Nos quedamos hasta que estuvo demasiado oscuro para seguir viendo el partido-interpretación. Al salir del parque, Macy prometió dedicar los días siguientes a responder a todas las llamadas pendientes y tratar de rescatar Nada de Divas del estado de práctica defunción en el que la había dejado. Nos separamos en la plaza Grand Army.
—Me siento como un tío —dijo con timidez mientras esquivábamos el torrente de personas trajeadas que volvía a casa desde las oficinas de Manhattan.
—¿Qué quieres decir?
—Te has pasado la tarde entera oyéndome hablar, hablar y hablar. Y no te he preguntado una sola cosa sobre ti.
Hice un ademán.
—Me alegro de que hayas… —Iba a decir «evacuado el sillón de Lucy», pero me contuve—. Me alegro de que te sientas mejor.
Arrugó la nariz con aire avergonzado.
—¿Cuánto vas a tardar en llamar a Lucy para contarle que lo has arreglado todo?
—Si estuvieras en mi lugar, ¿cuánto tardarías tú en hacerlo?
Se echó a reír a carcajadas.
—Por favor. ¿Yo? Estaría escrito en el cielo y en algún blog antes de que pudieras decir «calle Nevins».
Durante los dos años siguientes, Macy se convirtió en la primera confidente que hacía desde los tiempos de la universidad. Parecía que nunca la conocería tan bien como a las Chicas Sterling, pero comenzaba a sentirme cómoda con el hecho de no poder catalogar todas sus cicatrices y todos sus novios, de no saber con certeza si era más partidaria del Promenade o la High Line, y de que no pudiera contar por mí aquel vergonzoso incidente relacionado con unas judías en salsa y unas bragas. Por primera vez en mi vida adulta mantenía una relación de amistad que no se basaba sólo en la historia, sino en una embriagadora combinación de proximidad, soltería, amor por la ciudad y un deseo compartido de seguir sin hijos.
Y la gloriosa mañana de cielo azul del lunes siguiente a mi debut en la escalada con el teniente Fisk, me encontraba feliz de no tener hijos por el mero hecho de que eso me permitía estar donde estaba en aquel momento, disfrutando de un café de Sumatra mientras observaba cómo retozaban un weimaraner y un vizsla en la piscina de plástico del parque para perros de la calle Leroy y escuchaba a Macy relatar su última victoria nupcial. No me preocupaba que la última niñera que había contratado pudiera estar pasándoles contrabando no orgánico a mis cachorros. No estaba exhausta tras las tomas de la noche. No estaba pensando en si podría pagar la guardería ni en ahorrar para la universidad. Mi día no estaría presidido por la obligación de asegurarme de que alguien se iba a la cama a las ocho, con la promesa de una hora o dos para mí en compañía de otro adulto (con el que la conversación versaría lo más seguro sobre los miembros más diminutos de la familia) antes de dejarme caer en la cama para comenzar de nuevo aquel ciclo agotador.
En cambio, estaba esperando a que llegara la hora de visita en el pabellón psiquiátrico de Bellevue para poder tener una charla con Jeremy Wedge, quien, según parecía, en contra de su voluntad, viviría para ver otro amanecer. Después de eso iría a la oficina para despachar con Pippa y revisar el correo electrónico. Luego, alrededor de las cinco, me iría a casa para echarme una siesta antes de salir de nuevo. La tarde ofrecía algunas posibilidades, incluido un crucero con cena gratuita alrededor de Manhattan, regalo para Macy y un acompañante de su elección de una de las clientas de Nada de Divas. Macy había calculado que los zapatos de boda que deseaba la mujer costarían no menos de cien pavos la hora y que no asomarían por debajo del vestido salvo que ella se lo levantara y sacara el pie. La había convencido de que los reemplazara por un par de cómodas sandalias blancas de Payless que costaban trece dólares. En señal de gratitud, la aliviada mujer, propietaria de una flota de embarcaciones de recreo que navegaban por toda la ciudad, le había regalado la pequeña travesía. Podíamos ir, o no, y esperar hasta el último minuto para decidirlo.
Dos dálmatas pasaron a nuestro lado y sujeté la taza con fuerza para protegerla de un embate de sus colas.
—Recuérdame qué tren tenemos que coger mañana para cenar en Hellsville. —Macy estiró sus pálidas y pecosas piernas y apoyó la cabeza en el respaldo de su banco—. Necesito un rato para lavar y secar la camisa de fuerza.
—¿Tienes una de sobra para mí?
—Pienso ponerme ropa vieja y sin gracia. Y te sugiero que hagas lo mismo —añadió con tono ominoso.
—¿Y exactamente qué parte de la noche piensas pasar al alcance de los escupitajos de los niños? —pregunté mientras le daba un empujoncito en el pie con el mío.
—No es por los niños. Es porque si no parecemos, al menos un poco, tan cansadas y miserables como Lucy, se echará a llorar.
En mi vida y la de Macy había una serie de libertades. Lucy en cambio llevaba una especie de cota de malla. Desde luego, al principio, sus problemas se los causaba ella misma. Tres años antes, al poco de comenzar su relación con Leonard, me llamó presa de la indecisión, sin saber si debía mantener su nombre o adoptar el de él.
Me incorporé en la cama.
—¿Estás prometida?
Gregory gimió a mi lado, no tanto porque lo hubiera despertado, sino porque, fuera la que fuese la Chica Sterling que había al otro lado de la línea, era consciente de que aquella noticia alteraría su previsible futuro.
—No, no exactamente. —Parecía sin aliento.
—¿Qué quiere decir «no exactamente», Lucy? Y ¿estás haciendo ejercicio? —la acusé.
—Estoy tratando de encontrar las tapas de los Tupperware y no, no estamos prometidos. Pero lo estaremos y entonces, ¿qué? ¡No quiero cambiar de nombre! —chilló mientras, al fondo, un cajón se cerraba con fuerza—. Me encanta que la gente me pregunte si soy familiar de Alice B. Me encanta que la gente no siempre sepa cómo se pronuncia mi apellido. Me hace sentir diferente. Y, Zephyr, quiero a Leonard, de verdad que sí, pero es que no me gusta su apellido. ¿A ti sí?
Era una pregunta envenenada, por dos razones. Para empezar, no era capaz de recordar el apellido de Leonard, lo que me hacía sentir merecedora del título de amiga pésima. De haber sabido que era un candidato para el matrimonio, habría desalojado algún dato anecdótico de mi cabeza para hacerle sitio. Y en segundo lugar, aun en el caso de haberlo sabido, en el nombre de la paz futura, nunca le habría dado una respuesta ni remotamente significativa a su pregunta.
—Su apellido está bien. Elijas lo que elijas estará bien —señalé con suavidad.
—¿De verdad? —preguntó Lucy con tono esperanzado—. ¿No te parece que Lucy Livingston es demasiado aliterativo?
Livingston, claro.
—De hecho, creo que suena estupendamente —le dije con toda sinceridad—. Es un gran nombre artístico.
—Además, aún no he conocido a su madre… ¿Y si no quiero ser otra señora Livingston?
Un año después, mientras Macy la alejaba con mano firme de su propia propensión al melodrama, Lucy seguía siendo Lucy Toklas, pero el flamante pedrusco de su mano izquierda proclamaba ante el mundo entero que era, ahora y para siempre, la señora de Leonard. Y al final resultó que la decisión de Lucy con respecto a su nombre fue convenientemente ignorada por su suegra, que regaló a la pareja de recién casados un juego de sábanas con las iniciales potenciales de Lucy, «L. L.». Era un regalo que auguraba muchas cosas y de haber sabido lo que se avecinaba, todos habríamos aconsejado a Lucy que fundiera el anillo y huyera a otro vecindario.
No mucho después de la boda, el proyecto reproductivo de Lucy y Leonard degeneró de manera lánguida y reemplazó las románticas escapadas al valle del Hudson por una clínica de fertilidad de un edificio de oficinas de Manhattan. En el mismo instante en que se confirmó que el pequeño Alan y la pequeña Amanda estaban de camino, Leonard recuperó su perdido valor y comenzó a pedir con insistencia a Lucy, una neoyorquina de toda la vida, que se mudaran a las afueras. Pocos meses después, mientras reposaba en cama en su nueva casa colonial de cuatro dormitorios de un pueblo de las afueras llamado Hillsville —a cinco minutos en coche de la casa de los padres de él—, Lucy lloraba y culpaba a la sobrecarga de hormonas de aquel acceso de temporal pero desastrosa locura.
Los gemelos tenían trece meses ya y Macy y yo, acompañadas en ocasiones por Mercedes, cogíamos un tren de la Metro-North siempre que nos veíamos con fuerzas. Con bolsas llenas de rosquillas de pan de Murray’s y malvaviscos de City Bakery colgadas de las muñecas, dudábamos cuál sería el mejor enfoque para abordar el asunto: ¿señalar que la cultura del automóvil era muy mala para el alma y recordarle a Lucy que siempre podía volver, o recalcar los beneficios de una vida con césped? ¿Reconocer que su suegra, en cuya proximidad Leonard se encogía hasta la mitad de su tamaño, era de veras el ser más opresivo que nadie hubiese conocido fuera de las novelas de Dickens, o resaltar lo útil que resultaba que se hiciera cargo de los gemelos, aunque lo primero que hiciese nada más recogerlos fuera cambiarles la ropa que les había puesto su madre por otra de su elección?
—En serio —dijo Macy cruzando las piernas mientras los dálmatas completaban una nueva y frenética vuelta junto a nuestro banco y nos rozaban con el pelaje empapado—. Ya ni siquiera sé cómo mantener una conversación con Lucy.
—No digas eso. ¡Ése es su mayor temor! —la reprendí. Me sentía peor que nunca por mi amiga de las afueras. Me sacudí el agua de las piernas con las manos y traté de secármelas en el banco.
—Dice que no quiere aburrirnos hablando de los niños o quejándose de Leonard, pero no tiene otros temas de conversación y si le hablas tú de tu vida se le pone esa mirada de cordera degollada.
—Pues háblale de bodas.
—¿Estás de broma? —Macy usó una servilleta de papel para limpiar un reguero de humedad de su falda—. Entonces le entra la nostalgia por los tiempos en los que su única preocupación eran los planes de la suya.
La miré de reojo para evaluar el auténtico alcance de su exasperación con respecto a Lucy. Seguro que a aquella persona que guiaba a mujeres desesperadas, organizaba banquetes, cocinaba pasteles y atendía al teléfono a no menos de cuatro agencias de servicios le quedaba un poco de espacio extra en el corazón para una amiga. Resultaba que la hostilidad de Macy hacia mi antigua propuesta de distribuir barras de Granola era atípica en ella y que su propia aversión a la maternidad se debía sólo al deseo de servir a muchos en lugar de a unos pocos. Había ocasiones en las que estaba claro que para Macy era más fácil cuidar a desconocidos que a sus propias amigas. Bueno, ¿y por qué no? Es más fácil ofrecerle a alguien toda tu energía y tu concentración entre las tres y las cinco de la tarde de un lunes que hacerlo todos los días a todas horas.
No podía creer que la amistad de Macy tuviera una mecha tan corta. Había demostrado una paciencia extraordinaria conmigo en mi interminable sucesión de fracasadas experiencias de voluntariado. Inspirada por su insistencia en que negarnos a cargar con seres dependientes desde el punto de vista financiero y emocional no nos convertía en personas socialmente irresponsables, moralmente deficientes ni —la más negra de las manchas del carácter— egoístas, la seguí hasta La Puerta, un centro de acogida temporal para adolescentes. Sin embargo, durante mi segunda sesión de tutelaje, la estudiante fracasada de mirada ojerosa y múltiples
piercings
que había al otro lado de la mesa no levantó de pronto la vista —con los ojos enardecidos por la belleza del pasaje de John Updike que yo había elegido para leer— y se declaró «Lista para aprender». Poco después abandonó el programa y yo decidí cambiarlo por otro medio, con suerte menos aburrido, de pagar mis deudas a la sociedad.
Con delicadeza, Macy me empujó hacia comedores públicos, programas de cuidado de parques, una escuela para sordos e incluso un programa de fabricación de barcas para chicos de orfanato, pero yo no encajaba en ninguno de aquellos sitios. Al final encontré acomodo acompañándola cada pocas semanas al asilo de la calle Hudson para charlar con los residentes. Algunos de ellos eran locos furiosos, otros estaban ansiosos por tratarme como si fuese de su familia y había una que sentía un inmenso placer fingiendo delante de mí que había sido la amante del presidente Kennedy, de Robert Kennedy y de Robert McNamara…, todos al mismo tiempo. Las horas pasaban con rapidez allí, pero a diferencia de Macy, yo no podía engañarme pensando que la razón por la que no quería tener hijos era que deseaba ayudar a la señora Lefkowitz a terminarse los huevos escalfados o tratar de infundir un poco de sensatez política a un veterano de la segunda guerra mundial, racista, medio ciego y casi sordo llamado Sr. Franken-Muller.
—¿Y cuántos de esos barcos tiene la mujer? —pregunté tras decidir que iba a sentirme agradecida de que Macy no hubiera cancelado la visita al campo.
—Cuatro. Dos de ellos se los sacó a su último marido en el divorcio. —Sorbió los posos de su café.
—No pensarás que quiere sacarle el quinto y el sexto a éste, ¿verdad?
Macy se estremeció. Percibía los divorcios entre sus clientes como fracasos personales, una actitud irracional que a mí me confundía.
Una corredora abrió la puerta y se introdujo en el parque para perros. Las dos enderezamos la espalda al ver que se dirigía a la piscina de los animales, levantaba la manguera y metía la cabeza bajo el frío chorro.
—Oh-oh —exclamé.
—Ahí viene. —Macy se tapó la cara con las manos y espió entre los dedos—. No puedo mirar.
El autoproclamado alcalde de aquella parcela de hormigón de cien metros cuadrados se acercó caminando con todo el vigor posible para alguien que va enfundado en unos pantalones cortos de ciclismo de licra naranja que le marcan el paquete. Su calva cubierta de pecas reflejaba la luz del sol y una cadena de oro con un grueso crucifijo colgaba de su pecho desnudo de pelo entrecano. Comenzó a gritar al acercarse a la piscina.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Que es sólo para los perritos! —Apoyó las manos en el acolchado natural de sus caderas.
La corredora dejó la manguera y miró a su alrededor.
—¿Me habla a mí? —preguntó, confusa.
—¿Ve a algún otro bípedo aprovechándose del sistema de refrigeración de los perritos?
La corredora se quedó boquiabierta.
El alcalde agitó un dedo delante de ella.
—¿Y dónde está su perro? Aquí no se permite entrar a gente que no esté acompañada por un can. Son las normas del departamento de Parques de la ciudad de Nueva York.