Skade no abrió la boca. Se quedó mirando el muro coronado de espinos tras el que sobresalían las puntas de lanza. Llevaba una túnica de esclava, muy ceñida a la altura de su estrecha cintura.
—Se han comido hasta los caballos; se alimentan de anguilas, ranas y peces —le dije.
—Saldrán adelante —repuso en tono sombrío.
—Están atrapados —añadí con desdén—, y esta vez Alfredo no les ofrecerá oro para que se marchen. Este invierno, cuando ya no tengan qué comer, Alfredo acabará con ellos, de uno en uno, ¿me oís?
—Sobrevivirán —insistió.
—¿Acaso sois capaz de leer el futuro?
—Así es —replicó. Acaricié el martillo de Thor.
La odiaba y, sin embargo, me costaba apartar los ojos de ella. Se le había dispensado el don de la belleza, no muy diferente de la elegancia de las armas: una hermosura refinada, contundente, resplandeciente. Aun cautiva, desgreñada y cubierta de harapos como estaba, llamaba la atención. Sus labios y sus espesos cabellos dulcificaban los ángulos de su rostro. Mis hombres no le quitaban los ojos de encima. Soñaban con que se la entregase para gozar de ella y, después, matarla. La consideraban una bruja danesa, tan peligrosa como apetecible. De sobra sabía que había sido su maldición la que me había arrebatado a Gisela y que nada habría dicho Alfredo si la hubiese ejecutado, pero no podía hacerlo: me tenía hechizado.
—Sois libre de ir con ellos —le dije.
Se me quedó mirando con sus enormes ojos oscuros, y no dijo nada.
—Saltad del barco —añadí. No estábamos lejos de la orilla que, en pendiente, subía a Torneie; le bastaba con nadar un par de pasos, haría pie y enseguida estaría en tierra firme—. ¿Sabéis nadar?
—Sí.
—Id a su lado, pues —insistí, armándome de paciencia—. ¿No aspiráis a ser reina de Wessex? —le pregunté en tono de mofa.
Volvió la vista de nuevo hacia la isla lóbrega.
—Tengo sueños en los que se me aparece Loki —me dijo en voz baja.
Loki era un dios renegado, la vergüenza de Asgard, un dios que merecía la muerte. Loki era para nosotros lo que la serpiente del paraíso para los cristianos.
—¿Os habla de maldades? —le pregunté.
—Está triste —respondió—, y no para de hablar. Yo procuro consolarlo.
—¿Qué tiene eso que ver con que saltéis del barco?
—No es ése mi destino.
—¿Os lo ha dicho Loki?
Asintió con la cabeza.
—¿Os dijo que seríais reina de Wessex?
—Sí —repuso tranquilamente.
—Pero Odín es más fuerte —le dije. Ojalá Odín hubiera pensado más en Gisela y menos en Wessex. En ese momento, me pregunté por qué los dioses habrían consentido que los cristianos se alzasen con la victoria en Fearnhamme en lugar de permitir que los suyos se apoderasen de Wessex; pero ya se sabe que los dioses son caprichosos y traviesos, aunque ninguno tan alocado como el pícaro Loki—. ¿Y qué os dice Loki en estos momentos? —le pregunté con aspereza.
—Que me deje llevar.
—No os necesito. Así que saltad del barco, nadad y morid de hambre.
—No es ése mi destino —repitió con voz apagada, como si su alma careciera de vida.
—¿Qué tal si os doy un empujón?
—No lo haréis —repuso muy convencida, y estaba en lo cierto.
La dejé en la proa, mientras el barco viraba y la corriente nos llevaba de vuelta al Temes y a Lundene. Aquella noche la saqué de la despensa donde la tenía encerrada. Le dije a Finan que nadie se metiese con ella, que la dejasen ir donde quisiese, que era libre. A la mañana siguiente, engurruñada y en silencio, seguía en el patio de mi casa, sin quitarme los ojos de encima.
Trabajó como esclava en las cocinas. Las criadas y las otras esclavas le tenían miedo. Siempre callada y lánguida, como si la vida la hubiese abandonado. La mayoría de las personas que trabajaban en mi casa eran cristianas y, cuando se cruzaban con ella, se santiguaban; con todo, obedecieron mis órdenes y nadie la molestó. Podía haberse marchado cuando hubiera querido, pero se quedó. Podía habernos envenenado a todos, pero nadie cayó enfermo.
El otoño trajo vientos fríos y húmedos. Salieron correos hacia las tierras del otro lado del mar y los reinos galeses para anunciar el bautizo de la familia de Haesten, acompañados de invitaciones para enviar testigos a la ceremonia. Como es de suponer, Alfredo consideraba que la decisión de Haesten de sacrificar a su esposa y a sus hijos era una hazaña no menor que la de Fearnhamme, y ordenó que engalanasen las calles de Lundene con banderolas para dar la bienvenida a los daneses. Alfredo se presentó en la ciudad a última hora de una tarde en que llovía a cántaros. Nada más llegar, se dirigió al palacio que ocupaba el obispo Erkenwald en lo alto de la colina, al lado de la iglesia reconstruida. Aquella misma noche se celebró un oficio de acción de gracias al que me negué a asistir.
A la mañana siguiente, acudí al palacio con mis tres hijos. Etelredo y Etelfleda, que cuando las circunstancias así lo exigían simulaban ser un matrimonio bien avenido, también estaban en Lundene. Etelfleda me dijo que le encantaría que mis tres hijos jugasen con su hija.
—¿Significa eso que no tenéis pensado ir a la iglesia? —le pregunté.
—Allí estaré —me dijo, con una sonrisa—. Confiemos en que Haesten no falte.
Las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaban para recibir a los daneses. A pesar de la incesante y fría lluvia del este que caía, las calles estaban atestadas.
—Vendrá —repuse.
—¿Por qué estáis tan seguro?
—Se pusieron en camino al amanecer —había apostado vigías en las marismas del estuario del Temes; al alba, mis ojeadores habían encendido fogatas para advertirme de que los barcos habían dejado atrás la ensenada de Beamfleot y se dirigían río arriba.
—Lo único que busca es que mi padre no vaya contra él —dijo Etelfleda.
—Es una comadreja de mierda.
—Va tras Anglia Oriental —continuó—. Eohric es un rey débil y Haesten no dudaría en ceñirse su corona.
—Es posible —repuse no muy convencido—; pero estoy seguro de que preferiría quedarse con Wessex.
Etelfleda negó con la cabeza.
—Mi marido tiene un informador en su campamento, y le asegura que Haesten se dispone a atacar Grantaceaster.
Grantaceaster era la plaza donde el nuevo rey danés de Anglia Oriental había establecido su capital. Una ofensiva bien pensada bastaría para que Haesten se hiciese con el trono. Porque, sin duda, iba detrás de una corona, y todo el mundo coincidía en afirmar que Eohric era un gobernante débil. Pero Alfredo había firmado un tratado con Guthrum, el monarca que lo había precedido, por el que Wessex se comprometía a no intervenir en los asuntos internos de Anglia Oriental. De modo que, si las ambiciones de Haesten pasaban por aquel trono, ¿por qué buscaba complacer a Alfredo? Estaba claro que Haesten quería apoderarse de Wessex, pero la victoria de Fearnhamme le había abierto los ojos acerca de los riesgos que entrañaban sus ambiciosos proyectos. En ese momento, caí en la cuenta de que había un trono vacante, y todas las piezas encajaron.
—Creo que está más interesado en Mercia —aventuré.
Etelfleda reflexionó un momento, y negó de nuevo con la cabeza.
—En ese caso, se enfrentaría con nosotros y con Wessex. El espía de mi marido está convencido de que Anglia Oriental es su objetivo.
—Ya veremos.
Echó un vistazo a la estancia contigua, donde los niños se entretenían con unos juguetes de madera.
—Uhtred ya tiene edad para ir a la iglesia —comentó.
—No voy a dejar que reciba una educación cristiana —repliqué muy decidido.
Me dedicó una sonrisa levemente desdeñosa, acompañada de aquel precioso mohín que tantas veces le había visto de niña.
—Mi querido lord Uhtred, el caso es ir siempre contra corriente.
—¿Qué me decís de vos, señora? —pregunté a mi vez, recordando que había estado a punto de fugarse con un danés.
—Mi marido y yo estamos en el mismo barco —respondió con un suspiro; aparecieron unos sirvientes para anunciar que Etelredo reclamaba su presencia. Al parecer, Haesten se acercaba a las murallas de la ciudad.
Llegó en el
Dragón errante,
que quedó fondeado en uno de los carcomidos embarcaderos que había más allá de mi casa. Con mantos de piel y coronas de bronce, Alfredo y Etelredo acudieron a recibirlo. Sonaron las trompas y retumbaron los tambores al ritmo de una briosa marcha que quedó un tanto deslucida cuando, al arreciar la lluvia, se destensaron las pieles de las cajas. Supongo que por consejo de Willibald, Haesten se presentó sin armadura y sin armas, aunque su largo manto de cuero era lo bastante holgado como para ocultar una espada. Llevaba las trenzas de la barba recogidas con unas tiras de cuero, y hubiera jurado que en una de ellas disimulaba el amuleto del martillo. Su esposa y sus dos hijos vestían blancos hábitos penitenciales y, descalzos, se unieron al cortejo que ya se disponía a subir hasta la cima de la colina de Lundene.
Su mujer se llamaba Brunna, aunque aquel día recibiría un nuevo nombre cristiano. Menuda y rechoncha, miraba nerviosa a todas partes como si temiese que las multitudes que se agolpaban en las estrechas calles fueran a hacerle algo. Me llamó la atención lo poco agraciada que era. Para Haesten, un hombre ambicioso que aspiraba a ser reconocido como uno de los grandes señores de la guerra, el donaire de su esposa era tan importante como su esplendorosa armadura o las riquezas de que hacían gala sus secuaces. Pero Haesten no se había casado con Brunna por sus atractivos. Se había unido en matrimonio con ella por la dote, de la que se había servido para iniciar su encumbramiento. Era su esposa, pero me imaginé que no era su compañera de cama, ni de casa ni de nada. Deseaba que se bautizase porque para él no significaba nada, aunque Alfredo, con su elevada visión del matrimonio, jamás habría comprendido tamaña hipocresía. Dudo mucho que sus hijos se tomasen el bautismo en serio, y estoy seguro de que, en cuanto dejasen atrás Lundene, les ordenaría que se olvidasen de la ceremonia en cuestión. La religión puede influir y mucho en los niños, de ahí que más valga educarlos en el sentido común.
Un coro de monjes abría el cortejo, seguido por unos niños que llevaban ramas verdes; detrás, más frailes, un grupo de abades y obispos, y Steapa, al frente de cincuenta hombres de la guardia real, que marchaban justo delante de Alfredo y sus invitados. El rey, que no se encontraba bien, caminaba despacio. Se había negado a subirse a una carreta. Habían recuperado el viejo carromato que habíamos volcado en los alrededores de Fearnhamme, pero Alfredo insistió en ir a pie para acercarse a su dios con humildad. De vez en cuando, se apoyaba en Etelredo, de forma que el rey y su yerno cojeaban penosamente mientras enfilaban colina arriba. Etelfleda iba un paso por detrás de su marido; tras ella y después de Haesten, los embajadores de Gales y Frankia que habían acudido como testigos del milagro de la conversión de aquellos daneses.
Haesten pareció dudar a la hora de entrar en la iglesia. Sospecho que pensaba que le tendían una celada. Pero Alfredo le animó a hacerlo. Recelosos, los daneses entraron en el templo, donde lo más amenazador que vieron fue una bandada de frailes con sus hábitos negros. La iglesia daba cobijo a una preciosa y pequeña nave. Yo no tenía pensado acudir, pero Alfredo me había enviado un emisario para que no faltase. Así que allí estaba, al fondo del templo, observando el humo que echaban unos imponentes velones y escuchando los cánticos de los monjes que, a ratos, quedaban amortiguados por la intensa lluvia que caía sobre la techumbre de paja. Una multitud se había congregado en la pequeña explanada que se extendía a la puerta del santuario, desde donde, subido a un taburete, un cura desastrado repetía a voz en cuello las palabras del obispo Erkenwald para que la muchedumbre, calada hasta los huesos, tuviese la oportunidad de oírlas a pesar del viento y la lluvia.
Llenas hasta la mitad de agua del Temes, ante el altar había tres cubas con zunchos de plata. Brunna, que no entendía nada, fue invitada a introducirse en el barril del centro. Cuando se metió en el agua fría, lanzó un gritito de espanto, y allí se quedó, tiritando y con los brazos cruzados sobre el pecho. Sin contemplaciones, sus hijos fueron a parar a las cubas situadas a los lados; luego, los obispos Erkenwald y Asser vertieron sendos cazos de agua sobre las cabezas de los espantados muchachos.
—¡Mirad que el espíritu desciende sobre vosotros! —gritó el obispo Asser, al tiempo que calaba a los neófitos.
A continuación, ambos obispos secaron los cabellos de Brunna, y pronunciaron su nuevo nombre cristiano, Etelbruna. Alfredo no cabía en sí de gozo. Ateridos, los tres daneses no dejaban de temblar, mientras un coro de niños ataviados con túnicas blancas entonaba un cántico que parecía no tener fin. Recuerdo que Haesten se volvió despacio, me buscó con la mirada y alzó una ceja haciendo grandes esfuerzos para no echarse a reír. Sospeché que se lo había pasado en grande con la humillación acuosa a que había sido sometida su poco atractiva mujer.
Al finalizar la ceremonia, Alfredo se quedó un rato conversando con Haesten; luego, los daneses se marcharon, cargados de regalos. El rey les entregó un cofre repleto de monedas, un gran crucifijo de plata, unos evangelios y un relicario con un hueso de un dedo de la mano de san Etelburgo, un santo al que, por lo visto, lo habían subido al cielo con unas cadenas de oro, pero que debió de dejarse un dedo por el camino. Cuando el
Dragón errante
comenzó a apartarse del embarcadero, la lluvia caía con más fuerza si cabe. Escuché cómo Haesten les gritaba una orden a los remeros y observé cómo las palas se hundían en las inmundas aguas del Temes y la nave ponía rumbo al este.
Por la noche se había organizado una fiesta para celebrar los acontecimientos de aquel día grande. Al parecer, Haesten había disculpado su asistencia, una falta de cortesía por su parte, ya que el banquete y la cerveza eran en su honor. Probablemente, fue una sabia decisión por su parte. Si bien no estaba permitido llevar armas en la residencia real, la cerveza seguramente habría sido motivo de querellas entre sajones y hombres de Haesten. En cualquier caso, Alfredo restó importancia al gesto. Estaba de veras encantado. Quizá ya se hubiera percatado de que la muerte lo acechaba. Aun así, no olvidaba que su dios le había colmado de bondades: había contemplado la cruel derrota de Harald y había asistido al bautizo de los parientes más próximos de Haesten.