Una perfecta novela
chick lit
con una combinación de humor inteligente y enredos amorosos, aderezada con una pizca de misterio policíaco.
Trabajando ahora como detective novata con la Comisión de Investigación Especial de Nueva York, Zephy está de incógnito como conserje para descubrir quién se ha llevado cien mil dólares blanqueados de los libros del hotel y por qué. Pero el descubrimiento de un invitado tendido con la cara enrojecida y resollando en la habitación 502 alude a los siniestros tejemanejes de ese establecimiento de moda. Cuando la rápida respuesta del Departamento de Bomberos la lleva a una sudorosa cita con un locuaz operario de rescate en montaña, Zephyr se encuentra aún más preocupada y confundida por un intento de asesinato mientras ella está de guardia. ¿Es posible que la entrometida japonesa al otro lado del pasillo sepa más de lo que dice? ¿Cuál es la relación entre las crípticas llamadas de una misteriosa corporación y la víctima de la 502?
Bajo una gran presión y abrumada, Zephyr pronto descubre que la tapadera de conserje no la protege en un lugar donde el crimen, igual que la propia ciudad, nunca duerme.
Daphne Uviller
El hotel de los líos
Zephyr Zuckerman 2
ePUB v1.0
Dirdam26.04.12
Título original:
«Hotel No Tell»
Editorial original: Bantam
Fecha de publicación: abril de 2011
Traducción: Manuel Mata Álvarez-Santullano
Editorial: Planeta (Esencia)
Fecha de publicación en España: 14 de febrero de 2012
ISBN: 978-84-08-10847-4
Para Talia y para Gabriel
«… cuando el amor llega
y me pregunta Qué es lo que sabes,
respondo Esta chica, este chico»
Sharon Olds,
Mirándoles dormir
Viernes 2 de octubre de 2009
Definitivamente, tendría que haber mentido. Hasta aquel momento no se me había ocurrido que tuviera que mentir sobre mi edad para otra cosa que sacar un billete infantil a Coney Island. Sentada en un sillón demasiado grande en las oficinas de la clínica de fertilidad Ova Easy, incapaz de alcanzar el suelo con los pies, me encontraba frente a una chica que se parecía a su metálico escritorio: angulosa, estéril e inflexible.
—Sólo aceptamos óvulos de donantes de menos de veinticinco años. Y usted tiene treinta y uno. —Examinó con desagrado la solicitud que yo había rellenado en el mostrador de formica del Groovy Smoothie, una manzana al sur del bajo Broadway. Desde mi posición podía ver la mancha de zumo de naranja de color amarillento que cubría la esquina del documento.
—Treinta —la corregí con voz tensa mientras me ajustaba las gafas negras y rectangulares por las que me había decantado, en lugar de las lentes de contacto, con el fin de transmitir un aire de aplicada juventud. Minifalda negra, leotardos negros, botas negras hasta las rodillas y jersey de cuello vuelto negro. Puede que me hubiera excedido ligeramente en el look de universitaria con veleidades artísticas e intelectuales, que me hubiera pasado de frenada y hubiera acabado en el París de los sesenta: lo único que me faltaba eran unos Gauloises y un poco de pinot noir. Una apariencia que no es precisamente la ideal, cuando lo que pretendes es hacerte pasar por una candidata a donante de óvulos en una clínica de fertilidad que acaba de aparecer en la lista de las mejores de su clase en la revista
New York
.
—Treinta y uno el mes que viene —replicó. Puso la solicitud sobre la mesa y la empujó hacia mí con el dedo índice, algo que me resultó de lo más hostil, y más viniendo de alguien que tenía una fotografía enmarcada de un labrador sobre su escritorio.
Me habría encantado abrirme el gabán de pata de gallo y sacar la Glock que, desde hacía exactamente dos horas, tenía el permiso y la obligación de llevar encima. Pero si algo había aprendido en los tres años que había pasado como detective auxiliar en la Comisión de Investigaciones Especiales de la policía de Nueva York era que no se sacaban las armas y la placa sólo porque un ciudadano respondiera al móvil en el cine, se parara en la puerta del vagón de metro nada más entrar o te recordara, con muy poco tacto, que la madre Naturaleza ya no te consideraba en la flor de la juventud.
Me pasé la lengua por los labios sin ningún disimulo y volví a cruzar las piernas, una maniobra complicada si tenemos en cuenta que no podía apoyar los pies en el suelo. ¿Amueblaba Ova Easy sus oficinas con esas sillas a propósito, para que sus donantes se sintieran lo más pequeñas y necesitadas posible? Supongo que, en general, las mujeres que se encontraban donde yo estaba en aquel momento, necesitaban dinero con tanta desesperación que estaban dispuestas a dejarse inyectar toda clase de fármacos y entregar sus óvulos a unos desconocidos para poder costearse la universidad, el alquiler, las facturas del hospital de su abuela enferma o incluso hasta un funeral. Pero ¿lo haría alguna para darse un capricho, como, por ejemplo, un par de alumnas de St. John con ganas de disfrutar de unas vacaciones en los mares del Sur o dar la entrada de un Mini Cooper? ¿Qué haría yo con ocho de los grandes sacados de mis ovarios? Teniendo en cuenta que no tenía ningún otro plan para mis óvulos, tal vez fuese una idea que debía considerar. Mi adversaria se aclaró la garganta y yo volví a prepararme para la contienda.
—Pero estoy bien de salud —insistí—. No tomo drogas, no fumo ni bebo. No hay ningún caso de cáncer con menos de sesenta años en mi familia. Sabía escribir mi nombre a los tres años. En serio, estoy hecha de buena pasta. —Puse la palma de la mano abierta sobre la inscripción para interrumpir su avance. No hacía falta mencionar que a mi tatarabuelo lo habían encarcelado en Bielorrusia por contrabando en su
Shetl
. De hecho, era un suceso del que la familia se enorgullecía.
—Lo siento, señorita…
¡Aquella impertinente san Pedro de la donación de óvulos se había olvidado ya de mi nombre! Claro que yo, también. Eché una mirada de reojo a la solicitud.
—Samson. Señorita Samson. —¿Qué detective que se preciase de serlo usaba el apellido de su ex novio como nombre falso?
—Señorita Samson —dijo con una voz tensa por culpa de las adenoides—, es la política de la empresa, simplemente. Disponemos de suficientes donantes cualificadas y dispuestas con menos de veinticinco años. No necesitamos hacer excepciones. Si hubiera leído lo que dice en nuestra página web, se habría ahorrado el viaje. Y el tiempo. —Con lo que quería decir «su» tiempo.
Pues sí que había leído la página. Bueno, al menos la había ojeado. Vale, más que nada había estado mirando las fotos de jóvenes llenas de salud a las que sólo les faltaba un
yodel
para pasar por tirolesas, capturadas en mitad de una carcajada, abrazadas las unas a las otras como si Ova Easy fuese el paraíso de las fraternidades femeninas.
Por suerte, no importaba que fracasara. Sólo estaba utilizando a Ova Easy para hacerme una idea de cuáles eran los procedimientos básicos en el negocio de la donación de óvulos, si es que existía algo de básico en lo que, desde mi punto de vista, parecía un ejercicio de ciencia ficción. Pero había albergado la esperanza de llegar un poco más allá que al despacho de aquella guardabarreras en mi proceso de investigación.
Abrí las manos en un gesto de rendición.
—Bueno, mire, cuando le he contado a mi hermana… a mi hermana menor… lo que pensaba hacer hoy, me ha dicho que tal vez podría estar interesada. ¿Podría explicarme un poco el proceso por si al final se anima?
Durante un breve instante me pregunté qué aspecto podría haber tenido una hermana mía.
San Pedro apretó sus finos labios.
—Ya sabe, para ahorrarle tiempo… —traté de engatusarla.
Aquel caso estaba en la estratosfera con respecto a mi habitual agenda de fraudes al fondo de pensiones de la Junta de Educación, anuncios de quiebras falsas y otras cosas, como la red clandestina que había descubierto (si es que se puede llamar red a unos cuantos documentos falsificados relacionados con tres salones de uñas de Rego Park). Una secretaria arisca con un sentido exagerado de su propia importancia no iba a interponerse en mi camino.
Viernes 4 de setiembre de 2009
La comisaria Pippa Flatland acababa de convertirse en la más reciente e insólita incorporación a un club cada vez más nutrido, cuyos socios creían que mi falta de inclinación hacia la maternidad era una ofensa personal, una fachada que mantenía con el único propósito de volverlos locos. Mis padres, Ollie y Bella Zuckerman, eran sus fundadores originales y sus miembros más activos, aunque el premio al más activo era sin duda para Gregory Samson, mi larguirucho, temperamental, bromista, anticuado hasta lo encantador y «perfecto-para-mí» ex novio, cuya salida de nuestra relación y de mi piso del 12 de la calle East había sido la única baja de consideración provocada por mi nueva política vital.
El sistema de aire acondicionado de todo el céntrico edificio Beaux Arts de la calle Pearl, donde se encontraban las oficinas de la Comisaría de Investigaciones Especiales, se había averiado por segunda vez en lo que llevábamos de semana. Era el sofocante viernes antes de la semana del Día de los Trabajadores y Pippa —una lacónica y tendinosa expatriada británica de metro ochenta, de casi cincuenta años, un cabello recortado a lo chico, una predilección por los vestidos de lino con lunares y un corazón que nunca había llegado a despedirse del todo de las frías brisas de Lake District— había pasado por mi cubículo.
Agitó dos botellas de Nalgene muy frías, recién sacadas de la neverita que tenía bajo la mesa, y me indicó que la siguiera con un gesto. La oficina alternativa de Pippa, el ferry de Staten Island, se encontraba a cinco minutos de la CIE. Era gratuito en ambos sentidos y, según se había asegurado mi jefa, no había ningún conflicto de intereses en el hecho de celebrar alguna que otra reunión en los muelles azotados por la brisa de las voluminosas y anaranjadas embarcaciones. Todos sabíamos que cuando Pippa se marchaba de la oficina durante varias horas diciendo «voy a encargarme de un trabajo como es debido», estaba a bordo de uno de los ferris, yendo y viniendo, con el MacBook en el regazo, editando un informe para el alcalde o una nota para una conferencia de prensa, libre de las tentaciones de Internet y de las líneas telefónicas.
Yo sólo había asistido a las reuniones en el ferry en dos ocasiones. Nadie me había advertido de que Pippa no comenzaba a hablar hasta llegar al ferry. De haberlo sabido antes de la primera, me habría ahorrado cinco minutos de torpes y, en última instancia, fútiles intentos de mantener una conversación intrascendente, un plato que no figuraba en el menú de Pippa. La segunda vez había ido en compañía de un grupo de detectives, que habían guardado en todo momento un silencio nada característico en ellos. Y había captado el mensaje.
—No puedes ir en serio, Zephyr —dijo finalmente mientras esperábamos a que se abrieran las puertas correderas de la zona de embarque de la terminal.
Traté de adivinar qué conversación, en su mente pluriempleada, habíamos iniciado sin yo saberlo. La miré con cara de impotencia.
—Gregory —puntualizó con tono seco.
Oh, no. No, no, no. En un momento de debilidad, había permitido que Pippa me arrancara algo de información personal. Más concretamente, meses atrás, le había dejado saber que Gregory amenazaba con hacer las maletas y regresar a un estado que aborrecía para vivir con unos padres a los que no soportaba. No me importaba que lo supiera, pero temía convertirme en el objeto de uno de sus célebremente torpes intentos de demostrar que se preocupaba por su personal más allá de los confines de la oficina. Ella misma había llegado a este mundo dentro de una ostra, o alguien la había puesto allí, o simplemente había cobrado vida a partir del polvo cósmico. El caso es que había conseguido que todos creyéramos que no tenía pasado. Como resultado, sus opiniones sobre las relaciones personales valían lo mismo que un bono de metro caducado.