—¡Qué más da! Ya compraremos en Eoferwic —contestó sin darle importancia, antes de volverse para hablar con Skade.
—¿A qué peligro os referís? —le pregunté.
Brida bajó la voz de nuevo.
—Alfredo ha hecho de Wessex un reino poderoso.
—Lo sé.
—Y es ambicioso.
—No le queda mucho tiempo por delante; poco importan sus afanes —repliqué.
—Tiene ambiciones para su hijo —añadió irritada—. Quiere ampliar más al norte el dominio sajón.
—Cierto —repuse.
—Lo que supone una amenaza para nosotros —continuó en el mismo tono—. ¿Acaso no se hace llamar rey de los Angelcynn? —Al ver que asentía, me apretó el brazo con apremio—. Northumbria ya tiene demasiados habitantes de habla inglesa. Lo que quiere es imponernos a sus curas, a sus hombres refinados.
—Cierto —repliqué una vez más.
—Hay que pararles los pies —dijo con serenidad, antes de mirarme fijamente a los ojos—. ¿No habréis venido para espiarnos?
—No —le dije.
—Os creo —admitió, mientras jugueteaba con un trozo de pan, sin perder de vista las bancadas ocupadas por escandalosos guerreros—. Es muy sencillo, Uhtred —añadió con frialdad—: Si no acabamos con Wessex, Wessex acabará con nosotros.
—Los sajones tardarán años en llegar a Northumbria —dije, tratando de quitar hierro al asunto.
—¿Acaso el resultado final no ha de ser el mismo? —me preguntó, con acritud—. Y no, no habrán de pasar muchos años. Mercia está dividida y muestra signos de debilidad. Dentro de pocos años, Wessex se apoderará de ese territorio. Se harán con Anglia Oriental más tarde, y los tres reinos unidos nos atacarán —y añadió con amargura—: De sobra sabéis, Uhtred, que donde los sajones ponen el pie, nuestros dioses acaban por desaparecer. Imponen su propio dios, sus normas, su cólera y ese pavor que acoquina a la gente. —Como yo, Brida había sido educada en la fe cristiana, pero se había convertido al paganismo—. Tenemos que detenerlos antes de que se pongan en marcha; debemos ser los primeros en atacar, y cuanto antes.
—¿Pronto queréis decir?
—Haesten piensa invadir Mercia —prosiguió con una voz que más parecía un susurro—, lo que obligará a Alfredo a movilizar sus tropas al norte del Temes. Tenemos que aprestar una flota y desembarcar en la costa sur de Wessex —su mano apretaba con fuerza mi brazo—, porque el año que viene no habrá un Uhtred de Bebbanburg que defienda el reino de Alfredo.
—No me digáis que aún seguís con lo de la cebada —rezongó Ragnar—. Por cierto, ¿cómo está mi hermana? ¿Sigue casada con ese cura viejo y lisiado?
—Y bien feliz que está a su lado —repuse.
—¡Pobre Thyra! —exclamó Ragnar, mientras yo pensaba en las jugarretas que nos gasta el destino, en los recónditos vericuetos que siguen sus hilos.
Thyra, la hermana de Ragnar, estaba casada con Beocca. Formaban una pareja tan poco corriente que nadie acababa de creérselo. Thyra había encontrado la verdadera felicidad. ¿Qué decir de mi suerte? Aquella noche me sentía como si el mundo en que hasta entonces me había movido se hubiera vuelto del revés. Durante muchos años, obligado por un juramento de lealtad, mi deber había consistido en defender Wessex. Así lo había hecho, y nunca mejor que en Fearnhamme. De repente, allí estaba yo, escuchando las diatribas de Brida, que soñaba con destruir Wessex. Los Lothbrok lo habían intentado y habían fracasado; antes de ser derrotado, Guthrum había estado a punto de conseguirlo; en el caso de Harald, había sido una calamidad. ¿Acaso estaba Brida tratando de convencer a Ragnar para que se hiciese con el reino de Alfredo? Eché una ojeada a mi amigo, quien, dando golpes en la mesa con un cuerno de cerveza al ritmo de la música, cantaba hasta desgañitarse.
—Para conquistar Wessex —le dije a Brida—, necesitaréis no menos de cinco mil hombres y otros tantos caballos; y un cosa más, disciplina.
—Los daneses son mejores guerreros que los sajones —replicó haciendo oídos sordos a mi advertencia.
—Pero sólo pelean cuando les apetece —aduje con aspereza.
Los ejércitos daneses eran hordas de circunstancias. formadas por
jarls
que ponían sus hombres a disposición de cualquier caudillo ambicioso, y que se disolvían tan pronto como olfateaban otra presa más fácil. Eran como manadas de lobos, prestos a caer sobre un rebaño, que se amilanan si son muchos los perros que defienden las ovejas. Los daneses y los hombres del norte siempre andaban al acecho de algún territorio que fuera blanco fácil, hasta el punto de que a veces bastaba un rumor acerca de un monasterio indefenso para que un montón de buques carroñeros se hiciera a la mar. Pero también había sido testigo de la facilidad con que tales ataques eran repelidos. Los reyes de la cristiandad habían erigido fortines por doquier, y los daneses no eran hombres dados a largos asedios. Siempre iban en busca de hacerse rápidamente con el botín, incluso miraban de establecerse en tierras fértiles. Atrás quedaban los tiempos de las conquistas fáciles, de los saqueos de ciudades indefensas, arrasadas por hordas de guerreros poco curtidos. Si Ragnar o cualquier otro hombre del norte soñaban con el reino de Wessex, más les valía disponer de un ejército de hombres disciplinados y dispuestos al asedio. Volví a mirar a mi amigo, aturdido entre tanto jolgorio y tanta cerveza, y no logré imaginármelo armado de la paciencia necesaria para echar abajo las cautelas defensivas planeadas por Alfredo.
—Pero vos sí podríais hacerlo —dijo Brida, muy bajito.
—¿Acaso leéis mis pensamientos?
Se acercó más a mí y me susurró:
—El cristianismo es una enfermedad que se extiende como la peste. Tenemos que detenerlo.
—Si eso es lo que quieren —repuse—, ya se encargarán los dioses.
—Nuestros dioses prefieren pasárselo en grande. Están vivos, Uhtred. Viven, ríen, disfrutan. ¿Qué hace su dios en cambio? Siempre está urdiendo algo, es vengativo, ceñudo, taimado. Es un dios siniestro y solitario, Uhtred, y nuestros dioses le dan la espalda. En eso se equivocan.
Esbocé una sonrisa. De todos los hombres y mujeres que conocía, Brida era la única persona a quien no le importaba poner en solfa la conducta de los dioses, ni siquiera tratar de hacer su trabajo. Pero tenía razón. El dios cristiano era lóbrego y amenazador. No le gustaban los festines, las risotadas, la cerveza ni el hidromiel. Establecía normas y reclamaba disciplina. Eso era precisamente lo que necesitábamos, si de derrotarlo se trataba.
—Echadme una mano —me suplicó Brida.
Observé a dos malabaristas que lanzaban al aire tizones incandescentes, mientras estruendosas risotadas resonaban por la estancia, y sentí un repentino acceso de odio hacia la bandada de curas con sotanas negras que rodeaba a Alfredo, hacia aquel tropel de clérigos que renegaban de la vida, cuyo único placer consistía en condenar los placeres.
—Necesito hombres —le dije a Brida.
—Ragnar los tiene.
—Necesito hombres que se pongan a mis órdenes; sólo dispongo de cuarenta y tres. Necesito diez veces más.
—Si saben que sois vos quien se pone al frente de un ejército contra Wessex —me dijo—, los hombres os seguirán.
—No, si no tengo oro —repuse, intercambiando una mirada con Skade, que me observaba intrigada, deseosa de saber qué secretos me estaba contando Brida al oído—. Oro —repetí—, oro y plata. Necesito oro.
* * *
No me quedé tranquilo. Necesitaba saber si, más allá de Dunholm, alguien más estaba al corriente de las aspiraciones de Brida de acabar con Wessex. Me aseguró que sólo lo había hablado con Ragnar, pero todo el mundo sabía lo lenguaraz que era su marido. Un cuerno de cerveza bastaba para que revelase todos los secretos del mundo a quienquiera que estuviese a su lado y, si había comentado tales planes con alguien, con una persona tan sólo, Alfredo no tardaría en estar al tanto de sus ambiciones. Por eso respiré tranquilo cuando Offa, sus mujeres y sus perros se dejaron caer por la fortaleza de Dunholm.
Offa era sajón, natural de Mercia, y había sido cura. Alto y delgado, su gesto siempre adusto daba a entender que había contemplado todos los desatinos que en el mundo abundan. Ya era viejo, un anciano de pelo cano, lo que no impedía que, con sus dos mujeres a cuestas y su compañía de
terriers
amaestrados, siguiera recorriendo Britania de punta a cabo. Los exhibía en ferias y festejos, obligándoles a andar sobre las patas traseras, a bailar de dos en dos, a saltar a través de aros y, como broche final, uno de los perros cabalgaba a lomos de un poni, mientras sus compañeros, con unos bolsines de cuero, recogían las monedas que les echaban los espectadores. No se trataba de un espectáculo deslumbrante, desde luego, pero a los niños les encantaban los
terriers,
y Ragnar se quedaba extasiado mirándolos.
Había abandonado el sacerdocio, lo que le había granjeado la animadversión de los obispos, pero gozaba de la protección de todos los mandamases de Britania, porque su verdadera forma de ganarse la vida no pasaba por sus exhibiciones caninas, sino por su extraordinaria capacidad de traer y llevar informaciones. Hablaba con todo el mundo, sacaba sus propias conclusiones y las vendía al mejor postor. Alfredo se había servido de él durante años. Gracias a sus perros, Offa tenía acceso a casi todas las casas de postín, prestaba atención a los cuchicheos que en ellas oía y llevaba de un lado para otro las cosas de las que se enteraba; así se ganaba la vida.
—A estas alturas, ya debéis de ser rico —le dije el día que llegó.
—Qué bromista sois, mi señor —replicó. Rodeado de sus ocho perros que, sumisos, formaban un semicírculo a sus espaldas, estaba sentado en una mesa a las puertas de la mansión de Ragnar, quien, encantado con su inesperada aparición, ya disfrutaba de antemano de las carcajadas que nunca faltaban durante la actuación de los animales. Una criada le había servido pan y cerveza.
—¿Dónde guardáis tanto dinero? —le pregunté.
—¿De verdad queréis saberlo, mi señor? —me preguntó Offa a su vez; con tal de que le pagasen, Offa tenía respuestas para todo.
—El año va casi vencido para que hayáis decidido venir al norte —comenté.
—Rara vez disfrutamos de un invierno tan suave, ¿verdad? Voy al norte por cuestiones de trabajo, ciertos asuntos que tienen que ver con vos —me dijo, mientras rebuscaba en un enorme zurrón de piel y sacaba un pergamino cerrado y sellado que puso encima de la mesa—. Es para vos, mi señor.
Me hice con el escrito. El sello no era sino un manchón de cera sin distintivo alguno, y parecía intacto.
—¿Qué dice? —le pregunté.
—No pensaréis que lo he leído —repuso, ofendido.
—Estoy seguro. Así que ahorradme la molestia.
—Mucho me temo que no es nada importante, mi señor —me dijo, con una sonrisa de complicidad—. Vuestro corresponsal no es otro que vuestro amigo, el padre Beocca. Dice que vuestros hijos están bien en casa de lady Etelfleda, y que Alfredo sigue enojado con vos, pero que no pondrá precio a vuestra cabeza si regresáis al sur, donde, como vuestro amigo os recuerda, os obliga un juramento de lealtad. El padre Beocca concluye su misiva diciendo que todos los días reza por vuestra alma y os exige que no descuidéis las obligaciones que habéis contraído.
—¿Exige?
—Con todas las letras, mi señor —me aseguró Offa, con una sonrisa apenas esbozada.
—¿Nada más?
—Nada más, mi señor.
—Así que puedo quemar la carta.
—Una pena desperdiciar el pergamino, mi señor. Mis mujeres saben cómo rascar la piel y dejarlo en condiciones de ser utilizado de nuevo.
—En ese caso, que lo rasquen a conciencia —le dije, devolviéndole la carta—. ¿Qué pasó en Torneie?
Offa meditó durante unos segundos la pregunta que acababa de hacerle y, tras sopesar que no habría de pasar mucho tiempo antes de que todo el mundo estuviera al corriente, decidió que podía decírmelo sin cobrarme nada a cambio.
—Con intención de poner fin a la ocupación del islote por parte del
jarl
Harald, el rey Alfredo ordenó el ataque. Lord Steapa llevaría a los suyos en barco río arriba, al tiempo que lord Etelredo y Eduardo el Heredero atacarían por la parte menos profunda del río. Ambas tentativas concluyeron en fracaso.
—¿Cómo es posible?
—Harald había colocado estacas afiladas en el lecho del río, los barcos sajones chocaron contra ellas y la mayoría ni llegaron al islote. En cuanto a lord Etelredo, sus hombres se atascaron, así de sencillo: se hundieron en el lodo. Los hombres de Harald los hostigaron con flechas y lanzas, y ni un solo sajón llegó hasta la empalizada de espino. Una carnicería, mi señor.
—¿Una matanza, decís?
—Los daneses hicieron una salida, mi señor, y degollaron en el río a casi todos los hombres de lord Etelredo.
—Contadme algo agradable; decidme que lord Etelredo también perdió la vida, por ejemplo.
—Sigue con vida, mi señor —repuso Offa.
—¿Y Steapa?
—También.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Ésa es una buena pregunta, mi señor —dijo Offa, como quien n,o quiere la cosa, y esperó hasta que vio la moneda encima de la mesa—. Los consejeros del rey están divididos, mi señor —prosiguió, al tiempo que se guardaba la plata en la faltriquera—, pero estoy convencido de que se impondrá la postura prudente del obispo Asser.
—Que aconseja…
—Pagar a Harald, como ya habréis imaginado.
—¿Sobornarlo para que se marche? —le pregunté, sorprendido. ¿En qué cabeza podría caber la idea de pagar para que se fuese a una banda de daneses fugitivos que habían mordido el polvo de la derrota?
—Muchas veces, con plata se consigue lo que no está al alcance del acero —aseveró Offa.
—Diez hombres y un mozo bastarían para recuperar Torneie —dije indignado.
—Quizá, si vos estuvierais al mando, mi señor. Pero da la casualidad de que estáis aquí.
—Como podéis ver.
Más hube de pagar por enterarme de lo que Brida ya me había contado, a saber, que Haesten, a salvo en su fortaleza en lo alto de Beamfleot, tenía pensado atacar Mercia.
—¿Se lo habéis dicho a Alfredo? —le pregunté.
—Por supuesto. Pero sus otros informadores le dicen lo contrario, y piensa que estoy equivocado.
—¿Y es eso cierto?
—Rara vez me equivoco, mi señor —repuso.
—¿Se encuentra Haesten en condiciones de apoderarse de Mercia?
—Ahora mismo, no. Tras vuestra victoria en Fearnhamme, muchos de los hombres de Harald se unieron a él, pero estimo que necesitará muchos más hombres.