—Estáis maldito, lord Uhtred —dijo con una sonrisa; Harald azuzó al animal y volvieron a la otra orilla del río, donde mujeres y niñas habían quedado de nuevo ocultas tras la espesura.
Harald se había salido con la suya.
Por si fuera poco, Skade aspiraba a ser reina y Harald quería dejarme ciego.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —rezongó Steapa, con su vozarrón.
—Acabar con ese cabrón —repuse y, como una casi imperceptible sombra en un día plomizo, sentí el peso de su maldición.
* * *
Aquella noche, mientras contemplaba el resplandor de las fogatas de los campamentos daneses, no las de Godelmingum, más cercanas a nosotros y más resplandecientes, sino el fulgor mortecino de otras hogueras más distantes, reparé en que el cielo estaba casi negro. Las últimas noches, se veían fuegos dispersos por todo Wessex oriental; ahora, parecían mucho más próximos: los hombres de Harald acudían a su llamada. Estaba claro que pensaba que Alfredo no se iba a mover de Æscengum; por eso reunía sus fuerzas, no para asediarnos, sino para lanzar seguramente un repentino y audaz ataque contra Wintanceaster, capital del reino de Alfredo.
Algunos daneses habían cruzado el río y galopado alrededor de las murallas de la ciudadela, pero la mayoría seguía sin moverse de la orilla opuesta. Las cosas estaban saliendo como yo quería. Aunque aquella noche tenía el corazón en un puño, no me quedaba otra que dar muestras de coraje.
—Mañana, el enemigo cruzará el río, mi señor —le dije a Eduardo, el hijo de Alfredo—. Irán a por mí en cuanto salga de estos muros con los míos; esperad a que dejen atrás la ciudadela, calculad una hora más o menos y lanzaos en su persecución.
—Entendido —repuso, nervioso.
—Pisadles los talones, pero no entabléis combate hasta que no hayáis llegado a Fearnhamme.
—¿Y qué hacemos si se vuelven contra nosotros? —preguntó Steapa, de pie y al lado de Eduardo, con gesto hosco.
—No lo harán —repliqué—. No os mováis de aquí hasta que su ejército haya pasado; luego, seguid sus pasos hasta llegar a Fearnhamme.
Aunque el plan parecía sencillo, no las tenía todas conmigo. El grueso del ejército enemigo cruzaría el río como una exhalación; a los más rezagados les llevaría todo el día. Eduardo era quien tenía que calcular una hora aproximadamente desde que pasase la mayoría de los hombres de Harald y, cumplido ese tiempo, perseguir a los daneses hasta Fearnhamme, sin preocuparse de los que se quedaban atrás. No era una decisión fácil de tomar, pero para eso, para aconsejarle, contaba con la ayuda de Steapa, un hombre no muy despierto quizá, pero dotado de un instinto letal del que yo me fiaba por completo.
—Y una vez en Fearnhamme… —comenzó a balbucir Eduardo, antes de quedarse callado.
Una luna medio llena asomó entre las nubes, alumbrando su rostro angustiado y carente de color. Aunque se parecía mucho a su padre, no era de extrañar que careciera de la determinación de su progenitor. No tendría más de diecisiete años, y en él habían descargado la responsabilidad de un hombre hecho y derecho. Cierto que Steapa estaría a su lado, pero si aspiraba a ser rey, tenía que ejercitarse en el difícil arte de tomar decisiones.
—Lo de Fearnhamme será como coser y cantar —repuse, quitándole hierro al asunto—. Yo estaré al norte del río con los hombres de Mercia. Nos situaremos en una colina protegida por terraplenes. Los hombres de Harald cruzarán el río por el vado y vendrán a por nosotros. Vos los atacaréis por la retaguardia y, cuando comencéis a pelear, nosotros caeremos sobre la vanguardia de sus tropas.
—¿Coser y cantar? —comentó Steapa, con un deje socarrón.
—Atrapados entre nuestros dos ejércitos, los aplastaremos —remaché.
—Con la ayuda de Dios —añadió Eduardo con firmeza.
—Incluso sin ella —rezongué.
Durante casi una hora, hasta que la campana le recordó sus obligaciones espirituales, Eduardo no dejó de hacerme toda clase de preguntas. Era como su padre: quería estar al tanto de todo, tenerlo todo previsto y calculado, pero se trataba de guerrear y, en el fragor del combate, no hay patrones establecidos que valgan. Pensaba que Harald seguiría mis pasos, y confiaba en que Steapa condujese el grueso del ejército de Alfredo tras los hombres del danés, pero no podía asegurar nada al hijo del rey. Él quería estar plenamente seguro de lo que iba a pasar; yo tenía una batalla entre manos. Cuando se fue a rezar con su padre, me sentí mucho mejor.
Steapa también me dejó. Me quedé solo en lo alto de la muralla. Al darse cuenta de la sensación de agobio que me embargaba, los centinelas me hicieron un hueco entre ellos. Por eso, cuando escuché unas pisadas que se acercaban, no hice caso, con la esperanza de que quienquiera que fuese se volviese por donde había venido y me dejase en paz.
—Lord Uhtred —dijo una voz gentilmente burlona, cuando dejé de oír pasos a mis espaldas.
—Lady Etelfleda —contesté, sin volverme siquiera.
Se acercó hasta acomodarse a mi lado; nuestras capas se rozaron.
—¿Cómo está Gisela?
Acaricié el martillo de Thor que llevaba al cuello.
—A punto de parir de nuevo.
—Vuestro cuarto hijo.
—Así es —repuse, al tiempo que elevaba una plegaria a los dioses para que Gisela saliera con bien del alumbramiento—. ¿Cómo está Elfwynn? —le pregunté a mi vez; Elfwynn era la hija de Etelfleda, una niñita todavía.
—Creciendo día a día.
—¿Hija única?
—Y seguirá siéndolo —repuso Etelfleda, melancólica, mientras yo admiraba su delicado perfil a la luz de la luna, la conocía desde pequeña; la más alegre y decidida de los hijos de Alfredo; en aquel momento, sin embargo, se le notaba tensa, como sobrecogida tras despertar de un mal sueño—. Mi padre está furioso con vos —añadió.
—¿Y cuándo no lo está?
Esbozó un amago de sonrisa que, al instante, se le borró de los labios.
—Quiere que prestéis juramento a Eduardo.
—Lo sé.
—¿Por qué no queréis hacerlo?
—Porque no soy un esclavo dispuesto a ponerme al servicio de un nuevo amo.
—¡Menuda novedad! No, si va a resultar que tampoco sois una mujer… —comentó con sarcasmo.
—Pienso irme con mi familia al norte —repuse.
—Cuando muera mi padre —replicó Etelfleda vacilante—, el día que falte mi padre, ¿qué será de Wessex?
—Pues que Eduardo se hará cargo del reino.
—Os necesita —comentó, mientras yo me encogía de hombros—. Mientras vos sigáis con vida, lord Uhtred —continuó—, los daneses se lo pensarán dos veces antes de atacar.
—Harald no lo ha dudado.
—Porque es un necio —insistió con desprecio—. Mañana acabaréis con él.
—Quién sabe —dije con cautela.
Etelfleda se volvió al escuchar el murmullo de los hombres que salían de la iglesia.
—Mi esposo —pronunció tales palabras con asco— ha enviado un mensaje a lord Aldelmo.
—¿Será, pues, Aldelmo quien se ponga al frente de las tropas de Mercia?
La joven asintió con la cabeza. Conocía bien a Aldelmo, el favorito de mi primo, un hombre listo y artero, cuya ambición no conocía límites.
—Confío en que vuestro esposo le haya ordenado que se dirija a Fearnhamme —dije.
—Eso hizo —repuso Etelfleda, antes de añadir en voz baja y de forma atropellada—: Pero también le ha recomendado que, si considera que el enemigo es muy superior, se vuelva al norte.
Ya sospechaba yo que algo así podía pasar.
—O sea, que Aldelmo mantendrá a salvo el ejército de Mercia.
—¿Cómo, si no, podría mi esposo adueñarse de Wessex cuando mi padre desaparezca? —preguntó Etelfleda con un deje de cándida inocencia.
Volví los ojos hacia ella, pero la joven se limitaba a contemplar las fogatas de Godelmingum.
—Supongo que Aldelmo irá con ánimo de pelear —dije.
—No, si eso puede suponer una merma para el ejército de Mercia.
—En ese caso, mañana no me quedará otra que obligarle a que cumpla con su deber.
—Vos no tenéis autoridad para ordenarle nada —replicó Etelfleda.
—Siempre queda este recurso —repuse, acariciando la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.
—Y él, de quinientos hombres detrás —añadió Etelfleda—. Pero hay una persona a la que sí obedecerá.
—¿Os referís a vos?
—Así que mañana partiré con vos.
—Vuestro esposo no lo permitirá —le dije.
—Por supuesto que no; pero no tiene por qué enterarse —contestó con tranquilidad—. Además, me haréis un gran favor, lord Uhtred.
—Siempre a vuestro servicio, señora —repuse sin pensarlo.
—¿De verdad? —preguntó, alzando la mirada hasta que sus ojos se encontraron con los míos.
Contemplé su hermoso rostro apesadumbrado; y me di cuenta de que lo decía en serio.
—Por supuesto, señora —repuse con gentileza.
—En ese caso —continuó con rabia—, mañana acabad con ellos, matad a todos los daneses. Hacedlo por mí, lord Uhtred —mientras me acariciaba la mano con las yemas de los dedos—, matadlos a todos.
Había amado a un danés y lo había perdido por culpa de una espada. Ahora, quería acabar con ellos como fuera.
Tres son las hilanderas que se afanan en las raíces que crecen a los pies de Yggdrasil, el árbol de la vida, las mismas que habían dispuesto una madeja del más fino hilo de oro para tejer la vida de Etelfleda. En aquellos años, sin embargo, y a medida que lo entretejían, aquel hilo resplandeciente se transformaba en oscura labor. Las tres hilanderas están al tanto de nuestro futuro. El regalo que los dioses hacen al género humano es que no vemos a dónde nos conducen sus hebras.
Escuché los cantos de los daneses que estaban acampados al otro lado del río.
Al día siguiente, les obligaría a seguirme hasta la vieja colina que se alzaba junto a ese mismo río, y acabaría con ellos.
El día siguiente era jueves, el día dedicado a Thor. Lo consideré un buen presagio. En su momento, Alfredo se había propuesto cambiar los nombres de los días de la semana, de forma que el jueves pasara a ser el día de María, o el del
Haligast,
el espíritu de la divinidad, que ya no me acuerdo muy bien, pero la idea se esfumó como rocío al sol en verano. Le guste o no al rey, en el Wessex cristiano, los nombres de Tyr, Odín, Thor y Frigg se siguen recordando cada semana.
Aquel día de Thor, pues, antes de que el sol despuntase, mientras más de seiscientos jinetes se agolpaban en la larga arteria que recorría la ciudadela, en medio del barullo habitual en tales ocasiones, a saber, estribos que se rompen y hombres a todo correr en busca de repuestos, niños que corretean entre gigantescos caballos, espadas que reciben un último repaso, el humo de los hogares flotando como niebla entre las casas, el repicar de la campana de la iglesia, los cantos de los monjes, me disponía a llevar a doscientos guerreros hasta Fearnhamme. Mientras, de pie en lo alto de la muralla, observaba la orilla más alejada del río.
Los daneses que, el día anterior, habían cruzado hasta la ribera donde se alzaba la ciudadela, habían regresado al campamento al caer la noche. Entre los árboles, aún quedaban atisbos de la humareda de las fogatas que habían prendido, pero los únicos enemigos que llegaba a distinguir eran dos vigías agazapados a la orilla del río. Por un momento, cedí a la tentación de echarlo todo a rodar, cruzar el río con seiscientos hombres y dejar que hicieran de las suyas en el campamento de Harald. No tardé en volver a la realidad. Reparé en que la mayoría estaría en Godelmingum y que, para cuando llegásemos, estarían más que despiertos. Libraríamos un tumultuoso combate, los daneses no tardarían en caer en la cuenta de que nos superaban en número y nos harían trizas. Por otro lado, quería cumplir la promesa que le había hecho a Etelfleda, y acabar con todos ellos.
Procurando que se notase, al salir el sol ejecuté la primera maniobra que había planeado: sonaron las trompas en Æscengum, la puerta del norte se abrió de par en par y cuatrocientos jinetes salieron de estampida y se dispersaron por la explanada. Los primeros en llegar se agruparon en la orilla del río, delante de las narices de los daneses, y aguardaron a que saliese el resto. Una vez que los cuatrocientos jinetes se hubieron agrupado, se dirigieron hacia el oeste y picaron espuelas hasta adentrarse en un terreno arbolado que iba a dar al camino que llevaba hasta Wintanceaster. No me moví de donde estaba, sin perder de vista a los daneses, que se agolpaban tratando de adivinar qué sucedía al otro lado del río. Estaba seguro de que ya habían enviado emisarios para advertir a Harald de lo que pasaba e informarle de que el ejército sajón emprendía la retirada.
Sólo que no se trataba de una retirada, pues, una vez al amparo de los árboles, los cuatrocientos jinetes volvieron grupas y regresaron a la ciudadela por la puerta del oeste, fuera del campo de visión de nuestros enemigos. En ese instante, bajé hasta la calle principal de la fortaleza y me acerqué a
Smoka,
ya ensillado. Iba vestido para la guerra: cota de malla, oro y acero. Con los ojos entrecerrados para resguardarse de la luz del sol tras dejar atrás la sagrada oscuridad, Alfredo se asomó a la puerta de la iglesia. Respondió a mi saludo con una leve inclinación de cabeza, pero no dijo nada. Mientras, mi primo Etelredo no paraba de despotricar: quería saber dónde andaba su esposa. Escuché cómo un criado le decía que estaba rezando con las monjas, lo que pareció tranquilizarlo, al menos de momento, antes de decirme a voces que las tropas de Mercia estarían esperándonos en Fearnhamme.
—Aldelmo es un muy buen guerrero: le gusta pelear —aseguró.
—Bueno es saberlo —repuse, fingiendo tan buena disposición como mi primo, del mismo modo que Etelredo me ocultaba las instrucciones secretas que había enviado a Aldelmo para que emprendiese la retirada hacia el norte si consideraba que nuestros enemigos eran superiores en número; incluso retiré la mano del alto arzón de la silla de
Smoka,
se la tendí y le dije en voz alta—: Será una victoria sonada, lord Etelredo.
Mi primo se quedó sorprendido ante trato en apariencia tan afable por mi parte y me estrechó la mano, no sin insistirme:
—Con la ayuda de Dios, primo, siempre con la ayuda de Dios.
—Rezo para que así sea —respondí. El rey me miró con cara de pocos amigos, pero yo le dediqué mi mejor sonrisa—. Poneos en marcha en el momento oportuno —le grité a Eduardo, el hijo de Alfredo—, y seguid siempre los consejos de lord Etelredo.