—Marchad con vuestras mujeres y dormid un rato —les dije a los centinelas; aunque ya bajas, nuestras hogueras aún resplandecían en tierra firme—. Yo me quedaré de guardia.
Aunque poca falta hacía. No había enemigo alguno en las proximidades, pero tengo por costumbre apostar vigías. De modo que me senté en la popa y pensé en el destino y en Alfredo, en Gisela y en Isolda, en Brida y en Hild, en las mujeres que había conocido y en las vueltas que da la vida. No presté atención a la leve sacudida de la popa varada cuando alguien, de un salto, se subió al barco, ni dije nada cuando la espectral figura se acercó entre las bancadas de los remeros.
—No fui yo quien la mató, mi señor —dijo Skade.
—Me echaste una maldición, mujer.
—Erais mi enemigo —contestó—. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Una maldición que acabó con la vida de Gisela —añadí.
—No fue la maldición —repitió.
—¿Cuál fue vuestra imprecación, pues?
—Imploré a los dioses que, cautivo, os dejasen a merced de Harald —dijo.
Me la quedé mirando por vez primera desde que subiera al barco.
—Pues no os salió bien —comenté.
—No.
—Menuda hechicera estáis hecha.
—Sólo soy una bruja asustada —repuso.
Mandaría azotar a un hombre por no estar alerta cuando está de guardia. Aquella noche, sin embargo, un millar de enemigos podrían habérsenos echado encima, porque yo no cumplí con mi deber. Llevé a Skade hasta el angosto hueco que había bajo el altillo del timón, la tendí en el suelo y, cuando acabamos, los dos lloramos a lágrima viva. No dijimos nada; nos quedamos tumbados y abrazados. Sentí cómo el barco se separaba del lecho de arena y, gracias a las amarras, se mecía suavemente. Pero no me moví. Me abracé más a Skade. No quería que aquella noche acabase.
Me había convencido a mí mismo de que había renegado de Alfredo porque trataba de arrancarme un juramento, una promesa que yo no quería hacer: ponerme al servicio de su hijo. Pero no era del todo cierto. Tampoco podía aceptar otra de sus condiciones: precisamente la que tenía que ver con la mujer a la que estaba abrazado.
—Ya es hora de que nos vayamos —dije, al oír voces. Más tarde, me enteré de que Finan nos había visto y había ordenado a la tripulación que se quedase en tierra. Trataba de apartarme de ella, pero Skade no me soltaba.
—Sé dónde podéis encontrar todo el oro del mundo —me dijo.
—¿Todo el oro del mundo? —le pregunté, mirándole a los ojos.
Esbozó una sonrisa.
—Os lo aseguro, mi señor, más del que podáis soñar —me susurró—; el oro que, en secreto, guarda un dragón encantado, mi señor.
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* * *
Saqué una cadena de oro del cofre donde guardaba mis tesoros y se la puse al cuello para que todo el mundo estuviese al tanto de su nueva condición, por si alguien no se había dado cuenta. Pensé que los míos la mirarían con peores ojos, pero no fue así: se mostraron aliviados. La consideraban como una amenaza, y ya era uno de los nuestros. Pusimos rumbo norte. Rumbo norte. Bajo cielos grises, impulsados por un viento sur que nos deparaba espesas e incesantes nieblas, bordeamos la suave costa de Anglia Oriental. Cuando la bruma del mar se tornaba demasiado densa, buscábamos el abrigo de una cala poco profunda. Si la niebla caía por sorpresa y no nos daba tiempo a encontrar una ensenada segura, nos alejábamos de los bancos de arena próximos a la costa donde corríamos el riesgo de naufragar.
La niebla nos retrasó. Tardamos seis largos días en llegar a Dumnoc. Arribamos a ese puerto una tarde brumosa; a remo, enfilamos la desembocadura del río entre relucientes islotes de arena poblados de aves acuáticas. Aunque unas varas blancas de mimbre acotaban el canal, ordené que uno de los hombres, desde proa y con un remo, tantease el fondo, no fuera que los postes nos llevaran a chocar con un bajío y el barco se fuese a pique. Había retirado la cabeza de lobo para advertir que nos acercábamos en son de paz, pero los vigías que, desde una destartalada torre de madera, vigilaban la ensenada enviaron a un muchacho a la ciudad para que avisase de nuestra presencia.
Dumnoc era una magnífica y próspera ciudad portuaria situada en la orilla sur del río, protegida por una empalizada para frenar cualquier ataque desde tierra firme. El puerto, sin embargo, un enjambre de embarcaderos donde se agolpaban barcos de pesca y cargueros, se abría directamente al agua. Llegamos casi con la pleamar, y reparé en cómo las olas, más allá de los bancos de arena, llegaban a lamer las defensas de la ciudad. Las casas más cercanas al mar se aupaban en unos pegollos achaparrados. Debido al clima, todas las construcciones de la ciudad mostraban una pátina gris plateada. Era un lugar agradable. Un penetrante olor a salitre y marisma impregnaba el aire. Recordatorio de que Guthrum, un danés que había ocupado el trono de Anglia Oriental, había decidido que su reino fuera cristiano, una cruz de madera remataba la torre de una iglesia, el edificio más alto de la ciudad.
A mi padre nunca le cayeron bien los pobladores de aquel territorio porque, en tiempos, se habían aliado con Mercia en contra de Northumbria. Más tarde, mucho tiempo después, durante mi niñez, aquellas gentes proporcionaron casa, comida y caballos a las hordas danesas que conquistaron mi tierra, aunque pagaron cara su traición, pues, a continuación, los invasores se apoderaron de Anglia Oriental, que seguía siendo un reino danés, aunque entonces pasase por cristiano, como proclamaba la torre de aquella iglesia. Con la niebla extendiéndose hasta más allá de la cruz en lo alto, llevamos el barco al centro del río, frente a los embarcaderos. Viramos entonces, obligando a la nave a girar sobre sí misma manejando sólo los remos de un costado; una vez que su proa descabezada quedó mirando al mar, di la orden de amarre junto a un enorme carguero que estaba atracado en el mayor de los muelles.
—¿Todo dispuesto por si tenemos que salir a escape, mi señor? —preguntó Finan con una sonrisa.
—Como tiene que ser. Acuérdate del
Escorpión marino
—contesté.
Se echó a reír. Poco después de que Lundene hubiera caído en nuestras manos, sin saber que un ejército de sajones, poco amigo de los daneses, había ocupado la plaza, un barco danés se había llegado a la ciudad y atracado en uno de los embarcaderos. Al darse cuenta de lo que pasaba, la tripulación regresó al barco a toda prisa. Para salir del apuro y escapar río abajo, no les quedaba otra que virar la nave en dirección contraria. Pero pudo más el miedo que tenían: acabaron por destrozar los remos y llevarla de vuelta al embarcadero, donde nos hicimos con ella. Era un barco espantoso, de pantoque resbaladizo, que hacía aguas por todas partes. Acabé por hacerlo astillas, y aproveché las cuadernas para asentar las techumbres de unas cuantas cabañas que estábamos levantando en la parte oriental de la ciudad.
Un hombre de barriga abultada y cara de lelo, con una cota de malla herrumbrosa, saltó desde el muelle al barco carguero. Una vez allí, tras obtener el correspondiente permiso, se asomó y se dejó caer sobre el costado del
Lobo plateado.
—Guthlac, alguacil de Dumnoc —se presentó—. ¿Quiénes sois? —preguntó con altivez, respaldado como estaba por una docena de hombres pertrechados de espadas y hachas que lo habían acompañado hasta el embarcadero.
No es de extrañar que se pusiera nervioso; éramos superiores en número.
—Mi nombre es Uhtred —respondí.
—Uhtred, de dónde, si puede saberse —insistió Guthlac en danés, haciéndose el gallito, como si nada le importase el aterrador aspecto de mi tripulación; lucía largos bigotes atados con unos cordeles embreados que le llegaban hasta mucho más abajo de su bien rasurado mentón; no dejaba de pellizcarse uno de los dos mechones, de lo que deduje que estaba nervioso.
—Uhtred de Bebbanburg —dije.
—¿Y dónde cae eso de Bebbanburg?
—En Northumbria.
—Pues sí que andáis lejos de casa, Uhtred de Bebbanburg —repuso el alguacil, sin apartar los ojos de nuestro pantoque para ver qué carga llevábamos—. Pero que muy lejos —insistió—. ¿Os dedicáis al comercio?
—¿Acaso tenemos aspecto de mercaderes? —le pregunté.
A orillas del agua, por delante de las casas más próximas al mar, se había congregado un grupo de hombres. Como la mayoría no llevaba armas, supuse que eran curiosos.
—De merodeadores más bien —dijo Guthlac—. Hace cosa de un par de semanas hubo un ataque como a dos millas al sur de aquí. Quemaron un caserío, mataron a los hombres y se llevaron a las mujeres. ¿Cómo puedo estar seguro de que no fuisteis vosotros?
—No tenéis forma de saberlo —repuse con aplomo, frente a la hostilidad con que había formulado la pregunta.
—En tal caso, quizá debería pediros que no os mováis de donde estáis hasta que, para bien o para mal, clarifiquemos el asunto.
—Y quizá vos deberíais pulir vuestra cota de malla —repliqué.
Me miró con ojos de rabia, me aguantó la mirada unos segundos y, tras agachar las orejas, preguntó:
—Y bien, ¿qué os trae por aquí?
—Venimos a por comida y cerveza.
—De eso no andamos escasos —dijo, y esperó a que cesasen los graznidos de unas gaviotas—. Pero antes tendréis que satisfacer el muellaje que ha establecido el rey: dos chelines —añadió, adelantando una mano.
—Dos peniques y arreando.
Dejamos la cosa en cuatro peniques, dos de los cuales sin duda fueron a parar a la faltriquera de Guthlac. Éramos libres, pues, de desembarcar, aunque el alguacil insistió, y no sin razón, en que no lleváramos armas, sólo cuchillos cortos.
—La del Ganso es una buena taberna —aseguró, apuntando a un enorme edificio del que colgaba una enseña con un ganso pintado—. Podéis aprovisionaros de arenque seco, ostras secas, harina, cerveza y putas sajonas.
—¿Es vuestra la taberna? —me interesé.
—¿Y qué si lo es?
—Que espero que la cerveza que sirvan sea mejor que el recibimiento que nos ha dispensado su propietario —repuse.
Se echó a reír.
—Bienvenidos a Dumnoc —dijo, al tiempo que saltaba de nuevo al carguero—. Tenéis mi permiso para pasar aquí la noche sin armar bulla. Si cualquiera de vosotros se mete en líos, ¡os encerraré a todos! —guardó silencio y se quedó mirando a la popa de nuestro barco—. ¿Quién es?
Seguro que la había visto antes, pero no apartaba los ojos de Skade, envuelta en su manto negro, de manera que su pálido rostro resplandecía aún más a última hora de aquella neblinosa tarde. Llevaba la cadena de oro al cuello.
—Se llama Edith. Es una puta sajona —le dije.
—Edith —repitió—. ¿Qué tal si me la vendéis?
—Quizá podáis permitíroslo algún día —repuse. Los dos nos quedamos mirándonos con desconfianza. Guthlac esbozó un desmañado adiós y se volvió por donde había venido.
Echamos a suertes para ver quiénes bajarían a tierra aquella noche. Quería que unos cuantos hombres se quedasen de guardia en el barco. Osferth se ofreció voluntario para ponerse al frente de los centinelas. En un cuenco, pusimos veintitrés guisantes secos y veinte monedas de plata. Con la escudilla en las manos, Finan se colocó a mis espaldas, mientras yo miraba de frente a los hombres. De uno en uno y al azar, Finan extraía guisantes o monedas y los sostenía en alto. «¿Quién se quedará con esto?», preguntaba, y yo señalaba a uno de los hombres sin saber si lo que Finan tenía en la mano era guisante o moneda. A quienes les tocaron los guisantes, tuvieron que quedarse con Osferth. Los demás bajaron a tierra. Desde luego que podría haber decidido qué hombres debían permanecer a bordo, pero las mesnadas responden mejor si se ven que quien está al mando es un hombre justo. Los niños se quedarían en el barco; las mujeres de quienes se disponían a bajar a tierra irían con ellos.
—No os mováis de la taberna —les advertí—. Estamos en territorio hostil. ¡No os separéis!
La ciudad podía ser poco acogedora, pero, como taberna, la del Ganso no estaba nada mal. La cerveza era fuerte, recién fermentada en unas enormes barricas que había en un patio interior. Trozos de quillas de barcos naufragados adornaban la techumbre del establecimiento. Una buena fogata de madera de deriva ardía en un hogar situado en el centro del local y lo mantenía caliente. Había mesas y bancos corridos. Antes de que mis hombres se pusiesen a beber, dediqué un rato al regateo y adquirí arenque ahumado, lonchas de tocino, barricas de cerveza, pan y anguilas ahumadas, y les ordené que llevasen los víveres al
Lobo plateado.
Para cerciorarse de que ninguno de nosotros portaba armas, Guthlac había apostado hombres en el extremo del embarcadero que daba a tierra. Yo me guardé a
Aguijón-de-avispa
en una vaina y me la eché a la espalda, disimulándola bajo la capa. Estaba seguro de que la mayoría de mis hombres también iban armados. Así que me acerqué mesa por mesa, y les dije que no armasen alboroto.
—No, a menos que queráis véroslas conmigo —les advertí; comentario que recibieron con risotadas.
El local parecía un sitio tranquilo. Un grupo de lugareños, sajones todos, bebían sin prestarnos atención. A Sihtric, que le había tocado uno de los chelines de plata en el sorteo, le ordené que se diera unas cuantas vueltas hasta el patio.
—Mirad si hay hombres armados —le dije.
—¿Teméis algo, mi señor? —me preguntó.
—Que nos jueguen una mala pasada —repuse.
El
Lobo plateado
bien valía las rentas anuales de un
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que fuera dueño de una extensa hacienda, y Guthlac debía de haberse percatado de que llevábamos dinero a bordo. Mientras Osferth y los suyos defendiesen el extremo del embarcadero, apoderarse del barco no les iba a resultar tarea fácil. En la taberna, sin embargo, los hombres borrachos eran presa fácil, y temía que tomasen a algunos de nosotros como rehenes y exigiesen un elevado rescate. De forma que, cada poco, Sihtric traspasaba la puerta que daba al patio trasero y regresaba al cabo negando con la cabeza.
—¡Menuda piltrafa de vejiga! —se mofó con socarronería uno de los nuestros.
Estaba sentado con Skade, con Finan y con Ethne, su mujer, que era escocesa, en un rincón del local, ajeno a las fuertes risotadas y las canciones a voz en cuello que me llegaban de las otras mesas. Me preguntaba cuántos hombres habría en Dumnoc y por qué habría tan pocos en la taberna del Ganso. Me preguntaba si los demás estarían afilando ya las armas. Me preguntaba también dónde estaría escondido todo el oro del mundo.