Al día siguiente, las piras seguían ardiendo. Hubieron de pasar tres días antes de que me aventurase por los rescoldos en busca de una calavera. Creo que era la de Skade, aunque no estoy seguro. Clavé el asta de una lanza danesa en la tierra calcinada, y coloqué la calavera en la moharra desportillada, con las vacías cuencas de sus ojos mirando a la ensenada donde todavía humeaba el maderámen de doscientos barcos.
—Es una advertencia de lo que les espera —expliqué al padre Heahberht, al tiempo que le entregaba un buen talego de plata—, por si a otros daneses se les ocurre volver por aquí. Si alguna vez necesitáis mi ayuda, no dudéis en venir a verme.
Cerca del foso, donde el fuego no había llegado, pero donde tantos hombres de Wessex y de Mercia se habían dejado la vida, el lodo estaba sembrado de abejas muertas.
—Decidle a Brun que rezasteis un responso por ellas.
Nos fuimos a la mañana siguiente. Con sus tropas, Eduardo se dirigió hacia el oeste. Antes de despedirse, advertí en su rostro una mirada severa y ceñuda.
—¿Pensáis quedaros en Mercia? —me preguntó.
—Eso es lo que quiere vuestro padre, mi señor —le dije.
—Así es —repuso—. ¿Y vos?
—Ya sabéis la respuesta, mi señor —contesté.
Se me quedó mirando en silencio, antes de esbozar una leve sonrisa.
—Creo que Wessex necesitará de Mercia —dijo muy despacio.
—Y Mercia necesita de Etelfleda —repliqué.
—Sí —dijo escuetamente.
El padre Coenwulf se detuvo un momento. Se inclinó desde la silla de su montura y me tendió la mano. No dijo nada, sólo estrechó la mía y picó espuelas en pos de su señor.
Pusimos rumbo a Lundene, con los barcos que habíamos capturado. A mis espaldas, bajo los hilachos de humo que aún salían de Beamfleot, el mar lanzaba destellos rosados. Con la ayuda de un montón de hombres de Mercia poco avezados, mi tripulación se puso a los remos del barco en el que iban la mujer de Haesten, sus dos hijos y otros cuarenta rehenes. Aunque no suponían ningún peligro, Finan los vigilaba de cerca.
Etelfleda se quedó a mi lado junto al timón. Echó la vista atrás donde el humo aún cabrilleaba, y supe que en ese instante recordaba la última vez que había zarpado de Beamfleot. También entonces todo era humo, muertos, y un gran pesar añadido: había perdido a su amado; ante ella, sólo se cernía una desalentadora oscuridad.
Luego, me miró y, al igual que su hermano, sonrió. Esta vez, parecía feliz.
Los largos remos se hundieron, las riberas del río se nos vinieron encima; por el oeste, la humareda de Lundene enturbiaba el cielo.
Mientras, yo llevaba a Etelfleda de vuelta a casa.
A mediados del siglo XIX, cuando se procedía a la construcción de una línea de ferrocarril entre Fenchurch Street, en Londres, y Southend, al excavar en lo que ahora es South Benfleet (Beamfleot), unos peones camineros se encontraron con restos de barcos calcinados y esqueletos humanos, vestigios de más de novecientos años de antigüedad de lo que en su día fueran el ejército y la flota de Haesten.
Me crié cerca de Thundersley (Thunresleam). En el cementerio de la iglesia de Saint Peter de esa localidad se alzaba una piedra con un agujero horadado que, al decir de los habitantes del lugar, había sido erigida allí por el diablo. Si se daban tres vueltas a su alrededor en sentido contrario a las agujas de reloj y se susurraba un deseo en el orificio en cuestión, los lugareños aseguraban que tal petición llegaría a oídos del diablo y el deseo sería concedido. La piedra en cuestión data, por supuesto, de una época muy anterior a la introducción del cristianismo en Gran Bretaña, de los tiempos en que los primeros sajones llegaron a aquellas tierras e instauraron el culto de Thor, de ahí el topónimo antes mencionado.
Al oeste de nuestra casa, había una escarpada pendiente que caía a pico hasta la llanura que lleva a Londres. Esa pared rocosa es conocida en la región como Bread and Cheese Hill, una denominación que, por lo que me han contado, se remonta a la época de los sajones y que, al parecer, significa «ancho y afilado», en referencia a las armas que se utilizaron en aquel lugar, durante una antigua batalla entre vikingos y sajones. No digo que no sea así, pero me sorprende que nunca nadie me hablase de lo importante que había sido Benfleet en la larga historia de lo que un día llegaría a ser Inglaterra.
En la última década del siglo IX, el Wessex de Alfredo se encontraba una vez más bajo la amenaza de un ataque por parte de los daneses. En realidad, fueron tres. Un caudillo anónimo (al que he dado en llamar Harald) llevó una flota hasta las costas de Kent, igual que hizo Haesten. Al mismo tiempo, los daneses asentados en Northumbria planeaban un desembarco en la costa occidental de Wessex.
Antes de eso, los dos ejércitos daneses presentes en Kent se habían dedicado al pillaje de lo que ahora es Francia. Tras recibir cuantiosas sumas con tal de que se alejasen de aquellas tierras, los daneses tomaron la decisión de atacar Wessex. En aquella ocasión, Haesten obtuvo una mayor recompensa a cambio de abandonar Wessex, e incluso accedió a que su esposa y dos de sus hijos recibieran el bautismo. Mientras tanto, desde Kent, un ejército mucho más numeroso avanzaba hacia el oeste. Los daneses conocieron la derrota en la batalla de Farnham, Surrey (Fearnhamme), una de las más importantes victorias de los sajones sobre los invasores daneses. Desbaratado el gran ejército danés, los supervivientes, con su caudillo herido, huyeron hacia el norte, asentándose en Torneie (Thorney Island), un enclave ahora desaparecido ante el empuje urbanístico de los alrededores del aeropuerto de Heathrow. Tras ponerles cerco en aquel lugar, el asedio no consiguió doblegarlos, y los sajones hubieron de recurrir una vez más a la plata para librarse de su presencia. Muchos de aquellos supervivientes se dirigieron entonces a Benfleet (en el reino de Anglia Oriental en aquella época), donde Haesten había erigido una fortaleza.
A pesar de sus promesas de amistad, Haesten desencadenó una ofensiva y atacó Mercia. Alfredo, protector de Mercia, estaba ocupado con el ataque de los daneses de Northumbria, y envió a su hijo Eduardo para que tomase el cuartel general que Haesten había establecido en Benfleet. El ataque culminó con éxito. Los sajones destruyeron y quemaron la vasta flota de Haesten, recuperaron la mayor parte del botín que había reunido éste y tomaron innumerables rehenes, incluida la familia de Haesten. Una sonada victoria que, por supuesto, no significó el final de la guerra.
En aquella época, en Mercia, la antigua región situada en el corazón de Inglaterra, no había rey, y soy de la opinión de que Alfredo prefería que las cosas siguieran como estaban. Había adoptado el fantasioso y quimérico título de «rey de los Angelcynn». Aunque nadie había conseguido unir todos los reinos en los que se hablaba inglés, otros reyes sajones habían reclamado para sí el título de reyes de los «ingleses». No otro era el sueño que acariciaba Alfredo y, si bien no llegó a verlo realizado, sí estableció los pilares sobre los que su hijo Eduardo, su hija Etelfleda y el hijo de Eduardo, Etelstano, llegarían a hacerlo realidad.
El fortín fue el ingenio del que echaron mano los sajones para evitar la derrota, ciudadelas fortificadas que constituyeron la respuesta de los gobernantes de la cristiandad frente a la amenaza que representaban los vikingos. A pesar de la temible fama que los rodeaba, los guerreros vikingos no estaban preparados para el asedio. Gracias a la fortificación de grandes ciudades, donde campesinos y ganado encontraban refugio, los monarcas cristianos desbarataron por doquier las ambiciones vikingas. Los daneses bien podían deambular por gran parte de Mercia y de Wessex, que sus posibles presas permanecían a salvo tras los muros de los fortines, defendidos por el
fyrd,
la guarnición de la ciudad.
Hasta que se presentaba la ocasión, como en Fearnhamme, de que un ejército profesional plantase cara a los daneses porque, a finales del siglo IX, los sajones habían aprendido a guerrear tan bien como los hombres del norte.
Vikingos se llama con frecuencia a esos hombres del norte, aunque algunos historiadores apuntan a que, lejos de ser los legendarios y temibles depredadores que todos tenemos en la cabeza, eran un pueblo pacífico, que mantenía buenas relaciones con sus vecinos sajones. Un punto de vista que no tiene en cuenta gran parte de las pruebas de que disponemos en la actualidad: por ejemplo, los esqueletos enterrados bajo las vías del tren que va a Benfleet. Alfredo organizó Wessex para la guerra y levantó costosísimas defensas, fortificaciones que jamás habría edificado si los vikingos hubieran sido el pueblo pacífico que algunos historiadores revisionistas pretenden hacernos creer. Los primeros vikingos eran saqueadores que iban en busca de plata y esclavos. Poco tardaron en aspirar a ser dueños de territorios también y, así, se asentaron en el norte y en el este de Inglaterra, y su influencia se dejó sentir tanto en los topónimos como en la lengua. Es cierto que aquellos colonos acabaron por mezclarse con la población sajona, pero otros hombres del norte seguían soñando con apoderarse de las tierras que se extendían más al sur y al oeste, y las guerras continuaron. El largo enfrentamiento entre escandinavos y sajones no concluyó hasta los tiempos de Guillermo el Conquistador, un normando, por supuesto, vocablo con el que se designaba a los «hombres del norte», porque vikingos eran los señores de Normandía que se habían asentado en esa península. La conquista normanda fue en realidad la última victoria de los hombres del norte, pero ya era demasiado tarde para echar por tierra el sueño de Alfredo, que no era otro que la creación de una sola nación llamada Inglaterra.
He sido (y seguiré siéndolo) muy injusto con la figura de Etelredo. No disponemos de la menor prueba que nos permita afirmar que el yerno de Alfredo era tan corto de miras y tan apocado como aquí lo presento. Como correctivo, me atrevo a proponer la lectura del soberbio ensayo de Ian W. Walker,
Mercia and the Making of England
(Sutton Publishing, Stroud, 2000). En cuanto a su esposa Etelfleda, la hija de Alfredo, incluso en esta época en que historiadoras feministas tanto empeño han puesto en rescatar a otras figuras femeninas de las tinieblas de la historia patriarcal, sigue siendo una gran desconocida. Etelfleda es una auténtica heroína, una mujer que se puso al frente de ejércitos contra los daneses, que hizo cuanto estuvo en su mano para ampliar a lo largo y a lo ancho las fronteras de Inglaterra.
Farnham y Benfleet fueron dos golpes bajos contra las aspiraciones danesas de acabar con la Inglaterra sajona. Pero la lucha de los Angelcynn está lejos de haber acabado. Haesten sigue haciendo de las suyas por el sur de la región central de Inglaterra, y los daneses detentan el poder tanto en Anglia Oriental como en Northumbria. De modo que Uhtred, firme aliado ahora de Etelfleda, no tendrá más remedio que combatir de nuevo.