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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (9 page)

BOOK: La tierra en llamas
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Osferth, uno de los míos, era el bastardo de Alfredo. A pesar del innegable parecido que guardaba con su padre, pocos estaban al tanto de semejante circunstancia. Era hijo de una criada a quien Alfredo había seducido cuando el cristianismo aún no había aherrojado su alma. En un descuido, sin venir a cuento, el rey me lo comentó en confianza, no sin confesarme que era una espina que llevaba clavada en el corazón.

—Un recordatorio —me dijo— del pecador que una vez fui.

—Dulce pecado es ése, mi señor —repuse, sin darle importancia.

—La mayoría de los pecados lo son —replicó el rey—; así los adereza el diablo.

¿Cómo, si no de retorcida, calificar una religión que nos lleva a considerar los placeres como pecados? Sin embargo, los antiguos dioses, los mismos que nunca nos exigieron la renuncia a tales deleites, andan ahora de capa caída. El pueblo les da la espalda; la gente prefiere el látigo y el yugo del dios crucificado de los cristianos.

De modo que, aquella mañana, Osferth, prueba viviente del pecado de juventud de Alfredo, representó el papel de rey. Dudo que lo disfrutase, porque detestaba a su padre, que había deseado que fuese cura. Tras rebelarse contra el destino que le tenían preparado, Osferth se había convertido en uno de los hombres de mi guardia. No era un luchador nato, como Finan, pero entendía el arte de la guerra a las mil maravillas. Y ya se sabe: la inteligencia es un arma de acerado filo y largas miras.

Todas las contiendas concluyen en un muro de escudos donde, enardecidos y cegados por una furia devastadora, los hombres pelean, hacha y espada en mano; el secreto para salir bien librados reside en mantener a raya al enemigo hasta que, llegados a ese estado de paroxismo, la rabia acumulada juegue a nuestro favor. Exhibiendo a Osferth en lo alto de los muros de Æscengum, buscaba el modo de tentar a Harald: donde el rey hubiera establecido su residencia, trataba de dar a entender al enemigo, por fuerza tenía que haber riquezas. Los invitaba, pues, a acercarse a la ciudadela y, por si eso no fuera suficiente, dispuse que Skade se mostrase ante los guerreros daneses que se habían congregado en la otra orilla del río.

Lanzaron contra nosotros algunas flechas, pero, en cuanto reconocieron a Skade, cejaron en el empeño. Sin quererlo, también ella vino en mi ayuda cuando les conminó:

—¡Venid y acabad con ellos!

—Le taparé la boca —se ofreció Steapa.

—Dejad que la puta grite cuanto quiera —repuse.

Fingía que no sabía hablar inglés, pero el caso es que me dirigió una mirada cargada de desprecio antes de insistir a los que estaban al otro lado del río.

—¡Son unos cobardes! —les gritaba—. ¡Los sajones son unos cobardes! Decidle a Harald que podrá acabar con ellos como si fueran ovejas.

Se acercó a la empalizada, pero no pudo llegarse hasta la muralla, porque había dado órdenes de que le atasen una soga alrededor del cuello, que sujetaba uno de los hombres de Steapa.

—Decidle a Harald que aquí tiene a su puta —grité a los del otro lado del río—, y que es un poco escandalosa. ¡Tal vez le cortemos la lengua y se la enviamos para la cena!

—¡Cabrón de mierda! —me espetó, antes de alzarse sobre la defensa y hacerse con una de las flechas que se habían alojado en las estacas de roble.

Ya Steapa se disponía a arrebatársela, cuando le hice una seña para que retrocediera. La muchacha nos ignoró. Contempló con atención la punta de la flecha; con un brusco giro de muñeca, la separó del astil emplumado, y lo lanzó al otro lado del muro. Me echó una mirada, se llevó la punta de la flecha a los labios, cerró los ojos y besó el acero. Musitó algo que no llegué a oír, acercó los labios al acero de nuevo, lo escondió bajo la túnica, pareció dudar un instante y clavó la punta de la flecha en uno de sus senos. Cuando, radiante, mostró a todos el acero ensangrentado, me miró de nuevo y arrojó la punta de la flecha al río, al tiempo que alzaba las manos y la cara a aquel cielo de finales de verano. Gritó para que los dioses la escucharan y cuando, por fin, su alarido se extinguió, se volvió y me dijo como quien habla del tiempo:

—Estáis maldito, Uhtred.

No cedí al impulso de acariciar el martillo que llevaba al cuello porque, de hacerlo, habría dejado claro a ojos de todos que su maldición me daba miedo, terror que traté de disimular con un bufido.

—¡No gastes saliva, zorra!

Con todo, me llevé la mano a la espada y, con un dedo, acaricié la cruz de plata incrustada en la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.
Aquella cruz no significaba nada para mí, pero era un regalo de Hild, una antigua amante, por entonces abadesa de acendrada piedad. ¿Acaso se me pasó por la cabeza que tocar la cruz sería lo mismo que acariciar el martillo? Los dioses no lo vieron así, desde luego.

—Cuando era niña —dijo de improviso Skade, recurriendo a un tono coloquial, como si fuéramos amigos de toda la vida—, mi padre pegaba a mi madre sin ton ni son.

—A lo mejor era como vos —repliqué.

Pasó por alto el comentario, y continuó:

—En cierta ocasión, le rompió las costillas, un brazo y la nariz. Aquel mismo día, más tarde, me llevó con él a los pastos altos para que le ayudase con el ganado. Tenía doce años. Recuerdo los copos de nieve que volaban por el aire y que estaba muy asustada. Quería preguntarle por qué había pegado a mi madre, pero no me atrevía a hacerlo, no fuera a sacudirme a mí también. Al final me lo aclaró. Me dijo que tenía pensado que contrajera matrimonio con su mejor amigo, y que mi madre había puesto el grito en el cielo. A mí me parecía también un hombre detestable, pero me dijo que tal era su decisión y que debía casarme con él.

—¿He de sentir lástima por vos? —le pregunté.

—Cuando pasábamos junto al borde de un acantilado, le di un empujón —continuó—; recuerdo cómo rodaba entre los copos de nieve, mientras yo observaba cómo rebotaba contra las rocas y oía los alaridos que daba. Se partió la espalda —añadió con una sonrisa—. Pero allí lo dejé. Cuando regresé con el ganado, todavía seguía vivo. Bajé a trompicones entre las peñas, y me meé en su cara antes de que muriera —concluyó, sin apartar su serena mirada de mí—. Aquélla fue la primera maldición que pronuncié, lord Uhtred, pero no la última. Permitid que me vaya, y os la levantaré.

—¿Pensáis que asustándome os dejaré volver al lado de Harald? —le pregunté con despreocupación.

—Lo haréis —dijo muy segura—, acabaréis por ceder.

—Lleváosla —ordené; estaba harto de aquella mujer.

* * *

A eso del mediodía, apareció Harald. Me avisó uno de los hombres de Steapa. Subí de nuevo a lo alto de la muralla, y pude comprobar que Harald el Pelirrojo, acompañado de cincuenta guerreros con cota de malla, estaba al otro lado del río. En su estandarte, en lo alto de un mástil coronado por una calavera de lobo pintada de rojo, destacaba la hoja de un hacha.

Era un hombre de descomunales proporciones. Su caballo era enorme también, pero, en comparación con la talla de Harald el Pelirrojo, hasta la montura parecía enana a su lado. Estaba demasiado lejos como para distinguirlo con claridad pero, al igual que su poblada barba, alcanzaba a ver con claridad sus cabellos rubios, largos, espesos y, desde luego, no manchados de sangre. Contempló un instante la muralla de Æscengum, se despojó del tahalí, arrojó el arma a uno de sus hombres y espoleó el caballo hasta el río. Aunque era un día caluroso, por encima de la cota de malla llevaba una enorme capa de piel de oso negro, que le hacía parecer más grande. Lucía adornos de oro en las muñecas y en el cuello; de oro eran también los aderezos que tachonaban la brida de su montura. Espoleó el caballo hasta el centro del río, allí donde el agua le cubría las botas por entero. Desde los muros de la ciudadela, cualquiera de los arqueros podría haberle disparado una flecha. Como se había tomado la molestia de hacer evidente que iba desarmado, supuse que venía a parlamentar, así que ordené a los míos que ni se les ocurriese pulsar la cuerda de los arcos. Se quitó el yelmo y clavó los ojos en los hombres que había en lo alto de la pared defensiva hasta que dio con la reluciente diadema de Osferth. Como nunca había visto a Alfredo en persona, confundió al bastardo con su padre.

—¡Alfredo! —gritó.

—El rey no tiene a bien hablar con salteadores —le respondí.

Harald esbozó una sonrisa. Tenía una cara tan ancha como una horca de las de recoger cebada, la nariz ganchuda y curvada, la boca ancha, la mirada feroz de un lobo.

—Así que vos sois Uhtred, el hijo de un mierda —me imprecó a modo de saludo.

—Y vos Harald, el que no tiene cojones —repuse con un insulto a la altura del que me había dedicado.

Se me quedó mirando. Ahora que lo veía más de cerca reparé en lo sucios, apelmazados y grasientos que llevaba tanto sus rubios cabellos como la barba, como los de un cadáver que hubiera estado enterrado en un estercolero. El río se agitaba alrededor de su montura.

—Decidle a vuestro rey —me dijo a voces— que, si quiere evitarse un mal trago, haría bien en cederme el trono.

—Os invita a que vengáis por él y lo toméis —repuse.

—Pero antes —añadió, al tiempo que se inclinaba para acariciar el cuello del caballo—, debéis devolverme lo que es mío.

—No tenemos nada vuestro —contesté.

—A Skade —afirmó.

—¿Os pertenece? —pregunté poniendo voz de sorpresa—. ¿Acaso una puta no es de aquel que paga por ella?

Me dirigió una mirada cargada de odio.

—Si vos o cualquiera de los vuestros la ha tocado —dijo señalándome con un dedo enfundado en un guante de piel—, juro por el carajo de Thor que me encargaré de acabar con vosotros tan lentamente que, cuando escuchen vuestros gritos, hasta los muertos se revolverán en sus grutas de hielo.

«Es un insensato», pensé. Cualquier hombre en sus cabales habría simulado que poco o nada le importaba la mujer en cuestión, pero Harald ya nos había desvelado su precio.

—¡Quiero verla! —exigió.

Hice como que me lo pensaba. Como quería que el danés se deleitase en el cebo que le tenía preparado, ordené a dos de los hombres de Steapa que fueran en su busca. Aun con la cuerda atada al cuello, su belleza y su dignidad contenida destacaban por encima de cuantos estábamos en la muralla. En aquel momento, pensé que era lo más parecido a una reina que había visto en mi vida. Se acercó a la empalizada y sonrió a Harald, que obligó a su caballo a dar unos pasos adelante.

—¿Os han tocado? —le preguntó a voces.

Tras dedicarme una sonrisa burlona antes de responderle, alzó la voz y dijo:

—No son lo bastante hombres, mi señor.

—Jurádmelo! —gritó el guerrero, a todas luces desesperado.

—Os lo juro —repuso la joven, y sus palabras sonaron como una caricia.

Harald obligó a moverse al caballo hasta situarse de perfil frente a la ciudadela, alzó una mano enguantada y me señaló:

—La exhibisteis desnuda, Uhtred, hijo de un mierda.

—¿Queréis tal vez que os la vuelva a mostrar en cueros?

—Os sacaré los ojos por lo que hicisteis —dijo, mientras Skade rompía a reír—. Dejadla marchar y no os quitaré la vida: tan sólo os colgaré de una cuerda para que todo el mundo pueda veros ciego y desnudo.

—Gemís como un cachorro —repliqué.

—¡Quitadle esa cuerda del cuello y soltadla ahora mismo! —exigió.

—¡Venid a por ella y lleváosla, cachorrito! —grité a mi vez.

Me sentía como pez en el agua. Tenía para mí que Harald estaba dando muestras más que sobradas de que era no sólo necio, sino testarudo también. Quería a Skade por encima incluso de Wessex y, desde luego, más de lo que pudiera anhelar todos los tesoros del reino de Alfredo. Recuerdo que pensé que había conseguido traerlo a mi terreno, que lo tenía atrapado al otro extremo del sedal. En ese momento, volvió grupas, e hizo señas al nutrido y cada vez más numeroso grupo de guerreros que se agolpaba en la otra orilla.

De entre la espesa arboleda que crecía al otro lado del río, surgió una hilera de mujeres y niñas. Eran sajonas, de las nuestras; iban atadas una a otra para ser vendidas como esclavas. Aparte de arrasar el este de Wessex, los hombres de Harald capturaban a cuantas niñas y mujeres jóvenes encontraban a su paso y, tras refocilarse con ellas, las embarcaban rumbo a los mercados de esclavos de Frankia. En aquel momento, las niñas y mujeres cautivas estaban en la otra orilla del río. A una orden de Harald, las obligaron a ponerse de rodillas. La más pequeña sería de la edad de mi hija Stiorra, y todavía recuerdo con qué ojos me miraba. Veía en mí a un señor de la guerra en toda su gloria; yo sólo veía sus rostros de resignación ante el infortunio.

—Comenzad —ordenó Harald a sus hombres.

Uno de los suyos, una bestia de sonrisa feroz, con pinta de ser muy capaz de tumbar a un buey, se colocó detrás de la mujer que se encontraba en el extremo sur de la hilera de cautivas. Llevaba un hacha de guerra en la mano, la levantó en el aire y la dejó caer con todas sus fuerzas: la hoja le partió la cabeza en dos hasta quedar alojada en el pecho de la prisionera. A pesar del estruendo del río, oí el chasquido de la hoja del hacha contra el hueso, y vi un chorro de sangre que se alzó por el aire a mayor altura que Harald montado a caballo.

—Una —gritó Harald, al tiempo que hacía una seña al guerrero cubierto de sangre que, tras dar un paso a la izquierda, se colocó detrás de una niña que no paraba de gritar tras haber visto cómo había perecido su madre. El hacha ensangrentada se alzó de nuevo.

—Esperad —dije a voces.

Harald alzó una mano y el hombre del hacha se detuvo; me dirigió una sonrisa burlona:

—¿Decíais algo, lord Uhtred?

No respondí. Sólo tenía ojos para aquel remolino de sangre que la corriente llevaba río abajo. Un hombre cortó la soga que unía el cuerpo de la mujer muerta a su hija; de una patada, lanzó el cadáver al agua.

—Hablad, lord Uhtred, os lo ruego —dijo el danés con afectada cortesía.

Había treinta y tres mujeres y niñas. Algo tenía que hacer, o todas correrían la misma suerte.

—Dejadla libre —ordené en voz baja. Cortaron la cuerda que Skade llevaba atada al cuello, y le dije—: Marchaos.

Confiaba en que, al saltar desde la empalizada, se rompiese las piernas, pero llegó al suelo con agilidad, escaló la pared más alejada del foso y echó a andar hasta el río. Harald espoleó a su montura, le tendió una mano y, de un salto, se montó tras el borrén posterior de la silla. Me miró, se llevó un dedo a la boca y, a continuación, me señaló con la mano.

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