Los intrusos de Gor (15 page)

Read Los intrusos de Gor Online

Authors: John Norman

BOOK: Los intrusos de Gor
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los ojos de Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar, relampaguearon.

—¡Vosotros los del sur creéis que los del norte somos bárbaros! —espetó.

—Qué necios que fuimos —admití, tocando el suelo con la cabeza.

—¡Podría haceros freír en grasa de tarsko! —amenazó—. ¡O haceros hervir en aceite de tharlarión!

—¿No os apiadaréis, ilustre señora —gemí— de aquellos que no se figuraban la civilización, la finura del norte?

—Ya lo veremos —dijo—. ¿Traéis otros perfumes?

Mi ayudante, ilusionado, levantó un frasco.

—No —le reñí—. Una mujer así descubrirá en un instante el secreto de este perfume.

—Déjame olerlo —exigió ella.

—No es nada, señora —gemí—, aunque entre las de más grande linaje y las más hermosas mujeres de los Médicos goza de mucha aceptación.

—Déjame olerlo —repitió.

Yo quité el tapón y volví la cabeza, como si me avergonzara.

Ella se lo llevó a la nariz.

—Apesta —dijo.

Me apresuré a taponar el frasco y, furiosamente, lo metí en la mano de mi azorado ayudante, que lo devolvió a su sitio.

Hilda se sentaba en una gran silla curul, grabada con el signo de Scagnar: un buque—serpiente visto de frente. En cada brazo de la silla había grabada la cabeza de un eslín con las fauces abiertas. Sonreía fríamente.

Alargué la mano para coger otro frasco.

Ella vestía de terciopelo verde, ajustado a su cuello, guarnecido de oro. Llevaba trenzada su larga melena, atada con cuerda de oro.

Cogió el siguiente frasco, que yo había abierto para ella.

—No —dijo devolviéndomelo—. Desconocía que los géneros de Ar fuesen tan inferiores.

Ar, populosa y rica, la ciudad más grande de la Gor conocida, se consideraba un símbolo de calidad en las mercancías. La marca de Ar, una sola letra, la ortografía goreana del nombre de la ciudad, que aparece en su Piedra del Hogar, era a menudo falsificada por artesanos sin escrúpulos y estampada en sus propios artículos. En mi opinión, los géneros de Ko-ro-ba eran tan buenos o mejores que los de Ar, pero, a decir verdad, aquélla carecía de la reputación de la gran ciudad al sudeste, al otro lado del Vosk. Con frecuencia, quienes se interesan por tales asuntos estiman que Ar es la que marca la pauta en el vestir y en las costumbres. Todo el mundo se desvive por enterarse de lo que priva en Ar; una prenda «cortada al estilo de Ar» puede venderse por más que una de mejor tela pero menos «a la moda»; «como se hace en Ar» es una frase que se escucha a menudo. Algunas veces tenía poco que objetar a la difusión de tales modas. Tras la restauración que llevó a cabo, Marlenus de Ar había decretado, en su banquete de la victoria, el acortamiento del vestido —que llevaba ya una breve falda— de las esclavas del estado, unos seis centímetros más o menos. Esto se adoptó sin demora en Ar y, ciudad tras ciudad, se volvió harto corriente. Demostrando que yo no estoy por encima de la moda, había hecho efectiva esta escandalosa modificación en mi propia casa; ciertamente no habría querido que mis chicas se sintieran molestas por la excesiva longitud de sus ropajes; y, en realidad, lo hice mejor aún que el Ubar de Ar: ordené recoger los bajos de los vestidos medio centímetro adicional. La mayoría de esclavas goreanas tienen hermosas piernas; cuanto más veo de ellas, tanto mejor. Me preguntaba cuántas muchachas, aun en un lugar tan remoto como Turia, sabían que si enseñaban más pierna a los hombres libres era debido a que, tiempo atrás, Marlenus de Ar, en su banquete de la victoria, había alterado en plena borrachera la longitud de los ropajes de las esclavas estatales de Ar. Otra costumbre, largamente practicada en el lejano sur, en Turia por ejemplo, es la perforación de las orejas de la esclava. Esta costumbre, aunque existente desde hace mucho en el sur, no comenzó a difundirse con rapidez en el norte hasta que, nuevamente, fue introducida en Ar. En un banquete, Marlenus, como recompensa especial para sus altos oficiales, les presentó una bailarina esclava cuyos lóbulos habían sido perforados. Para su humillación, llevaba aros de oro en las orejas. Ni siquiera había podido terminar su danza; a una señal de Marlenus la habían hecho caer sobre el embaldosado en el que bailara, y allí había sido violada por más de cien hombres. La perforación de las orejas, a partir de entonces, había empezado a extenderse por el norte; los dueños y los traficantes de esclavos solían imponerla a sus muchachas. Curiosamente, las esclavas consideran la perforación del septo nasal para la inserción de un anillo mucho menos importante que la perforación de las orejas. Esto quizá se deba, en parte, a que, en el lejano sur, las mujeres libres de los Pueblos del Carro lucen anillos de nariz; o tal vez a que el orificio no se nota; no lo sé. La perforación de las orejas, sin embargo, se tiene por el epítome de la degradación de una esclava. Se dice que toda mujer con las orejas perforadas es una esclava.

—¡Me insultas al brindarme tan despreciable mercancía! —exclamó Hilda la Altiva—. ¿Es esto lo mejor que la renombrada Ar puede ofrecer?

Si hubiera sido de Ar podría haberme enojado. Así y todo, estaba algo molesto. Los perfumes que le estaba enseñando habían sido robados por Forkbeard, hacía más de seis meses, de un navío de Cos. Eran auténticos perfumes de Ar, y de las más exquisitas variedades. «¿Quién es Hilda —me pregunté—, la hija de un bárbaro, de un inculto y grosero pirata del norte, para menospreciar así los perfumes de Ar?»

Toqué el suelo con la cabeza.

—Oh, ilustre señora —gemí—, los más exquisitos de los perfumes de Ar pueden ser demasiado tenues, demasiado suaves y vulgares para alguien de vuestra perspicacia y gusto.

En las manos llevaba numerosos anillos. Cuatro cadenas de oro con medallones le rodeaban el cuello. En sus muñecas había pulseras de oro y plata.

—Mostradme otros, hombres del sur —dijo desdeñosa.

Una y otra vez tratamos de complacer a la hija de Thorgard de Scagnar. Tuvimos poco éxito. A veces hacía una mueca de aversión, ponía mala cara o expresaba repugnancia con un leve movimiento de mano o de cabeza.

Casi habíamos agotado los frascos de la plana caja de piel.

—Aquí tenemos un perfume —dije— que podría ser digno de una Ubara de Ar.

Lo destapé y ella lo sostuvo delicadamente bajo sus narices.

—No me satisface —dijo.

Contuve mi furia. Yo sabía que ese perfume, una destilación de un centenar de flores, criado como un inapreciable vino, era un secreto que guardaban los perfumistas de Ar. Contenía asimismo el aceite extraído del árbol Thentis de hoja perenne; un extracto de las glándulas del urt del río Cartius, y una preparación formada con un cálculo raspado de los intestinos de la rara ballena alargada de Hunjer, la consecuencia de la inadecuada digestión de jibia. Por fortuna, dicho cálculo se encuentra de vez en cuando suelto en el mar, expelido con las heces.

Se tardaba más de un año en destilar, adobar, combinar y unir los ingredientes.

—No me satisface —repitió. Pero pude advertir que le satisfacía.

—Sólo cuesta ocho piedras de oro —dije servilmente— por el frasco.

—Lo aceptaré —repuso con frialdad— como un obsequio.

—¡Un obsequio! —grité.

—Sí —dijo ella—. Me habéis fastidiado. He sido paciente con vosotros. ¡Ahora se me ha terminado la paciencia!

—¡Tened piedad, ilustre señora! —lloriqueé.

—Marchaos ya —dijo—. Id abajo y pedid que os desnuden y os azoten. Después os despedís con presteza de la casa de Thorgard de Scagnar. Y agradeced que os permita vivir.

Precipitadamente, como asustado, hice ademán de cerrar la caja de frascos.

—Deja eso —ordenó ella. Se echó a reír—. Se lo daré a mis esclavas.

Sonreí, aunque para mis adentros. ¡La altiva moza nos robaría toda nuestra provisión! Yo sabía que ninguna de esas exquisiteces adornaría el cuello o los pechos de una simple esclava. Ella, Hilda la Altiva, se las quedaría para sí.

Traté de ocultar un frasco que no le habíamos permitido probar. Pero su ojo fue demasiado rápido para mí.

—¿Qué es eso? —preguntó ásperamente.

—No es nada —repuse.

—Deja que lo huela.

—No, por favor, ilustre señora —imploré.

—¿Creías que podrías hurtarlo de mi vista? —dijo riendo.

—Oh, no ilustre señora —sollocé.

—Dámelo —exigió.

—¿He de hacerlo, señora?

—Veo que no tienes bastante con que te azoten. ¡Parece que también deben de hervirte en el aceite de tharlarión!

Se lo tendí lastimosamente.

Ella se echó a reír.

Mi ayudante y yo nos arrodillamos a sus pies. Bajo el terciopelo verde calzaba zapatos de oro.

—Destápalo para mí, eslín —ordenó. Me pregunté si alguna vez en mi vida había visto a una mujer tan desdeñosa, tan fría y arrogante.

Destapé el frasco.

—Tenlo bajo mi nariz —dijo. Se inclinó hacia delante. Yo sostuve el frasco debajo de sus delicadas narices.

Ella cerró los ojos y aspiró, profunda y atentamente.

—¿Qué es esto? —inquirió.

—El perfume de la captura —dije.

La sujeté por los antebrazos. Ivar Forkbeard le arrancó rápidamente las pulseras y los anillos de sus muñecas y dedos. Luego le quitó del cuello las cadenas de oro. Yo la derribé sin soltarle las muñecas. Ivar le desprendió la cuerda dorada de su pelo, dejándolo suelto. Le cayó por la espalda, rubio, hasta más abajó de la cintura. De un tirón le abrió el cuello del vestido.

—¿Quién eres? —susurró.

Forkbeard trabó sus muñecas con grilletes de negro hierro.

—¿Quién eres? —repitió.

—Un amigo de tu padre —repuso él. Los dos nos despojamos bruscamente de los disfraces de perfumeros.

Ella reparó en que vestíamos el cuero y la piel de Torvaldsland.

—¡No! —exclamó.

Le tapé la boca con la mano. Ivar le puso su daga en la garganta.

—Mientras Thorgard vaga por el mar —dijo Forkbeard— nosotros vagamos por Scagnar.

—¿Le vuelvo a poner el frasco bajo la nariz? —pregunté.

Apretando un pañuelo empapado en aquel líquido contra su nariz y su boca, se puede dejar inconsciente a una hembra en cinco ihns. Primero se retuerce frenéticamente durante un ihn o dos, luego se va apaciguando y por último se desploma sin sentido. Algunas veces lo emplean los tarnsmanes y, con más frecuencia, los traficantes de esclavos. A veces también se utilizan dardos anestésicos en la captura de hembras; éstos pueden arrojarse o introducirse en el cuerpo a mano; hacen efecto en cosa de cuarenta ihns. Ella suele despertar, desnuda, en un cuchitril de esclavas.

—No —dijo Ivar—. Para mi plan conviene que siga consciente.

Sentía la boca de la hija de Thorgard de Scagnar moverse bajo mi mano.

La punta de la daga de Forkbeard penetró ligeramente en su garganta.

Ella hizo una mueca de dolor.

—Si dices algo, como no sea en voz baja, mueres —la advirtió—. ¿Está claro?

Ella asintió con la cabeza, desconsoladamente. A una seña de Forkbeard solté su boca. Seguí sujetándola por el brazo.

—Nunca lograréis pasarme delante de los centinelas —cuchicheó.

Forkbeard miraba alrededor del aposento. De un cofrecillo sacó un grueso manto anaranjado y una bufanda.

—Hay centinelas —cuchicheó—. ¿Estáis locos? ¡No lograréis pasarme ante ellos!

—No tengo la menor intención de pasarte delante de los centinelas —dijo Ivar Forkbeard.

Ella le miró perpleja. Ivar fue hasta el ventanal del aposento, situado en lo alto de la fortaleza de madera, sobre el acantilado que dominaba la oscura bahía. Oíamos las olas romper en las rocas.

Miró hacia abajo. Luego volvió atrás y cogió una lámpara de barro, la encendió y regresó a la ventana. Movió la lámpara hacia arriba y hacia abajo, una sola vez. Yo me acerqué a la ventana, sujetando a la muchacha. Juntos miramos hacia la negrura. Entonces vimos, fugazmente, destapado y vuelto a tapar, el farol de un barco. Abajo estaba Gorm con cuatro remeros, a la hora decimonovena, en la lancha del buque de Ivar Forkbeard.

—No tenéis cuerdas para bajarme hasta vuestra lancha —dijo ella. Levantó las muñecas—. ¡Quitadme, y deprisa, estos asquerosos grilletes! —exigió.

Ivar Forkbeard fue hasta la puerta del aposento y, silenciosamente, puso los dos travesaños en sus soportes de hierro.

Ella miró al suelo; en él, desparramadas, estaban todas sus joyas.

—¿Queréis mis anillos, mis pulseras, mis cadenas de oro? —preguntó.

—Sólo por ti hemos venido a este lugar —repuso Forkbeard.

Y sonrió burlón.

Yo también sonreí. Insultar a Thorgard de Scagnar era una enormidad. Las joyas de su hija se quedarían allí. ¿Cómo podría recalcarse mejor que su apresador las desdeñaba como fruslerías, y que sólo buscaba llevarse a la muchacha?

Entonces Ivar Forkbeard se inclinó ante ella y le quitó los zapatos y las medias de seda escarlata.

—¿Vais a atarme los tobillos? —preguntó.

—No —repuso él.

—Conseguiréis un rescate más elevado si voy adornada.

—Tus adornos serán sencillos: un vestido de lana blanca, una marca y un collar de hierro.

—¡Estás loco! —siseó—. ¡Soy la hija de Thorgard de Scagnar!

—Muchacha, no te he apresado para obtener tu rescate.

—¿Por qué motivo, pues, me has apresado? —imploró.

—¿Eres tan fría, Hilda la Altiva, que no puedes adivinarlo?

—¡Oh, no! —musitó—. ¡No! ¡No!

—Se te enseñará a acompañar y a obedecer.

—¡No! —gimió ella.

Él levantó el manto para echarlo sobre su cabeza.

—Sólo pido una cosa —imploró Hilda—, en caso de que tu insensato plan diera resultado.

—¿Cuál es? —preguntó Ivar.

—¡Nunca, nunca dejes que caiga en manos de Ivar Forkbeard! —exclamó.

—Yo soy Ivar Forkbeard.

Sus ojos se desencajaron de horror.

Ivar echó el manto sobre su cabeza y le rodeó el cuello con dos vueltas completas de bufanda; luego la anudó firmemente debajo de su barbilla.

No la había dejado inconsciente, ni la había amordazado o atado los tobillos. Quería que pudiese gritar; sus gritos, naturalmente, quedarían amortiguados; no serían perceptibles desde lo alto de la fortaleza; sin embargo, Gorm y los del bote podrían oírlos; además quería que la muchacha pudiera debatirse, lo cual ayudaría a Gorm a localizarla en la oscuridad.

Entonces Forkbeard la levantó del suelo con ligereza. Su vestido se deslizó por encima de sus rodillas. Oímos su voz amortiguada.

Other books

Gold Medal Summer by Donna Freitas
Claiming Olivia II by Yolanda Olson
Thin Line by L.T. Ryan
Death by Hitchcock by Elissa D Grodin
The Dragon Griaule by Lucius Shepard
Dick Francis's Refusal by Felix Francis
Lost for Words: A Novel by Edward St. Aubyn
LordoftheKeep by Ann Lawrence