—Un poco escandalosos, ¿no os parece? —me comentó Finan. Me limité a sonreír. Alzó la espada desenvainada hasta la altura de la visera del yelmo y besó la hoja—. ¿Os acordáis de aquella muchacha frisona que encontramos en las marismas? Aquello sí que era gritar.
¡Qué curiosas las cosas que se nos vienen a la cabeza antes de entrar en combate! La joven en cuestión había escapado de manos de un negrero danés, y estaba aterrorizada. Me paré a pensar un momento qué habría sido de ella.
Aldelmo estaba nervioso, tanto que fue capaz de superar la aversión que me tenía y se me acercó.
—¿Y si Alfredo no aparece? —me preguntó.
—En tal caso, si queremos bajarles los humos, cada uno de nosotros habrá de liquidar a dos daneses —respondí, aparentando una seguridad que no tenía. Si los setecientos hombres de Alfredo no llegaban a tiempo, el enemigo nos rodearía, conoceríamos la derrota, y allí pereceríamos.
A pesar de la aglomeración que se apiñaba en el angosto vado, sólo la mitad de los daneses había cruzado el río, y eran muchos los jinetes que seguían llegando desde el este, que se sumaban a la multitud que aguardaba para pasar al otro lado del río Wey. Entre tanto, la aldea de Fearnhamme sufría el asalto de hombres que echaban abajo las techumbres de paja en busca de tesoros ocultos. La vaca que esperaba que la ordeñasen yacía muerta en mitad del villorrio.
—¿Qué… —preguntó un Aldelmo balbuciente—, qué pasaría si las fuerzas de Alfredo no llegan a tiempo?
—Pues que todos los daneses habrán cruzado el río.
—Y vendrán a por nosotros.
Me imaginé que Aldelmo ya pensaba en retirar a los suyos. A nuestra espalda, al norte, se alzaban unas colinas más altas, que ofrecían mejor refugio; hasta era posible que, si efectuábamos la retirada con prontitud, llegásemos a cruzar el Temes antes de que los daneses cayesen sobre nosotros y nos destrozasen. A menos que los hombres de Alfredo llegasen a tiempo, seguramente perderíamos la vida y, en ese momento, sentí la fría caricia de la serpiente de la muerte que me atenazaba el corazón, que retumbaba como un tambor de guerra. La maldición de Skade, pensé, y de repente me di cuenta de la magnitud del riesgo que estaba corriendo.
Había dado por sentado que los daneses harían exactamente lo que yo había planeado, y que el ejército sajón occidental aparecería en el momento preciso. Sin embargo, allí estábamos, en la cima de un otero, rodeados de enemigos cada vez más numerosos. En la otra orilla del río, aún quedaban muchos guerreros, pero, en menos de una hora, todos los efectivos de Harald habrían cruzado el Wey y, temeroso de la que se nos podía venir encima, llegué a intuir la inminencia del desastre. Recordé la amenaza de Harald de que me sacaría los ojos, me castraría y me exhibiría atado al extremo de una soga. Acaricié el martillo y apreté la empuñadura de
Hálito-de-serpiente.
—Si las tropas sajonas occidentales no aparecen… —comenzó a decir Aldelmo, con voz ronca y cargada de intención.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Etelfleda a nuestras espaldas.
A lo lejos, entre los árboles, se atisbaban los destellos que el sol arrancaba del acero.
Y aparecieron más jinetes, centenares de hombres a caballo.
El ejército de Wessex había llegado.
Los daneses habían caído en la trampa.
* * *
Los poetas tienden a ser grandilocuentes. Viven de la labia, y los bardos de mi casa temen que, si no abultan los hechos, dejaré de pagarles lo que les he prometido. Recuerdo escaramuzas en que hasta doce de mis hombres podrían haber perdido la vida pero, en boca de esos vates, de hacerles caso, las carnicerías se contarían por millares: a tenor de sus interminables composiciones, ni un solo día de mi vida habría dejado de proporcionar carroña a los cuervos; pero ningún juglar exageraría lo bastante a la hora de referir la carnicería que tuvo lugar aquel día de Thor junto al río Wey.
Una acción rápida, por otro lado. Entre que las partes enfrentadas se arman de valor, intercambian insultos y acechan las maniobras previas del contrario, la mayoría de las batallas tardan mucho en dar comienzo. Pero Steapa, al frente de los setecientos hombres de Alfredo, tras reparar en la confusión que imperaba en la orilla sur del río, en cuanto le pareció que disponía de los hombres necesarios, cargó contra el adversario. Según me contó más tarde, Etelredo hubiera preferido esperar a reunidos a todos, pero Steapa no le hizo caso. Comenzó, pues, con trescientos hombres, con la esperanza de que los demás se les uniesen a medida que, desde la arboleda, salieran a campo abierto.
Los trescientos soldados atacaron al enemigo por la retaguardia, donde, como era de suponer, se habían quedado los más rezagados de los hombres de Harald, los más renuentes a la hora de cruzar el río, criados y mozos, mujeres y niños, cargados con el botín del pillaje. Ninguno estaba en condiciones de pelear. No sólo no había muro de escudos, sino que carecían de escudos. Para cuando los daneses deseosos de entrar en combate habían cruzado el río y se disponían a iniciar el asalto a la colina, en la otra orilla ya había dado comienzo la cruenta carnicería.
—Como matar lechones —me contaría Steapa más tarde—, sangre y chillidos por doquier.
Los jinetes sajones se abalanzaron sobre los daneses. Steapa iba al frente de los hombres de la guardia de Alfredo, del resto de los míos y de los avezados guerreros de Wiltunscir y Sumorsæte, es decir, de los más diestros a la hora de pelear, y pertrechados con las mejores armas. El inesperado ataque causó confusión. Los daneses, incapaces de formar un muro de escudos, en vano echaron a correr. La única salida que les quedaba era el vado, donde se agolpaban los hombres que aún no habían cruzado el río. Nuestros aterrorizados adversarios se precipitaron sobre ellos, impidiéndoles formar un muro de escudos, mientras las huestes de Steapa repartían hachazos, mandobles y cuchilladas a diestro y siniestro. Desde los bosques colindantes, más sajones se unieron a la lucha: caballos cubiertos de sangre hasta las cernejas, espadas y hachas que hendían y sajaban. A pesar del sufrimiento que le infligía la silla de montar, Alfredo había soportado la cabalgada, y observaba la pelea desde el lindero del bosque, mientras curas y monjes elevaban cánticos de alabanza a su dios por haber permitido aquella carnicería de paganos, que ya teñía de sangre los humedales al sur del río Wey.
Eduardo, un muchacho menudo, participó en el combate al lado de Steapa. Más tarde, el propio Steapa, orgulloso del comportamiento de que había dado muestras el joven, aseguraba:
—Un chaval con arrestos —me comentó.
—¿Sabe manejar la espada?
—Buen juego de muñeca —afirmó sin dudarlo.
Antes incluso que Steapa, Etelredo se dio cuenta de que eran tantos los cadáveres que los jinetes no podrían seguir avanzando, y convenció al
ealdorman
Etelnoth de Sumorsæte para que ordenase a cien de los suyos que desmontasen y formasen un muro de escudos. El muro avanzó con contundencia y, a medida que, heridos o muertos, caían caballos, más sajones se sumaban a la fila que, imparable como una hilera de segadores hoz en mano, seguía adelante. Ya en lo alto, el sol fue testigo de una matanza en la que, sin capacidad de reagruparse y de plantar cara, cientos de daneses perdieron la vida en la orilla sur del río. Muchos murieron; otros cruzaron el río como pudieron; otros fueron hechos prisioneros.
Con todo, la mitad más o menos del ejército de Harald había cruzado el vado. A pesar de la carnicería que se había producido a sus espaldas, eran hombres dispuestos a luchar, guiados por un solo propósito: acabar con nosotros. Seguido por un criado que llevaba un caballo de carga, el propio Harald se contaba entre ellos. Se acercó unos pasos al impresionante muro de escudos de los suyos para cerciorarse de que presenciábamos el ritual al que recurría para amedrentar a sus enemigos. Imponente, con su capa y su cota de malla, se plantó delante de nosotros, extendió los brazos como un crucificado, sosteniendo una colosal hacha de guerra en la mano derecha; tras asegurarnos a voces que acabaríamos siendo pasto de los cenagosos gusanos de la muerte, mató al caballo. Acabó con el animal de un hachazo; mientras la bestia se retorcía entre estertores de muerte, le abrió la barriga y hundió la cabeza descubierta en las sanguinolentas entrañas de la caballería. Mis hombres observaban en silencio. Harald, sin prestar atención al caballo que coceaba al aire, mantuvo la cabeza hundida en el vientre del animal; a continuación, con la cara ensangrentada y los cabellos también cubiertos de sangre, que le caía a chorros por la barba poblada, se incorporó y se volvió para mirarnos. Harald el Pelirrojo estaba dispuesto para el combate.
—¡Thor! —gritó, al tiempo que alzaba la cara y el hacha al cielo—. ¡Thor! —repitió, señalándonos con el hacha—. ¡Acabaremos con todos vosotros! —bramó, mientras un criado le tendía el escudo con una gran hacha pintada.
No estoy seguro de que Harald supiera lo que había pasado en la otra orilla del río, porque se lo ocultaban las chozas de la aldea de Fearnhamme. Debía de estar al tanto de que los sajones atacaban la retaguardia de sus tropas y, desde luego, seguro que a lo largo de la mañana le habían informado de escaramuzas varias, porque, como Steapa habría de referirme más tarde, los encontronazos entre las fuerzas sajonas que habían salido de Æscengum y los daneses que se habían quedado rezagados por el camino fueron constantes. Sin embargo, Harald sólo tenía ojos para la colina de Fearnhamme, donde pensaba que tenía a Alfredo en sus manos. No le importaba perder una batalla en la orilla sur si, del otro lado del río, eso le deparaba la conquista de un reino. De modo que ordenó a los suyos que siguieran adelante.
En mis planes, y gracias al antiguo terraplén, había contado con dejar que los daneses viniesen a por nosotros, pero cuando, entre grandes alaridos, los hombres de Harald avanzaron, comprendí que no las tenían todas consigo. Harald bien podía no haberse dado cuenta del desastre que se había abatido sobre aquellos de los suyos que estaban en la otra orilla, pero muchos de sus hombres volvían la vista atrás, tratando de saber qué pasaba al otro lado: pendientes de que los atacasen por la espalda, no estaban atentos al combate que se disponían a librar. Teníamos que tomar la iniciativa, pues. Envainé mi espada
Hálito-de-serpiente
y empuñé mi espada corta,
Aguijón-de-avispa.
—¡Ariete, ariete! —ordené a gritos.
Mis hombres me entendieron a la primera. Era una maniobra que habían ensayado centenares de veces, hasta aburrirse. Tantas horas de práctica, sin embargo, dieron sus frutos cuando me llegué hasta el extremo del terraplén y, de un salto, salvé el desmonte.
El ariete no era sino una formación en cuña, una punta de lanza humana, la forma más rápida, a mi entender, de desbaratar un muro de escudos. Aunque Finan trató de tomarme la delantera, me puse al frente. Sorprendidos de que dejáramos atrás el terraplén, o quizá porque en ese momento cayeron en la cuenta de la celada que les había tendido, los daneses refrenaron sus ímpetus. Sólo tenían una forma de salir con bien de la trampa: acabar con nosotros. Al vernos, Harald les ordenó a los suyos que fuesen colina arriba, mientras yo transmitía las órdenes contrarias a mis hombres, de forma que el combate se entabló de inmediato. Yo dirigía mi ariete hacia los pies de la suave ladera; él apremiaba a los suyos en sentido contrario. Pero los daneses estaban aturdidos, amedrentados, y su muro de escudos se vino abajo incluso antes de que llegásemos. Algunos hombres obedecían las órdenes de Harald; otros parecían dudar; el caso es que en la línea de escudos aparecieron las primeras fisuras, aunque en el centro, donde ondeaba el estandarte de la cabeza de lobo y Harald enarbolaba el hacha, el muro de escudos se mantenía firme. Allí era donde se concentraban los mejores hombres del danés, y contra ellos dirigí mi ariete.
Lanzábamos estremecedores alaridos. En el brazo izquierdo, notaba el peso del escudo con su reborde de hierro;
Aguijón-de-avispa
en la mano derecha, una espada corta que ni pintada para asestar puñaladas.
Hálito-de-serpiente,
mi espléndida espada, tan aparatosa como un hacha de mango largo, era un estorbo en un muro de escudos. De sobra sabía que, cuando nos enfrentáramos, me encontraría tan cerca del enemigo como de una mujer querida y, en ese choque, una hoja corta era letal.
Sin dudarlo, me fui a por Harald. No llevaba casco; para aterrorizar a sus enemigos, todo lo fiaba a la sangre que lo empapaba y resplandecía bajo la luz del sol. En verdad, daba miedo ver a un hombretón de su envergadura, aullando, con la mirada desencajada, el pelo rojo y apelmazado chorreando sangre, la hoja del hacha en el escudo, blandiendo un hacha de guerra de mango corto y doble hoja. Como un loco, sin apartar los ojos de mí, como una máscara gesticulante y sanguinolenta, lanzaba gritos sin parar. Recuerdo que, cuando corríamos colina abajo, pensé que descargaría el hacha sobre mí, lo que me obligaría a levantar el escudo, momento que no desaprovecharía el guerrero de oscura tez que iba a su lado para asestarme una puñalada por debajo y rajarme la barriga. Pero Finan venía conmigo, y eso significaba que al hombre de tez oscura le había llegado su hora.
—¡Acabad con ellos, acabad con todos! —grité, remedando el grito de guerra de Etelfleda.
Aunque así era, ni siquiera me volví para comprobar si venían con nosotros los hombres de Aldelmo. Sólo sentía la angustia exaltada de quien se dispone a pelear en un muro de escudos.
—¡Acabad con ellos! —grité de nuevo.
Los escudos entrechocaron.
Los poetas dicen que en Fearnhamme había seis mil daneses, aunque, en ocasiones, no dudan en afirmar que eran no menos de diez mil, cifra que sin duda irá a más a medida que pase el tiempo. En mi opinión, Harald acudió a aquellos contornos con unos mil seiscientos guerreros, porque parte de su ejército no se movió de las proximidades de Æscengum. Desde luego, estaba al frente de muchos más hombres de los que se concentraban cerca de la ciudadela y de los que acudieron a Fearnhamme. Había traído desde Frankia unos doscientos barcos, suficientes para transportar a cinco o seis mil guerreros. Pero menos de la mitad disponían de montura, y no todos los jinetes estuvieron presentes en Fearnhamme. Algunos se habían quedado en Cent, que reclamaban como territorio conquistado; otros se dedicaban al pillaje en Godelmingum. Así las cosas, ¿con cuántos hombres hubimos de vérnoslas? Es posible que la mitad de los hombres de Harald hubiera cruzado el río, de modo que, entre las tropas al mando de Aldelmo y mis hombres, nos enfrentamos a no más de ochocientos guerreros; eso sin contar que no todos se habrían unido al muro de escudos, sino que seguirían saqueando las chozas de Fearnhamme. Los poetas me aseguran que nos sobrepasaban en número; tengo para mí, sin embargo, que nosotros éramos más. Y más disciplinados, aparte de la ventaja del terraplén.