—¡Esos hombros, atrás! —le grité—. ¡Ponte derecho! ¡No eres un cachorrito!
—Sí, padre —gimoteó, con los hombros gachos mientras miraba al muelle.
—Cuando yo falte, serás el señor de Bebbanburg —añadí, pero no respondió.
—Deberíais llevarlo a Bebbanburg, mi señor —comentó Finan.
—Sí, quizá lo haga —repuse.
—Basta con poner rumbo norte y con que la travesía sea agradable —añadió Finan para animarlo, mientras le daba una palmada en la espalda—. Ya verás; te va a encantar, Uhtred. A lo mejor avistamos una ballena.
Mi hijo se lo quedó mirando, sin decir nada.
—Bebbanburg es una fortaleza que se alza junto al mar —le expliqué a mi hijo—, una gran ciudadela, barrida por el viento, batida por las olas, inexpugnable —añadí, tragándome las lágrimas al recordar la de veces que había acariciado el sueño de ver a Gisela convertida en señora de aquel lugar.
—No es inexpugnable, mi señor —me corrigió Finan—, porque nosotros la tomaremos.
—Así será —repuse, aunque sin entusiasmo, ni siquiera ante la idea de tomar al asalto aquella plaza fuerte que me pertenecía y acabar de paso con mi tío y con todos los suyos.
Me aparté de mi apático hijo y me fui hasta la proa, bajo la cabeza de lobo; oteé el horizonte hacia el este, por donde ya apuntaba el sol. Allí, entre la bruma que se esparcía bajo el sol naciente, en la neblina en que mar y aire se confundían con el horizonte, en los reflejos que rielaban por encima del tranquilo oleaje, atisbé los barcos, toda una flota.
—¡Despacio! —ordené.
Nuestros remos se alzaban y se hundían en el agua de forma tan pausada que más parecía que la bajamar nos empujase hacia aquella flota que se dirigía rumbo al norte, hacia nosotros.
—¡Fuera remos! —grité, y la nave aún redujo más la velocidad hasta detenerse y virar de costado en el sentido de la corriente.
—Debe de ser Haesten —conjeturó Finan, que se había situado a mi lado.
—Se va de Wessex —dije.
Estaba seguro de que era Haesten, y no me faltaba razón. Al cabo de un momento, uno de los barcos se separó de la flota y reparé en los destellos de las palas de aquellos remos que, con tanto esfuerzo, los hombres manejaban para acercarse a nosotros. A sus espaldas, los otros barcos seguían rumbo norte. Ahora que se les habían sumado las tripulaciones que habían desertado de los ejércitos de Harald, eran muchos más que las ochenta embarcaciones que Haesten había llevado hasta Cent. El barco que se había apartado de la flota ya estaba cerca de nosotros.
—Es el
Dragón errante
—dije, tras identificar la nave, el navío que había entregado a Haesten el día en que se había quedado con la plata de Alfredo a cambio de dos miserables rehenes.
—¿Escudos? —preguntó Finan.
—No —repuse. Si Haesten hubiera pensado en atacarnos no habría venido en un solo barco, de modo que nuestros escudos siguieron donde estaban, en el pantoque del
Lobo plateado.
El
Dragón errante
retiró los remos a una distancia no superior a medio cuerpo de un barco; durante un momento, nuestras dos tripulaciones se quedaron mirándose. Luego, observé cómo Haesten se encaramaba al altillo del timón y me dirigía un saludo.
—¿Puedo subir a bordo? —preguntó a gritos.
—Por supuesto —respondí a voces.
Observé la diestra maniobra de los remeros de popa para virar, acercándola a la de nuestra nave. Los largos remos de ambos navíos permanecieron desarmados mientras los dos barcos se juntaban. Luego, Haesten, de un salto, subió a bordo del nuestro. Otro hombre me saludaba desde el altillo del
Dragón errante.
Me fijé mejor en él, y reparé en que era el padre Willibald. Le devolví el saludo, antes de salir al encuentro de Haesten.
Iba con la cabeza descubierta. Se me acercó con las palmas de las manos vueltas hacia mí en un gesto de impotencia y, con grave pesadumbre, acertó a decirme:
—¡Cuánto lo siento, mi señor! —y su voz sonó pesarosa y convincente—. No tengo palabras, lord Uhtred.
—Era una buena mujer —respondí.
—Y tanto. No sabéis cuánto lo siento, mi señor.
—Gracias.
Miró de soslayo a mis remeros, seguramente para hacerse una idea de las armas que llevaban, y se volvió a mí de nuevo.
—Tan triste suceso ha empañado las noticias que me han llegado de vuestra victoria. Un gran triunfo.
—Que parece haberos convencido de que debéis abandonar Wessex —repliqué cortante.
—Tras el acuerdo que alcanzamos, traté de marcharme, mi señor; pero tuvimos que reparar algunos de los barcos —añadió, al tiempo que se fijaba en Uhtred y no pasaba por alto los tachones de plata que adornaban el tahalí del chico—. ¿Vuestro hijo?
—Así es. Mi hijo Uhtred —repuse.
—Magnífico muchacho —mintió Haesten.
—Uhtred, ¡ven aquí!
Nervioso, sin dejar de mirar a todos lados, como temeroso de que alguien pudiera hacerle daño, el chaval se acercó a nosotros, con la dignidad de un patito mareado.
—Este hombre es el
jarl
Haesten, danés —le dije—. Día llegará en que acabaré con él o él acabará conmigo —Haesten se reía para sus adentros; mi hijo no apartaba los ojos de la cubierta—. Si fuera él quien acabase conmigo —añadí—, tienes la obligación de acabar con él.
Haesten esperó una respuesta por parte del joven Uhtred, pero el chico se quedó cohibido, mientras el danés esbozaba una sonrisa malévola.
—¿Qué tal mi hijo, lord Uhtred? —preguntó, como quien no quiere la cosa—. ¿Qué tal se desenvuelve en su papel de rehén?
—Hará cosa de un mes que ahogué al pequeño bastardo —contesté.
Haesten se echó a reír al escuchar mentira tan grosera.
—Ni falta que hubieran hecho rehenes —exclamó, a la vez que, con un gesto, apuntaba al
Dragón errante—.
Yo cumpliré mi parte. Ahí tenéis al padre Willibald que os lo confirmará. Iba a enviarlo a Lundene con una carta. ¿Tendríais la amabilidad de llevarlo hasta allí, mi señor?
—¿Sólo al padre Willibald? ¿No dejé dos curas en vuestras manos? —le pregunté sorprendido.
—El otro murió de un atracón de anguilas —dijo, restando importancia al asunto—. ¿Os llevaréis a Willibald con vos?
—Claro que sí —contesté, sin dejar de mirar la flota que seguía adelante, hacia el norte—. ¿Adónde os dirigís?
—Al norte —respondió Haesten, como si nada—; a Anglia Oriental o a cualquier otra parte. No a Wessex, desde luego.
No quería decirme a dónde se dirigían, pero estaba claro que sus barcos ponían rumbo a Beamfleot. Allí nos habíamos enfrentado cinco años antes, y es muy posible que Haesten no guardase buen recuerdo de aquel sitio. Aquel lugar, en la ribera norte del estuario del Temes, ofrecía dos ventajas singulares. De un lado, la ensenada conocida como Hothlege, al resguardo de la isla de Caninga, donde bien podían refugiarse trescientos barcos, y el viejo fuerte, en lo alto de la verde colina que se alzaba a sus espaldas, de otro. Era un sitio seguro, mucho más que el campamento que, sólo con la intención de extorsionar a Alfredo con tal de que se marchara de allí, Haesten había plantado en la costa de Cent. En Beamfleot, dispondría de una fortaleza prácticamente inexpugnable, al tiempo que se mantenía a muy escasa distancia de Lundene y de Wessex. Era taimado como una serpiente.
El padre Willibald no pensaba lo mismo. Fue preciso acercar los dos barcos hasta tocarse para que el cura pasase a gatas de uno a otro. Se tumbó cuan largo era en la cubierta del
Lobo plateado,
y dirigió a Haesten un cordial gesto de despedida, que me hizo sonreír antes de que, de un salto, el danés regresase a su embarcación.
El cura se me quedó mirando sin saber qué decir. Tan pronto su rostro revelaba pesadumbre como alegría, expresiones que iban acompañadas de gestos nerviosos como si tratase de dar con las palabras más adecuadas a ambos estados de ánimo. Pesó más la congoja.
—Mi señor, decidme, os lo ruego, que no es cierto lo que me han contado.
—Lo es, padre.
—¡Dios mío! —exclamó, negando con la cabeza y santiguándose—. Todas las noches, señor, rezaré por su alma y por las almas de vuestros hijos —al observar mi tristeza, su voz pareció quebrarse, pero, en esta ocasión, pudo más la alegría que sentía—. Traigo magníficas, espléndidas noticias, mi señor —y sin hacer caso de la cara que ponía, se volvió para recoger el triste morrión que, con sus pertenencias, le habían arrojado desde el
Dragón errante.
—¿Qué noticias son ésas? —me interesé.
—Tienen que ver con el
jarl
Haesten, mi señor —me contestó, entusiasmado—. Me ha pedido que bautice a su esposa y a sus dos hijos, mi señor —añadió muy sonriente, invitándome a compartir su alegría.
—¿Que os ha pedido qué? —le pregunté sorprendido.
—¡Que su familia quiere el bautismo! ¡He escrito una carta en su nombre, dirigida a nuestro rey! Parece que nuestra labor ha dado sus frutos, mi señor. La esposa del
jarl,
que Dios la colme de bendiciones, ¡ha visto la luz y desea participar de la redención de Nuestro Señor! Ha aprendido a amar a Nuestro Salvador, mi señor, y su esposo le ha dado el consentimiento para que se convierta —me lo quedé mirando con la esperanza de que mi gesto de desdén lo bajase de las nubes, pero Willibald no era hombre propenso al desaliento, así que volvió a la carga con entusiasmo—: ¿No os dais cuenta, mi señor? Si su esposa se convierte, él seguirá sus pasos. Siempre pasa lo mismo, mi señor: la esposa es la primera en adentrarse por el camino de la salvación, ¡y cuando ella lo emprende, el esposo la sigue!
—Nos está engatusando para que nos durmamos en los laureles, padre —repliqué.
El
Dragón errante
ya
.
se había unido a la flota, que seguía adelante, rumbo norte.
—
El
jarl
es un alma que no encuentra sosiego —continuó Willibald—; más de una vez me lo ha dicho —añadió alzando los brazos al cielo, donde una miríada de aves acuáticas agitaba las alas en dirección sur—. Cuando un pecador se arrepiente, hay regocijo en el cielo, mi señor. ¡Está a un paso de ser redimido! Y cuando un caudillo se convierte, su pueblo le imita y sigue a Cristo.
—¿Caudillo, decís? —rezongué—. Haesten no es más que una cagarruta, una mierda pinchada en un palo. Lo único capaz de desasosegarlo, padre, es la codicia. No nos quedará más remedio que matarlo.
Willibald hizo oídos sordos a mis sarcásticas palabras, y fue a sentarse al lado de mi hijo. Me quedé mirándolos mientras hablaban, y me pregunté por qué Uhtred nunca prestaba atención a las conversaciones que yo mantenía con él y, sin embargo, escuchaba embelesado los comentarios de Willibald.
—¡Ojito con llenarle la cabeza de pájaros! —grité.
—De eso, precisamente, estábamos hablando, mi señor —repuso el cura, con agudeza—, de los lugares adonde migran en invierno.
—¿Adónde van?
—Supongo que al otro lado del mar —apuntó.
La corriente perdió fuerza, se encalmó y cambió de sentido, de modo que nos dejamos llevar y la seguimos río arriba. Pensativo, me acomodé en el altillo junto a Finan, que mantenía con firmeza el imponente timón. Mis hombres remaban pausadamente, encantados de ir en el sentido de la corriente, mientras cantaban el himno de Aegir, dios del mar, y de Rán, su esposa, y de sus nueve hijas, divinidades a las que conviene encomendarse para que un barco salga con bien de aguas turbulentas. Lo canturreaban porque sabían que me gustaba. En aquel instante, se me antojó anodino y carente de sentido, de modo que no me uní a ellos. Me limité a contemplar la capa de humo que se cernía sobre Lundene, aquella negrura que mancillaba el cielo estival, y pensé que me hubiera gustado ser pájaro, volar y desaparecer por encima de la nada.
* * *
La carta de Haesten pareció devolver la vida a Alfredo. Según él, la misiva era una muestra más del favor divino, afirmación con la que el obispo Erkenwald estuvo de acuerdo, como no podía ser de otra manera. Al decir del prelado, el mismo dios que había acabado con los paganos en Fearnhamme había obrado el milagro en el corazón de Haesten. Willibald partió para Beamfleot con una carta de invitación dirigida a Haesten para que acudiese a Lundene con su familia, donde Alfredo y Etelredo actuarían como padrinos de Brunna, del joven Haesten y de Horic, el de verdad. Nadie se molestó en recordar que el rehén sordomudo también era hijo del danés. El desliz quedó barrido por el entusiasmo que reinaba en Wessex a finales de aquel verano que, poco a poco, dejaba paso al otoño.
El rehén sordomudo quedó adscrito a mi servicio. Me dio por llamarlo Harald. Era un muchacho despierto, y lo puse a trabajar en la armería, donde pronto destacó por su destreza con la piedra de amolar y no tardó en dar muestras de interés por toda clase de armas. Por si fuera poco, tenía a Skade presa en casa. Nadie quería hacerse cargo de ella. Durante un tiempo la exhibí en una jaula a la puerta de casa, pero tal humillación poco consuelo era para la maldición que me había caído encima. Nada valía como rehén, puesto que su amado se lamía las heridas en el islote de Torneie. Así que una noche me la llevé río arriba en uno de los barcos pequeños que teníamos al otro lado del puente en ruinas de Lundene.
El islote estaba cerca de la ciudad. Con una treintena de hombres a los remos, llegamos a la confluencia con el río Colaun antes del mediodía. Nos adentramos lentamente en el pequeño río. No había gran cosa que ver. Los hombres de Harald, menos de trescientos, habían levantado un muro de tierra coronado por una tupida empalizada de espino. Tras aquella defensa de pinchos, sobresalían algunas lanzas, pero no se veía ni una sola techumbre: en Torneie no había madera para hacer cabañas. Perezoso, entre marismas y cañaverales, el río discurría a ambos lados del islote; a lo lejos, los dos campamentos de las fuerzas sajonas que habían puesto sitio a la isla. Un par de barcos de Mercia, además, permanecían amarrados en mitad de la corriente para impedir que los daneses pudieran recibir víveres.
—Ahí está vuestro enamorado —le dije a Skade, señalando a los espinos. Ordené a Ralla, que iba al timón, que nos acercara a la isla lo más que pudiera y, cuando la proa de la nave ya casi tocaba los juncos, llevé a rastras a la joven y repetí—: Ahí tenéis a vuestro amante, cojo, impotente.
Algunos daneses que habían desertado nos habían informado de que Harald había resultado herido en la pierna izquierda y en la entrepierna.
Aguijón-de-avispa
le había penetrado por debajo del faldón de la cota de malla; recordé cómo, tras dar en hueso, arremetí con fuerza, de forma que el acero había seguido su camino muslo arriba, desgarrando músculos y cortando venas hasta la entrepierna. La pierna se le había gangrenado, y habían tenido que amputársela. Pero seguía con vida, y quizá fuera su odio implacable lo que mantenía vivos a sus hombres, que se encaraban con un futuro que nada tenía de prometedor.