* * *
Tuvimos más jornadas de niebla; pasamos muchos días y sus correspondientes noches en calas desiertas. Hasta que, de repente, un día, el viento viró al este, el aire se aclaró, y el
Lobo plateado
enfiló al norte. El invierno ya se dejaba sentir. El último día de travesía fue una jornada luminosa y fría. Habíamos pasado la noche alejados de la costa, y llegamos a nuestro destino a la mañana siguiente. Con la cabeza de lobo erguida de nuevo en la proa, las pequeñas embarcaciones de pesca que se cruzaban con nosotros emprendían la huida hacia los islotes de roca que salpicaban el mar, donde las focas lanzaban destellos al sol y unos atareados frailecillos revoloteaban sin cesar. Ordené que arriasen la vela y, aprovechando el empuje de las olas grises, a golpe de remo nos acercamos a la playa.
—Aquí está bien —le grité a Finan.
Cesó el ajetreo de los remos y, lentamente, la nave se puso al pairo. Desde la proa, Skade y yo mirábamos al oeste. Iba pertrechado de mis mejores atavíos como señor de la guerra: cota de malla, yelmo, espada y brazaletes.
Me acordé entonces de aquel día ya muy lejano en que, en esa misma playa, había contemplado con asombro cómo tres barcos ponían rumbo al sur, dispuestos a cabalgar las olas, como
Lobo plateado
se aprestaba a hacer en aquellos momentos. Era un niño entonces, y aquélla era la primera vez en mi vida que veía daneses. Recordé la maravillosa sensación que experimenté al ver aquellas embarcaciones tan ágiles y hermosas, la simetría de las bancadas de los remos que, como alas mágicas, subían y bajaban. Sorprendido, había observado cómo el jefe danés, armado hasta los dientes, saltaba de remo en remo, jugándose la vida a cada paso, mientras escuchaba cómo mi padre y mi tío echaban pestes de los recién llegados. Pocas horas después, mi hermano había muerto. En cuestión de semanas, mi padre había seguido el mismo destino; mi tío me había usurpado Bebbanburg, y yo había entrado a formar parte de la familia del jefe de los remeros, Ragnar el Temerario. Aprendí danés, luché con los daneses, me olvidé de Cristo y me convertí en adorador de Odín. Todo había empezado en aquel lugar, en Bebbanburg.
—¿Vuestra patria chica? —se interesó Skade.
—Así es —porque yo, Uhtred de Bebbanburg, estaba contemplando la imponente fortaleza asentada sobre una roca que miraba al mar.
Desde detrás de unas defensas de madera, los hombres de la guarnición me devolvían la mirada. Por encima de ellos, en un mástil que se alzaba sobre el hastial de la mansión que daba al mar, ondeaba al viento el estandarte de mi familia, la cabeza de lobo, el mismo que había ordenado izar en el palo de nuestro barco, aunque el aire estaba encalmado y casi no se agitaba.
—Sólo así sabrán que estoy vivo y, mientras siga con vida, no estarán tranquilos —le dije a Skade. En ese momento, el destino me metió una idea en la cabeza, y supe con certeza que nunca recuperaría Bebbanburg, que nunca sería capaz de subir por aquellas peñas y trepar por aquellos muros, a menos que hiciera lo mismo que había visto hacer a Ragnar muchos años antes. La perspectiva era aterradora, pero así es el destino, inexorable. Pacientes y con las agujas dispuestas, las hilanderas me observaban y, a menos que aceptase su envite, mi aventura terminaría en fracaso. Tenía que correr por encima de los remos—. ¡Remos listos! —ordené a los veinte remeros que ocupaban el costado del barco que miraba a tierra—. ¡Mantenedlos rectos; sujetadlos bien!
—Mi señor… —me advirtió Skade, pero sólo me fijé en el fulgor de sus ojos.
Me había ataviado con mi armadura completa para que los hombres de mi tío que guardaban Bebbanburg me vieran como el señor de la guerra que era. Les brindaba la oportunidad de que, llegado el caso, contemplasen cómo perecía: con el peso que llevaba encima, un solo paso en falso por la hilera de largos remos bastaría para que mis huesos fueran a parar al fondo del mar. Pero estaba convencido de lo que iba a hacer: si un hombre de verdad quiere algo, ha de arriesgarlo todo.
Me hice con
Hálito-de-serpiente,
y la mantuve en alto para que la guarnición de la fortaleza contemplase los destellos que el sol arrancaba de su largo acero. Me encaramé a la amurada del barco.
El secreto para recorrer una hilera de remos consiste en pasar de uno a otro con rapidez, pero no tan deprisa que dé la sensación de una alocada carrera. Eran veinte los pasos que tenía que dar bien erguido, como si no fuera nada del otro mundo, pero recuerdo cómo se mecía el barco y el miedo que me atenazaba cuando, de uno en uno, cada remo cedió bajo mis pies. Conseguí dar las veinte zancadas y, desde el último remo, tomé impulso para subir a popa, donde Sihtric me sujetó entre los vítores de mis hombres.
—Sois un maldito loco, mi señor —exclamó Finan, orgulloso.
—¡Nos veremos las caras! —les grité a los de la fortaleza, aunque dudo que llegasen a oírlo. Las olas rompían con fuerza y se retiraban de la playa. La helada cubría de blanco las peñas que se alzaban más arriba. Era una fortaleza de aspecto gris blanquecino: ése era mi hogar—. Algún día, todos viviremos ahí —les grité a los míos; el barco dio media vuelta, izamos la vela de nuevo y pusimos rumbo sur. Me quedé mirando aquellos muros hasta que los perdimos de vista.
Ese mismo día, enfilamos la embocadura de aquel río que tan bien conocía. Habíamos retirado la cabeza de lobo de la proa porque estábamos en territorio amigo. En lo alto de la colina, el faro y el monasterio en ruinas; a sus pies, la playa donde el barco de la enseña roja me había recogido, y entonces, con la pleamar, llevé el
Lobo plateado
hasta la costa pedregosa donde permanecían varados más de treinta barcos, vigilados desde un pequeño baluarte que se alzaba en la cima de la colina, junto a las ruinas del monasterio. No hice más que saltar a tierra y pisar los guijarros, que ya unos jinetes salían del fortín a nuestro encuentro. No cayeron en la cuenta de quiénes éramos hasta que no se situaron a nuestro lado. Apuntándome con la lanza, uno de ellos me preguntó:
—¿Quién sois?
—Uhtred de Bebbanburg.
La punta de la lanza se inclinó y el hombre esbozó una sonrisa.
—Hace tiempo que os esperábamos, mi señor.
—Había niebla.
—Sed bienvenido, mi señor. Disponed de cuanto queráis, de todo lo que necesitéis.
Allí encontramos cobijo, comida, cerveza, buena compañía y, a la mañana siguiente, caballos para Finan, para Skade y para mí. Nos dirigimos hacia el sur, no muy lejos de allí. Los hombres también vinieron con nosotros. Una carreta tirada por bueyes cargaba con el cofre del tesoro, las cotas de malla y las armas. Al cuidado de la guarnición, atrás, en el río, habíamos dejado el
Lobo plateado
a buen recaudo. Íbamos camino de la imponente fortaleza, un sitio donde de sobra sabía que seríamos bien recibidos. El señor de la plaza fuerte salió cabalgando a nuestro encuentro. Farfullaba frases incoherentes, gritaba, reía, hasta que, como yo, saltó del caballo y los dos nos dimos un abrazo en mitad del camino.
Ragnar. El
jarl
Ragnar, amigo y hermano. Ragnar de Dunholm, danés y vikingo, señor del norte, me estrechaba entre sus brazos antes de propinarme un puñetazo en el hombro.
—Estáis mucho más viejo, más viejo y más feo —me dijo.
—Cada día me parezco más a vos —repliqué.
Rió la ocurrencia. Di un paso atrás y observé cuánto le había aumentado la barriga después de tantos años sin vernos. No es que estuviera gordo; es que daba la impresión de que todo él era más colosal si cabe, pero con el mismo buen humor de siempre.
—¡Bienvenidos! —gritó a los míos—. ¿Cómo es que habéis tardado tanto?
—Culpa de la niebla —le expliqué.
—Me imaginé que, a lo peor, habíais muerto; pero lo pensé mejor y supuse que los dioses no están todavía preparados para disfrutar de vuestra lastimosa compañía —dijo. Calló un momento, como si recordase algo de repente; el gesto se le endureció; arrugó el ceño, y sin mirarme a los ojos, me dijo—: Lloré cuando me enteré de lo de Gisela.
—Gracias.
Meneó la cabeza en sentido afirmativo; luego, me pasó un brazo alrededor del cuello, y los dos echamos a andar. Se había destrozado la mano del escudo, con la que me abrazaba, en la batalla de Ethandun, donde Alfredo había derrotado al gran ejército de Guthrum. En aquella ocasión, yo luchaba del lado de Alfredo, y Ragnar, mi mejor amigo, en las filas de Guthrum.
Ragnar se parecía muchísimo a su padre. Rostro amplio y generoso, ojos relucientes y la sonrisa más franca que he visto en mi vida. Era rubio, como yo, y muchas veces nos habían tomado por hermanos. Su padre me había tratado como a un hijo, y si algún hermano tenía, ése era sin duda Ragnar.
—¿Os habéis enterado de lo que pasó en Mercia? —me preguntó.
—No.
—Pues que las tropas de Alfredo cayeron sobre Harald —me dijo.
—¿En dónde, en Torneie?
—Dondequiera que se hubiera refugiado. Lo que sé es que Harald estaba postrado, sus hombres se morían de hambre, no tenían escapatoria y les superaban en número. Las tropas de Mercia y Wessex decidieron acabar con ellos.
—¿Así que Harald ha muerto?
—¡Claro que no! —exclamó Ragnar encantado—. ¡Harald es un danés de los pies a la cabeza! Plantó cara a esos cabrones, y tuvieron que salir de allí con el rabo entre las piernas —grandes risotadas—. Tengo entendido que Alfredo no está muy contento que digamos.
—Nunca lo está —repuse—. Está embobado con su dios.
Ragnar se volvió y echó una ojeada a Skade, que seguía a lomos de su montura.
—¿Es ésa la mujer de Harald?
—Sí.
—Parece afligida —comentó—. ¿Vamos a devolvérsela a Skirnir?
—No.
—¿Así que ya no es la mujer de Harald? —añadió con una sonrisa de complicidad.
—No.
—Pobrecilla —exclamó, y se echó a reír.
—¿Qué sabéis de ese Skirnir?
—Que ofrece un montón de oro a quien se la devuelva.
—¿Y Alfredo, también ofrece oro por mí?
—¡Faltaría más! —exclamó Ragnar, de buen humor—. Estaba pensando si no ataros como a un carnero y, así, ser más rico de lo que soy.
A la vista de Dunholm, en lo alto de un enorme peñasco en un recodo del río, calló la boca. El estandarte con el ala de águila ondeaba en lo alto de la fortaleza.
—Bienvenido a casa —me dijo con afecto.
Estaba en el norte y, por primera vez en muchos años, me sentía libre.
* * *
Brida nos esperaba en la fortaleza. Nacida en Anglia Oriental, era la mujer de Ragnar. Me estrechó entre sus brazos sin decirme nada y, en ese momento, reparé en cuánto había sentido la muerte de Gisela.
—Son cosas que pasan —le dije.
Dio un paso atrás y me pasó un dedo por la cara, mirándome como si quisiera atisbar los estragos del paso de los años.
—Su hermano también se está muriendo —me susurró.
—Pero, ¿sigue siendo rey?
—Ragnar es quien manda aquí —me aclaró—. Pero no se opone a que Guthred ostente el título de rey.
Desde su capital, que había establecido en Eoferwic, Guthred, el hermano de Gisela, hombre bondadoso pero débil de carácter, era la cabeza visible de Northumbria. Si aún ocupaba el trono era porque Ragnar y los otros grandes
jarls
del norte se lo consentían.
—Se ha vuelto loco —añadió Brida, con crudeza—, está loco, pero es feliz.
—Mejor que estar loco y amargado.
—Los curas cuidan de él, pero le da por no comer. Arroja la comida contra las paredes, y proclama a los cuatro vientos que es Salomón.
—¿Así que sigue siendo cristiano?
—Adora a todos los dioses, por si las moscas —repuso enojada.
—¿Ha pensado Ragnar en adoptar el título de rey? —le pregunté.
—Nunca ha dicho nada —repuso Brida en voz baja.
—¿Lo veríais con buenos ojos?
—Sólo quiero que Ragnar encuentre su destino —respondió, y sus palabras se me antojaron preñadas de malos augurios.
Aquella noche se celebró un banquete en el salón de la fortaleza. Estaba sentado al lado de Brida. El resplandor de una crepitante fogata iluminaba su rostro anguloso y oscuro. Aunque más vieja, guardaba un cierto parecido con Skade; de hecho, desde el primer momento, las dos se mostraron recelosas al advertir la semejanza. Acompañándose al arpa, en un extremo del recinto, un juglar desgranaba un romance acerca de una incursión que Ragnar había llevado a cabo en Escocia, pero era tal el griterío que resultaba imposible seguir el hilo de esas peripecias. Uno de los hombres de Ragnar fue dando tumbos hasta la puerta, pero vomitó antes de llegar a salir al aire libre. Unos perros se encargaron de adecentar el desaguisado; el hombre volvió a su sitio y, a voces, pidió más cerveza.
—La verdad es que aquí estamos muy a gusto —comentó Brida.
—¿Acaso no os parece bien?
—Ragnar es feliz —dijo en voz baja para que no la oyera su amante, que estaba sentado a su derecha, entre Skade y ella—. Bebe demasiado —para añadir con un suspiro—: ¿Quién lo hubiera imaginado?
—¿Qué, que a Ragnar le gustase la cerveza?
—Que hayáis llegado a ser tan temidos —respondió, mirándome como si no me hubiera visto en su vida—. Ragnar el Viejo estaría orgulloso de los dos —añadió.
Al igual que yo, Brida se había criado en casa de Ragnar. Pasamos la niñez juntos; más tarde, fuimos amantes; para entonces, éramos amigos. Era una mujer prudente, todo lo contrario que Ragnar el Joven, exaltado y cabezota, pero lo bastante sensato como para no echar en saco roto los consejos de Brida. Lo único que lamentaba era no haber tenido hijos, lo que no había impedido que Ragnar engendrase numerosos bastardos. Una de ellas, precisamente, atendía las mesas durante el banquete. Ragnar la tomó por el codo y le preguntó: —¿Eres mía?
—¿Vuestra, mi señor?
—Que si eres hija mía.
—¡Pues claro, mi señor! —respondió alborozada.
—Ya me lo parecía —dijo, al tiempo que le daba una palmada en el trasero—. ¡Hago unas chicas preciosas, Uhtred!
—¡Y tanto!
—Los chicos tampoco están nada mal —añadió con una encantadora sonrisa, antes de soltar un ruidoso eructo.
—No ve el peligro —continuó Brida, que era la única que no se reía a carcajadas. Siempre se había tomado la vida muy en serio.
—¿Qué le estáis contando a Uhtred? —se interesó Ragnar.
—Hablábamos de la plaga que está acabando con la cebada este año —repuso.