Buscábamos la manera de atraerlos, de seducirlos, de tentarlos, en definitiva. Para no perder de vista a nuestros perseguidores, no galopábamos tan rápido como nuestras monturas nos permitían. Sólo nos dieron alcance en una ocasión en que, a nuestra derecha y un poco apartado, cabalgaba Rypere, uno de mis mejores hombres, cuando, de repente, su montura hundió una pata en una topera. Estaría a unos treinta pasos de nosotros; oí el chasquido de un hueso al romperse, vi cómo Rypere se iba al suelo y cómo su caballo, aturdido, se desplomaba relinchando de dolor. A lomos de
Smoka,
ya me volvía para ayudar al caído, cuando reparé en un reducido grupo de daneses que se acercaba a toda velocidad. En ese momento, le grité a otro de los míos:
—¡Lanza!
Empuñé la pesada asta de fresno del arma y piqué espuelas para salir al encuentro de aquellos primeros daneses que, al galope, se disponían a acabar con Rypere. Lo mismo hicieron Finan y una docena de hombres. Al vernos, los daneses trataron de esquivarnos, pero ya los cascos de
Smoka,
con los ollares dilatados, arrancaban terrones del suelo; lanza en ristre, embestí contra el costado del primer danés que se me venía encima. El asta de fresno retrocedió; mi mano enguantada se deslizó por la madera: había acertado. Al instante, la sangre tiñó los intersticios entre los eslabones de la cota de malla que llevaba. Solté el arma de forma que el moribundo ni se movió de la silla, cuando ya otro danés se abalanzaba sobre mí blandiendo una espada; paré el golpe con el escudo y, presionando las rodillas, obligué a
Smoka
a volver grupas, mientras Finan, de un mandoble, le destrozaba la cara a otro de nuestros adversarios. Me hice con las riendas de la montura del hombre que había alanceado y se la acerqué a Rypere.
—¡Libraos de ese cabrón y a caballo! —le grité.
Ya los daneses que habían salido con vida se retiraban. Eran menos de una docena. Por lo veloces que eran las caballerías que montaban, probablemente se trataba de una avanzadilla. En el tiempo que tardaron en recibir refuerzos, nosotros ya nos habíamos escabullido del lugar. Las piernas de Rypere eran demasiado cortas para los estribos de su nueva montura, y no dejaba de lanzar maldiciones por verse obligado a cabalgar agarrado al borrén de la silla. Finan me dijo con una sonrisa:
—Se van a enojar, mi señor.
—Tengo la intención de sacarles de quicio.
Eso era lo que pretendía: que se mostrasen intrépidos, arrojados, confiados. Aquel día de verano, mientras galopábamos por un camino tapizado de ranúnculos que serpenteaba al antojo del curso de un arroyo, Harald iba siguiendo los pasos que yo había imaginado. ¿Me sentía confiado? Es arriesgado pensar que el enemigo va a responder siempre según nuestros cálculos, pero aquel día dedicado a Thor estaba más que convencido de que Harald caería en la trampa que con tanto celo le había tendido.
El camino llegaba hasta el vado, donde cruzaríamos el río para llegarnos a Fearnhamme. Si de verdad hubiéramos tenido la intención de ir a Wintanceaster, nos habríamos quedado en la orilla sur del río y habríamos seguido la calzada romana que se perdía por el oeste. Eso era lo que quería que pensaran los daneses. Así que, cuando llegamos al río, nos detuvimos en la ribera sur del vado. Quería que nuestros perseguidores nos vieran, que creyesen que no sabíamos qué camino tomar, que imaginasen incluso que nos tenían amedrentados.
Estábamos en campo abierto, un prado a la vera del río, donde los lugareños llevaban las ovejas y las cabras a pastar. Al este, por donde venían los daneses, una arboleda boscosa; al oeste, el camino que Harald suponía que íbamos a seguir; al norte, las ruinas de los pilares de piedra del puente que los romanos construyeran sobre el río Wey. La colina de Fearnhamme se alzaba al otro lado de lo que quedaba de las pilastras. Miré a lo alto de la loma: no había nadie.
—¡Aldelmo y los suyos ya tendrían que estar ahí! —rezongué, señalando al altozano.
—¡Mi señor! —me advirtió Finan.
Los daneses, que venían pisándonos los talones, se agrupaban en las lindes del bosque, a una media milla al este de donde nos encontrábamos. Podían vernos perfectamente; se dieron cuenta de que éramos demasiados para lanzar un ataque hasta que no llegasen más de los suyos, pero su número iba en aumento a cada minuto que pasaba. Miré al otro lado del río. Nadie. El antiguo terraplén de la colina, el lugar que, según mis planes y contando con la presencia de quinientos guerreros de Mercia, había pensado utilizar como yunque estaba desierto. ¿Sería capaz de hacerles frente con los doscientos hombres que venían conmigo?
—¡Mi señor! —me advirtió Finan de nuevo. Los daneses, que para entonces ya nos doblaban en número, se disponían a abalanzarse sobre nosotros.
—¡Al vado! —grité.
Estrecharía el lazo de todos modos. Obligamos a nuestros fatigados caballos a adentrarse en el profundo vado que cruzaba el río un poco más arriba del puente. Tras ganar la otra orilla, ordené a mis hombres que picasen espuelas hasta la cima de la colina. Quería que nuestros enemigos creyesen que estábamos muertos de miedo, que habíamos renunciado a nuestro propósito de llegar a Wintanceaster, que buscábamos refugio en la loma más próxima.
Dejamos atrás la aldea de Fearnhamme, donde, además de una bonita villa romana carente de tejado, se veían unas cuantas pallozas alrededor de una iglesia de piedra. El lugar estaba desierto. Sólo quedaba una vaca que, desconsolada, mugía para que la ordeñasen. Supuse que, ante los rumores de que los daneses merodeaban por aquellos contornos, los lugareños habrían huido.
—¡Confío en que esos miserables estén ahí arriba! —le dije a voces a Etelfleda, que no se había apartado de mi lado.
—¡Estarán! —me respondió.
Parecía muy segura de lo que decía, pero yo no las tenía todas conmigo. Según su esposo, la primera obligación de Aldelmo era que las tropas de Mercia saliesen incólumes. ¿Se habría negado a avanzar hasta Fearnhamme? Si así fuera, con mis doscientos hombres tendría que hacer frente a todo un ejército de daneses que nos venía pisando los talones. Olfateando la victoria, cruzaron el río, picaron espuelas y llegaron a Fearnhamme. Aún oía sus alaridos guerreros cuando, a lomos de
Smoka,
coroné la loma cubierta de hierba en que se había convertido el antiguo terraplén y comprobé con mis propios ojos que Etelfleda tenía razón. Allí estaba Aldelmo con sus quinientos hombres. Allí estaban, en efecto. Si no los habíamos visto antes era porque Aldelmo había ordenado que se ocultasen en el lado norte del antiguo terraplén, fuera de la vista de cualquier enemigo que pudiera acercarse por el sur.
De forma que, tal como había planeado, contaba con setecientos hombres en el altozano, y confiaba en la aparición de otros setecientos procedentes de Æscengum. Entre ambos ejércitos, unos dos mil desenfrenados, intrépidos y confiados daneses que pensaban que estaban a punto de hacer realidad el viejo sueño vikingo: la conquista de Wessex.
—¡Muro de escudos! —ordené a los míos—. ¡Muro de escudos!
Había que entretener un rato a los daneses, y no se me ocurrió mejor manera que formar un muro de escudos en lo alto de la colina. Hubo un momento de confusión mientras mis hombres echaron pie a tierra y corrieron hasta el terraplén, pero eran guerreros duchos y bien entrenados y no tardaron en juntar sus escudos. Tras dejar atrás la aldea, cuando los daneses llegaron al pie de la ladera, se encontraron con el muro de bordes herrados de nuestros escudos de madera de sauce. Al ver las lanzas, las espadas y las hachas, y comprobar la hondura del desmonte, se detuvieron en seco. Montones de hombres seguían cruzando el río y muchos más aún salían de entre los árboles que crecían en la orilla sur. No tardarían mucho en reunir los guerreros necesarios para acabar con mi ridículo muro de escudos. Por el momento, no se movían de donde estaban.
—¡Estandartes! —grité. Habíamos llevado nuestras divisas: mi pendón con la cabeza del lobo y la banderola del dragón de Wessex. Quería que ondeasen al viento para enconar los ánimos del enemigo.
Alto, de tez macilenta, Aldelmo se había adelantado para saludarme. Yo no le caía bien y no se molestó en ocultarlo. Tampoco pudo evitar un gesto de sorpresa al ver el número de daneses que se disponían a cruzar el vado.
—Dividid a los vuestros en dos grupos, y decidles que formen a ambos lados de los míos —le apremié, al tiempo que gritaba—: ¡Rypere!
—¡Señor!
—¡Llevaos una docena de hombres y atad los caballos! —nuestras monturas vagaban de un lado a otro del altozano, y temía que alguna acabara por despeñarse.
—¿Cuántos daneses son? —me preguntó Aldelmo.
—Los suficientes para llevar a cabo una buena carnicería —respondí—. Traed a vuestros hombres.
Al oírme, se revolvió. Era un hombre enjuto, ataviado con una larga y soberbia cota de malla adornada con lunas crecientes de bronce unidas a los eslabones. Llevaba una capa de lino azul, forrada de rojo y, al cuello, una cadena de oro macizo de dos vueltas; botas y guantes, de cuero negro; un tahalí tachonado de cruces doradas; recogía sus largos cabellos negros, perfumados y aceitados, en un moño a la altura de la nuca con ayuda de un pasador de oro con púas de marfil.
—Cumplo órdenes —me dijo, altivo.
—Exacto. Decid, pues, a vuestros hombres que se pongan en marcha. Tenemos que liquidar a unos cuantos daneses.
Nunca me había podido ver y, con más razón, desde que le había roto la mandíbula y la nariz, descomponiendo su bonita cara, a pesar de que aquel día, ya lejano, él iba armado y yo, no. Apenas se atrevía a mirarme, aunque no perdía de vista, desde luego, a los daneses que se agolpaban al pie de la colina.
—Tengo órdenes de velar por las fuerzas de lord Etelredo.
—Tales órdenes han sido modificadas, lord Aldelmo —dijo una voz cantarina a nuestras espaldas; Aldelmo se dio media vuelta y, sin salir de su asombro, contempló la sonrisa que, desde la alta silla de su montura, le dirigía Etelfleda.
—Señora —repuso, al tiempo que hacía una reverencia y volvía a clavar los ojos en mí—, ¿os acompaña lord Etelredo?
—Mi esposo me envía para transmitiros nuevas órdenes —contestó Etelfleda con dulzura—. Está tan convencido de que la victoria será nuestra que os ruega que no os mováis de este lugar a pesar del abultado número de nuestros adversarios.
Confundido ante la inesperada presencia de Etelfleda y pensando que yo no estaba al tanto de las últimas órdenes que había recibido de Etelredo, en lugar de responder se limitó a preguntar:
—¿Es vuestro esposo quien os envía, señora?
—¿Quién, si no? —preguntó a su vez una seductora Etelfleda—. ¿Acaso pensáis, señor, que si de verdad corriera algún peligro, mi esposo habría consentido en que viniera?
—No, señora —contestó Aldelmo, cada vez menos convencido.
—¡A pelear! —gritó Etelfleda a los hombres de Mercia, antes de obligar a volverse a la yegua rucia que montaba para que los soldados pudieran verla y escucharla con toda claridad—. ¡Vamos a acabar con los daneses! Mi esposo me envía para que sea testigo de vuestro arrojo. ¡No me decepcionéis y acabad con ellos!
Los hombres la aclamaron. Entre vítores, paseó ante ellos a lomos de su montura. Siempre había pensado que Mercia era un territorio dejado de la mano de Dios, devastado y asolado, oprimido y carente de autoridad. Pero en aquel momento pude comprobar cómo Etelfleda, radiante con su cota de malla de plata, era capaz de levantar la moral de aquellos soldados. Comprendí que la adoraban, que no tenían en gran aprecio a Etelredo, que Alfredo no era para ellos sino un personaje lejano y rey de Wessex, por más señas, que sólo Etelfleda les inspiraba coraje y les llenaba de orgullo.
Seguían llegando daneses al pie de la colina. Unos trescientos habían desmontado y habían formado otro muro de escudos. Hasta entonces sólo sabían de los doscientos hombres que venían conmigo. Iba siendo hora, pues, de hacerles morder el anzuelo.
—¡Osferth! —grité—. ¡A caballo! ¡Aproximaos con pausada dignidad!
—¿Es necesario, mi señor?
—Por supuesto.
Exhibimos a Osferth a caballo bajo los estandartes. El muchacho lucía capa y un yelmo que me encargué de realzar con mi cadena de oro, de forma que, desde lejos, pareciese el yelmo de un rey. Al verlo, escuchamos los insultos que los daneses le dedicaban desde los pies de aquella suave ladera. Osferth parecía un rey de verdad, aunque cualquiera que conociese a Alfredo no habría tardado en darse cuenta de que no se trataba del rey de Wessex, porque no iba rodeado de curas, pero supuse que Harald nunca repararía en semejante detalle. Me hizo gracia ver cómo Etelfleda, movida por la curiosidad, llevó su yegua hasta colocarse al lado del caballo que montaba su hermanastro.
Volví la vista hacia el sur. Los daneses seguían vadeando el río. No olvidaré lo que entonces vi mientras viva. Del otro lado del río, sólo veía daneses a caballo, las nubes de polvo que levantaban sus monturas, mientras más jinetes picaban espuelas para llegar al vado, deseosos de presenciar la destrucción de Alfredo y de su reino. Eran tantos los que se disponían a cruzarlo, que no les quedó otra que sumarse a la larga hilera que se había formado al otro lado del río.
A disgusto, Aldelmo daba órdenes a los suyos para que avanzasen. Etelfleda les había insuflado valor, y se sentía atrapado entre el desdén de la dama y el entusiasmo de sus hombres. Al pie de la colina, los daneses vieron cómo mi pequeño muro se ensanchaba: más escudos, más espadas, más estandartes. Seguían siendo muy superiores a nosotros en número, pero ya se habían dado cuenta de que, si pretendían tomar la loma al asalto, tendrían que echar mano de la mitad de su ejército. Un hombre que llevaba una capa negra y empuñaba el mango colorado de un hacha de guerra ponía orden en las filas de Harald. En aquel momento, calculé que serían unos quinientos los hombres que componían el muro de escudos enemigo, aunque no dejaban de sumarse más y más guerreros. Me fijé en que algunos daneses no habían descabalgado, y supuse que planeaban un ataque por la retaguardia cuando los dos muros de escudos se enfrentasen. Nuestros enemigos se encontraban a unos doscientos pasos de nosotros, lo bastante cerca como para ver los cuervos, hachas, águilas y serpientes pintados en sus escudos tachonados de hierro. Con estruendo guerrero, algunos comenzaron a aporrear los escudos con las armas que llevaban en la mano. Otros nos insultaban a voces, llamándonos nenazas o cabrones hijos de puta.