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Authors: John Norman

Los intrusos de Gor (17 page)

BOOK: Los intrusos de Gor
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—¡Os obedeceré! ¡Os obedeceré! —gritó. Ivar Forkbeard, experto en disciplinar mujeres, dejó pasar un ehn completo antes de administrar el segundo azote. Es este tiempo ella no dejó de gritar: «¡Te obedeceré!». Al fin volvió a golpear, y de nuevo su cuerpo dio contra el poste; sus manos se retorcieron en la cuerda; su cuerpo dolorido se apretaba contra la madera; las lágrimas brotaron de sus ojos; estaba de puntillas, con los muslos a ambos lados del poste. Forkbeard le aplicó el tercer azote. Ella se debatió, chillando, retorciéndose. «¡Sólo permitidme obedeceros!» —gritó— «¡Os ruego me permitáis obedeceros!». Cuando él volvió a golpear, ella no pudo sino cerrar los ojos de dolor. Apenas podía respirar. Resollaba. Era ya incapaz de gritar; Se tensó, los dientes apretados, su cuerpo un silencioso grito de angustia. Mas el golpe no llegaba. ¿Había concluido el castigo? Entonces recibió un nuevo golpe. Cuando Forkbeard le aplicó los últimos cinco azotes ella colgaba exhausta de la cuerda, su cuerpo reclinado en el poste, su cara a un lado. Entonces la soltaron y cayó sobre las manos y rodillas. El castigo había sido bastante leve: sólo veinte azotes. Con todo, yo diría que a la hija de Thorgard de Scagnar le habían pasado por mucho tiempo las ganas de volver al poste. El castigo, aunque ligero, había sido harto adecuado para lo que se pretendía, que era instruir a una cautiva en el látigo.

No hay hembra que lo olvide.

Ella miró a Forkbeard apesadumbrada.

—Traed sus ropas —ordenó Forkbeard.

Las trajeron.

—Vístete —dijo.

Penosamente, esforzándose por tenerse en pie, con lágrimas en los ojos, la muchacha se puso despacio sus prendas.

Luego se quedó en medio de nosotros, encorvada, las mejillas sucias de lágrimas. Miró a Forkbeard.

—Quítate la ropa —le ordenó éste.

Ella se desnudó.

—Recógela —dijo.

Ella lo hizo.

—Ahora ve a la cocina de la casa —ordenó—. Y allí, en el fuego, quémala completamente.

—Sí, Ivar Forkbeard —repuso ella.

—Gunnhild te acompañará. Cuando hayas quemado tus prendas, ruégale a Gunnhild que te ponga al tanto de tus obligaciones.

—¿Qué obligaciones, mi Jarl? —preguntó Gunnhild.

—Esta noche celebraremos un banquete —dijo Ivar Forkbeard—. Y éste debe de prepararse.

—¿Ella ayudará a preparar el banquete?

—Y a servirlo.

—Entonces ya comprendo la índole de sus obligaciones —dijo Gunnhild sonriendo.

—Sí —repuso Ivar Forkbeard. Miró a Hilda—. Le rogarás a Gunnhild que te ponga al tanto de las obligaciones de una esclava.

Sollozando, cargada con su ropa, corrió hacia la casa. Los hombres y las esclavas se rieron largamente. Yo también prorrumpí en carcajadas. A Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar, la habían enseñado a obedecer.

Los chillidos de Morritos, que pataleaba tendida en el lecho, sometida a Gorm, resonaban por la humosa estancia.

Rechacé a Thyri de mi regazo, y aferré a Olga por la muñeca cuando pasaba junto a mí corriendo, echándola atravesada en mis rodillas. La chiquilla, riéndose, huía de Ottar, que la perseguía, bebido, dando traspiés. Atraje la cara de Olga hacia la mía; nuestras bocas se encontraron y yo le hundí los labios para besar sus dientes. La chiquilla, desnuda, reaccionó de pronto a mi contacto y enardecida trató de manosearme. «¡Mi Jarl!», susurró. Pero yo la alcé de golpe, sujetándola por los brazos, y la entregué a Ottar, quien se la cargó sin esfuerzo al hombro y, riendo, dio la vuelta. La chiquilla, con todo su cuerpecillo expuesto a mis ojos, aporreaba en vano la espalda de Gorm con sus diminutos puños. Él la llevó a la oscuridad y la arrojó sobre el lecho. «Mi Jarl», gimió Thyri, acurrucándose a mi lado, tocándome. Yo me eché a reír y tomé en mis brazos a la joven de Kassau, que daba gritos de placer.

Lindos Tobillos pasó rauda junto a mí, portando un gran tajadero de carne asada sobre sus estrechas espaldas.

—¡Hidromiel! —vociferó Ivar Forkbeard, desde el otro lado de la mesa—. ¡Hidromiel! —Alargó el gran cuerno con filigrana de oro en su borde.

Budín y Gunnhild estaban de rodillas en su banco, arrimadas a él, una a cada lado. Mas ellas no se apresuraron a traerle su hidromiel. Esta noche la tarea le concernía a otra.

Hilda la Altiva, tan desnuda como cualquier esclava, le sirvió hidromiel a Ivar Forkbeard de un gran recipiente de bronce.

Los hombres rieron.

Qué enorme insulto había recaído sobre Thorgard de Scagnar, enemigo de Ivar Forkbeard. Su hija, desnuda, servía hidromiel en la casa de sus enemigos.

Forkbeard alargó la mano para tocarla.

Ella reculó, aterrada.

Forkbeard la miró, divertido.

—¿No te apetece jugar en el lecho? —le preguntó.

—No —repuso ella estremeciéndose.

—Dejadme jugar, dejadme jugar —gimoteó Budín.

—Dejadme jugar —susurró Gunnhild.

—No me malinterpretéis, Ivar Forkbeard —musitó Hilda—. Si me ordenáis que vaya al lecho, yo os obedeceré, y con presteza. Acataré vuestro más insignificante deseo, con exactitud y rapidez. Haré todo cuanto me mandéis.

Budín y Gunnhild se echaron a reír.

Ottar se levantó tambaleándose, poniendo la mano sobre uno de los postes. Con un trozo de amarra había atado a Olga a su cinto. Ella me miraba con los ojos brillantes y los labios entreabiertos; tendió la mano hacia mí, pero no le hice caso. Ella bajó la vista, los puños crispados, y gimoteó. Yo sonreí. La utilizaría antes de que la noche tocara a su fin.

—Se dice —entonó Ottar— que Hilda la Altiva es la más fría de las mujeres.

—¿Te interesan los hombres? —preguntó Forkbeard a Hilda.

—No —respondió ella—. No me interesan.

Ottar se echó a reír.

—¿No tienes ganas de saber qué sentiría tu cuerpo bajo sus manos y sus bocas?

—¡Los hombres son bestias! —exclamó.

—¿Y sus dientes? —preguntó Forkbeard.

—Los hombres son repugnantes —gimió—. ¡Son bestias terribles que tratan a las muchachas como sus presas! —Miró en derredor, a las esclavas—. Resistíos a ellos! ¡Resistíos!

Budín echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—La resistencia no está permitida —dijo.

—Arrojadla al lecho —gritó Lindos Tobillos—. Entonces descubrirá si sabe o no de qué habla.

—Arrojadla al lecho —vociferó otra esclava. Las demás la corearon.

Hilda se estremeció, aterrada.

—¡Silencio! —exclamó Ivar Forkbeard.

Hubo silencio.

—¿Y si te ordenara que fueras al lecho? —le preguntó a Hilda.

—Os obedecería inmediatamente —repuso ella—. He experimentado el látigo —explicó.

—Pero por tu propia voluntad, ¿no estarías dispuesta a meterte en el lecho?

—Claro que no.

Gorm, que ya se había desenredado de Morritos, se unió al círculo que rodeaba la mesa.

—¡Es Hilda la Altiva! —exclamó Ottar riendo—. ¡La más fría de las mujeres!

Hilda se irguió en toda su estatura.

—Ottar, Gorm —llamó Forkbeard—. Llevadla al almacén de hielo. Dejadla allí, atada de pies y manos.

Las esclavas chillaron de placer.

Ottar tardó lo justo para desatar a Olga de su cinto. Dejó la amarra ceñida a su abdomen, pero con su cabo suelto le ató las manos a uno de los postes del tejado.

Luego salió, siguiendo a Gorm, que ya había sacado a Hilda de la casa llevándola a rastras.

Olga trataba inútilmente de soltarse. Me miraba angustiada.

—Desatadme —imploró.

La miré.

—Mi cuerpo os desea, Tarl Pelirrojo —gimoteó—. ¡Mi cuerpo os necesita!

Aparté la vista de ella, dejando de prestarle atención. Oía sus gemidos, el roce de su cuerpo contra el poste.

—Os necesito, Tarl Pelirrojo —sollozó.

La dejaría consumirse durante un ahn o dos. Para entonces su cuerpo estaría a punto. El más leve contacto haría que la chiquilla saltara, indefensa, contorneándose, a mis brazos. La usaría dos veces, la segunda de ellas a la manera del dueño goreano, es decir, prolongadamente y sin piedad.

—¡Hidromiel! —exigí. Lindos Tobillos se apresuró a servirme. De nuevo me incliné para besar los labios de Thyri.

Llevábamos largo tiempo entregados al banquete, cuando un muchacho esclavo tiró de la manga de Ivar Forkbeard y le dijo:

—Mi Jarl, la muchacha que está en el hielo suplica que la liberéis.

—¿Cuánto tiempo ha suplicado? —preguntó Forkbeard.

—Más de dos ahns —repuso el muchacho, sonriendo burlón.

—Buen chico —dijo Forkbeard, y le tiró un pedazo de carne.

—Gracias, mi Jarl —dijo el muchacho. Éste, a diferencia de los esclavos adultos, no pasaba la noche en el establo de los boskos, sino que dormía encadenado en la cocina. Ivar le tenía cariño.

—Pelirrojo, Gorm —dijo Forkbeard—. Id a buscar a la pequeña Ubara de Scagnar.

Sonreímos.

—Gorm —dijo Forkbeard—. Antes de soltarla ocúpate de saciar su sed.

—Sí, capitán —repuso Gorm.

Llevamos una antorcha al almacén de hielo. A su luz vimos a Hilda. Nos aproximamos a ella.

Estaba tendida sobre el costado, dolorida, su cuerpo de través a grandes bloques de hielo; menos de quince centímetros era todo cuanto podía erguir la cabeza, y otro tanto acercar los tobillos al cuerpo; pequeñas astillas de la madera con que se empaqueta el hielo la cubrían por entero; estaba atada de pies y manos, con las muñecas a la espalda y los tobillos cruzados. Dos sogas le impedían esforzarse por adoptar cualquier otra posición, tanto reclinada como de rodillas; la primera partía de su tobillo derecho e iba hasta una argolla en un lado del almacén, y la otra seguía idéntico recorrido en dirección opuesta partiendo de su cuello.

—Por favor —gimió.

Le castañeteaban los dientes; sus labios estaban azules.

—Por favor —gimió lastimosamente—. Ruego se me permita ir en seguida al lecho de Ivar Forkbeard.

La miramos.

—¡Lo ruego! —exclamó—. ¡Ruego se me permita ir en seguida a su lecho!

Gorm la libró de las cuerdas que la sostenían en alto, pero no le desató las muñecas y los tobillos. Luego la enderezó para hacerla sentar. Ella temblaba de frío, lloriqueando.

—Te he traído una bebida —dijo Gorm—. Tómala ansiosamente, Hilda la Altiva.

—¡Sí! ¡Sí! —musitó tiritando.

Entonces, echando la cabeza hacia atrás y llevándose la copa a los labios, Hilda la Altiva bebió ansiosamente el vino de los esclavos.

Gorm la desató y se la puso al hombro; estaba tan rígida por el frío y las cuerdas, que no se tenía en píe.

Le toqué el cuerpo: era como de hielo.

Yo iluminaba el camino con la antorcha; la llevamos a la casa de Ivar Forkbeard.

Éste se hallaba sentado a los pies de su lecho, las botas en el suelo.

Gorm la hizo arrodillarse delante de él. Ella agachó la cabeza, sin dejar de temblar, y su pelo se extendió sobre las botas.

Los hombres y las esclavas se congregaron alrededor.

Las brasas del hogar iluminaban con un brillo rojizo y tenue la mitad izquierda de cuerpo de Hilda. Su mitad derecha quedaba a oscuras.

—¿Quién eres? —conminó Forkbeard.

—Hilda —contestó llorosa—, hija de Thorgard de Scagnar.

—¿Hilda la Altiva? —inquirió.

—Sí, Hilda la Altiva.

—¿Qué quieres?

—Compartir vuestro lecho.

—¿No eres una mujer libre?

—Os ruego me permitáis compartir vuestro lecho —sollozó.

Él se puso en pie y retiró una larga mesa y un banco que estaba al otro lado del hogar. Con el talón dibujó en el suelo de tierra un círculo de la esclava.

Ella le miró.

Forkbeard le indicó entonces, con un gesto, que podía entrar en su lecho. Agradecida, avanzó a rastras hasta el mismo y, tiritando de frío, se envolvió con las pieles. Se arrebujó entre ellas, tembloroso su cuerpo. La oímos gemir.

—¡Hidromiel! —exigió Ivar Forkbeard, regresando a la mesa. Budín fue la primera que llegó, con un cuerno de néctar.

—¡Por favor, venid a mi lado, Ivar Forkbeard! —gimoteó Hilda—. ¡Estoy helada! ¡Abrazadme, por favor!

—Que esto os sirva como ejemplo de pasión, esclavas —dijo riendo Ivar Forkbeard.

Hubo grandes carcajadas, y muchas provinieron de las hermosas esclavas desnudas de los hombres de Torvaldsland, calientes y anhelantes entre sus musculosos brazos.

Forkbeard, risueño, apuró el cuerno. Gunnhild le sirvió otro.

Luego de su segundo cuerno de hidromiel, enjugándose la boca con el brazo, Forkbeard dio la vuelta y se dirigió a su lecho.

Ella chilló de angustia.

—¡Es la más fría de las mujeres! —exclamó Ottar, que se lo pasaba en grande.

—¡Abrazadme, Forkbeard! —imploró ella—. ¡Abrazadme, por favor!

—¿Me servirás bien? —preguntó Ivar.

—¡Sí! —gritó—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Pero Forkbeard no la usó entonces sino que abrazó firmemente su cuerpo de prisionera, dándole calor. Después de medio ahn la vi erguir delicadamente la cabeza, medrosa la mirada, y poner los labios en el hombro de Forkbeard; suave y tímidamente le besó, y luego le miró a los ojos. De pronto el hombre la tumbó de espaldas y su manaza, encallecida por el puño de la espada y el mango del hacha, cayó sobre su cuerpo.

—¡Oh, no! —gritó ella—. ¡No!

En la mesa se hicieron apuestas. Yo aposté por Ivar Forkbeard. En menos de un ahn, ante las mofas de los hombres y las pullas de las esclavas, Hilda la Altiva, con la cabeza baja y el pelo cayéndole en la cara, gateó sobre las manos y las rodillas hasta el círculo de la esclava que Forkbeard había dibujado en la tierra. Entró en él y se puso en pie, muy erguida.

—¡Soy vuestra, Ivar Forkbeard! —proclamó—. ¡Soy vuestra!

Ivar le hizo una seña y Hilda salió rauda del círculo para unirse a él, para arrojarse a su lado, para implorar sus caricias.

Me embolsé nueve discotarns y dos trozos de plata, procedentes del saqueo, dos años atrás, de una casa en el margen oriental de Skjem.

Gorm estaba con Gunnhild, que Forkbeard le había cedido para la noche. A mí me había ofrecido a Budín, pero yo, generosamente, pensando poseer a Thyri, se la había cedido a Ottar. Cuál fue mi enojo al ver que Thyri pasaba junto a mí, en manos de un remero que la aferraba por la muñeca. Ella me miró por encima del hombro, angustiada. Le lancé un beso al estilo goreano: besando y haciendo el ademán de lanzarle suavemente el beso con los dedos. No tenía un derecho especial sobre la bonita esclava, no más que cualquiera de los hombres de Torvaldsland. La deliciosa criaturilla, como los demás bienes de la casa» era, a efectos prácticos, para el uso común.

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