejercicio, cuando no está encadenada y puede hacerlo, evita el contacto con las demás.

Forkbeard alargó la mano hacia su rodilla, pero, como ella le mirase aterrada, no la tocó.

La muchacha inspiró profundamente, cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Está sana? —preguntó Forkbeard.

—Sí —respondió el oficial.

Algunas veces había visto a tales mujeres en la Tierra. Solían ser muchachas estudiosas y reservadas, que eludían relacionarse con los demás; jóvenes solitarias y sin embargo de gran inteligencia, maravillosa imaginación y una fantástica sexualidad reprimida. Eran a menudo las más fabulosas gangas de los mercados de esclavos goreanos. Virginia Kent, a quien había conocido años atrás en Ar, que se había convertido en la compañera del guerrero Relius de Ar, había sido una de tales chicas. En la Tierra había enseñado historia antigua y lenguas clásicas en un pequeño colegio; en aquel tiempo algunos pudieran haberla considerado una muchacha harto severa e intelectual; los traficantes de esclavos goreanos, no obstante, quizá más perspicaces que sus colegas terrestres, habían comprendido su potencial. La habían secuestrado, como un artículo más de la carga, y la habían llevado a Gor; una vez allí, privada de cualquier otra alternativa, había sido adiestrada y se había convertido en la más exquisita de las esclavas que alguna vez hubiera visto.

—Arrodíllate —le ordenó Forkbeard—, separa las piernas, y pon las manos sobre los muslos.

Ella obedeció.

Él se agachó frente a ella.

—Tal vez quiera usarte para engendrar esclavos —comentó—. Debes de estar sana para la granja. Echa la cabeza atrás, cierra los ojos y abre la boca.

Ella lo hizo, para que Forkbeard pudiera examinar su dentadura. Mucho se podía inferir de la edad y el estado de una esclava, de una kaiila o un bosko a través de sus dientes.

Pero Forkbeard no miró en su boca. Su mano izquierda se deslizó por su espalda, sujetándola, y su mano derecha fue de improviso hasta su cuerpo. Ella gritó, esforzándose en vano por retroceder, y luego, con los ojos cerrados, lloriqueando, se echó hacia delante retorciéndose, y al fin, sollozando, se quedó quieta, los dientes apretados, tratando de no sentir. En cuanto las manos del hombre se retiraron de su cuerpo ella, gimoteando, intentó golpearle, pero él la asió por sus estrechas muñecas, sujetándola. Se debatió inútilmente. Entonces le ordenó abrir de nuevo la boca y esta vez sí le examinó los dientes. Luego se puso en pie.

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