—Comida, mi señor —respondió el cura.
—Y hombres —añadió uno de los lugareños.
—¿Hombres?
—Los jóvenes se van con él, señor; de ahí salen las tripulaciones de sus barcos.
—¿Se ofrecen voluntarios?
—Les paga plata —rezongó un hombre.
—También se lleva a las muchachas —añadió el cura.
—Es decir, que recompensa a sus hombres con plata y mujeres.
—Así es, mi señor.
De modo que no sabían cuántos barcos tenía Skirnir, aunque el cura no dudó al decir que sólo contaba con dos naves del tamaño de nuestro
Lobo de plata.
Lo mismo nos dijeron a la noche siguiente, cuando buscamos cobijo en otra ensenada donde había otra aldea en aquella costa desolada.
Dejando a nuestra derecha el continente y las islas, llevábamos remando todo el día en dirección noroeste. En un momento dado, Skade apuntó a Zegge pero, desde donde estábamos, poco se diferenciaba de las otras islas. En muchas se advertía una suerte de montículos, los
terpen,
pero estábamos tan lejos que poco más apreciábamos. A veces, sólo el atisbo de una oscura silueta recortada nos revelaba que, más allá del horizonte, se alzaba uno de aquellos islotes.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Finan aquella noche.
—No lo sé —hube de admitir.
Sonrió. El agua lamía el casco del
Lobo de plata.
Dormíamos en el barco. Envueltos en sus capotes, la mayoría de los hombres habían encontrado acomodo entre las bancadas, mientras Skade, Finan, Osferth y Rollo, el jefe de los hombres de Ragnar, conversaban conmigo en el altillo del timón.
—Skirnir dispone de unos cuatrocientos hombres —dije.
—De cuatrocientos cincuenta, más bien —apuntó Skade.
—Seis por cabeza —aseveró Rollo, un hombre sin dobleces, como Ragnar; bonachón y de cara redonda, que causaba una impresión engañosa, pues, aunque joven, tenía fama de luchador imbatible. Yo le llamaba Rollo el Peludo, no porque sus rubios cabellos le llegasen a la cintura, sino porque adornaba su ancho tahalí con mechones de pelo arrancados a sus contrincantes.
—Ojalá los sajones se dejaran el pelo más largo —se había lamentado en cierta ocasión durante la travesía.
—Si lo hicieran —repuse—, tendríais que ceñiros diez tahalíes como ése.
—La verdad es que ya tengo siete —me dijo con una sonrisa.
—¿Cuántos hombres guardan Zegge? —le pregunté a Skade.
—No más de cien.
Osferth escupió una raspa de pescado.
—¿No estaréis pensando en que nos dejemos caer sobre Zegge, verdad, mi señor?
—La cosa no acabaría bien —repuse—; no sabríamos cómo salir de esos bancos de arena.
Si algo había aprendido de los lugareños era que las aguas que rodeaban Zegge eran poco profundas, que los canales se adaptaban a las inestables configuraciones de la arena al albur de la intensidad de la corriente, y que era imposible discernir los canales que allí conducían.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Una estrella errante cruzó el cielo, un fugaz parpadeo de luz que se perdió en mitad de la noche. Ya tenía la respuesta. Había pensado en atacar los barcos de Skirnir; acabar de uno en uno con los más pequeños para minar su resistencia, pero había llegado a la conclusión de que, al cabo de un par de días como mucho, se daría cuenta de lo que estaba pasando y recurriría a sus dos naves grandes para quitarnos de en medio. Por otra parte, no veía claro qué podía hacer para tenerlo a nuestra merced: en aquellos islotes, había encontrado el refugio perfecto, y me harían falta diez barcos como el mío para plantarle cara en su terreno.
De modo que no me quedaba otra que tentarlo para que abandonase su seguro escondrijo, y sonreí para mis adentros.
—Vais a traicionarme Osferth —dije.
—¿Cómo?
—¿Quién es vuestro padre?
—De sobra sabéis quién es —repuso malhumorado; jamás le había gustado que le recordasen que era el bastardo de Alfredo.
—Vuestro padre ya es mayor, su heredero designado es un hombre de poca experiencia y vos sois un guerrero que vais en busca de oro como sea.
—¡Lo que vos digáis!
—Necesitáis oro para reunir un ejército, porque queréis ser rey de Wessex.
—¡Eso no es cierto! —rezongó.
—Pues sí, porque sois el hijo bastardo de un rey y un temible guerrero. Y mañana me dejaréis de lado.
Le expliqué lo que íbamos a hacer.
* * *
Todo lo que de verdad merece la pena implica un riesgo. A veces, cuando pienso en aquellos días, no dejo de sorprenderme al recordar los peligros que corrimos en Frisia. A pequeña escala, recurrí a la misma táctica que había utilizado para llevar a Harald hasta Fearnhamme: una vez más, dispersé las fuerzas con que contaba y todo lo fié a que el enemigo reaccionase como yo quería. Y utilicé de nuevo a Skade como cebo.
Era muy hermosa, una belleza tan inquietante como retorcida. Bastaba verla para desearla, y conocerla mejor para desconfiar de ella, pero su extraordinaria belleza capaz era de acabar con cualquier recelo: su rostro anguloso, de piel suave, ojos enormes y boca carnosa; negros y relucientes cabellos, cuerpo lánguido. Por supuesto que la mayoría de las muchachas son hermosas, aunque no sea fácil la vida que les ha tocado en suerte. Como sucesivas tormentas, los partos desgarran sus cuerpos; por si fuera poco, las interminables tareas de moler el grano y de hilar no dejan de cobrarse el correspondiente tributo en bellezas tan tempranas. A pesar de que ya tenía más de veinte años, Skade conservaba, sin embargo, aquella lozanía. De sobra lo sabía ella y bien que la preocupaba, pues, gracias a esa belleza, había dejado atrás la casa de una pobre viuda y había llegado a sentarse en las mesas de respeto de importantes mansiones. Gustaba de decir a quien quería oírla que la habían vendido a Skirnir cuando, en realidad, lo había recibido con los brazos abiertos, antes de que la desilusionase porque, a pesar de los cuantiosos tesoros que el frisón guardaba, no tenía otras ambiciones más allá de las islas de Frisia. Se había entregado de lleno a la piratería como modo de vida y, para él, carecía de sentido ir más lejos en busca de algo que tenía al alcance de la mano. Así, Skade conoció a Harald, que le prometió poner Wessex en sus manos y, más tarde, se unió a mí.
—Os está utilizando —me había advertido Brida en Dunholm.
—Ya llegará la hora de que me lo cobre —había respondido yo.
—Tenemos una docena de putas por estos parajes que os saldrían mucho más baratas —añadió Brida con desdén.
¿Con qué propósito se servía Skade de mí? Me había pedido que le entregase la mitad del tesoro de su esposo, es cierto, pero ¿qué planes tenía? Cuando se lo pregunté, se limitó a encogerse de hombros, como si la pregunta la trajese sin cuidado. Más tarde, aquella misma noche, antes de la amañada traición de Osferth, se sinceró conmigo y me preguntó cuál era la razón de que quisiera apoderarme del dinero de su marido.
—Ya lo sabéis.
—¿Para recuperar vuestra fortaleza?
—Así es.
Guardó silencio durante un rato. El agua golpeaba suavemente contra las hiladas del
Lobo plateado.
Escuchaba los ronquidos de los hombres y los sigilosos pasos de los centinelas en la proa y, junto al timón, por encima de nuestras cabezas.
—¿Y qué haréis después? —me preguntó.
—Seré el señor de Bebbanburg —repuse.
—¿Igual que Skirnir es el señor de Zegge?
—Hubo una época —le dije— en que los dominios del señor de Bebbanburg se extendían a lo lejos por el norte y, por el sur, hasta el Humbre.
—¿Northumbria también?
—Sí.
Me tenía embrujado. Mis antepasados nunca habían estado al frente de los destinos de Northumbria, sólo habían llegado a gobernar la parte norte de ese reino, cuando quedó dividido en dos coronas. Pero yo se lo ofrecía como fantástico tributo. Mantenía vivas sus esperanzas de ser reina, porque eso era lo que ella quería. Quería gobernar y, para eso, necesitaba a un hombre que se pusiese al frente de sus guerreros y, por aquella época, yo era ese hombre.
—Ahora, el rey de Northumbria es Guthred, ¿no es así? —me preguntó.
—Loco y enfermo —repuse.
—¿Qué pasará cuando muera?
—Pues que otro ocupará su puesto.
Deslizó un largo muslo sobre el mío, me pasó una mano acariciante por el pecho y me dio un beso en el hombro.
—¿Quién? —me preguntó.
—El más fuerte —contesté.
Me besó de nuevo, se tendió y se quedó callada, perdida en sus ensoñaciones. Mientras, yo soñaba con Bebbanburg, con sus estancias barridas por el viento, con sus pequeñas tierras de labranza, sus gentes recias y austeras. También medité en el riesgo que nos disponíamos a correr en cuanto amaneciese.
Antes, aquella misma noche, al abrigo de la oscuridad, habíamos cargado un pequeño bote con cotas de malla, armas, yelmos y mi coraza de hierro. Llevamos tan preciosa carga hasta la desierta ribera al norte de la ensenada y la ocultamos entre los juncos. Dejé a dos hombres de guardia, y les ordené que procurasen que no les viera nadie.
Por la mañana, cuando los pescadores se acercaban a los botes amarrados, empezó la trifulca. Nos pusimos a dar gritos, intercambiamos insultos y, cuando los lugareños dejaron de lado sus quehaceres y volvieron la vista al barco, dio comienzo la pretendida reyerta, con entrechocar de espadas, estruendo de aceros contra escudos de madera y gritos de hombres heridos, aunque nadie había sufrido daño alguno. Durante la pantomima, algunos de mis hombres se morían de la risa, pero desde la orilla de la ensenada debió de parecer real; poco a poco, parte de la tripulación quedó arrinconada en la popa del
Lobo de plata,
y comenzaron a lanzarse al agua para ponerse a salvo. Yo era uno de ellos. Sin cota de malla; sólo llevaba conmigo a
Aguijón-de-avispa,
empuñándola con fuerza mientras caía al agua. Skade saltó al mismo tiempo. Nuestro barco estaba anclado en la ribera sur de la cala, lejos de las aguas más profundas que discurrían por el centro del canal, y ni siquiera tuvimos que nadar. Pataleé durante un rato hasta que hice pie en un fondo de lodo, tiré de Skade con fuerza y la arrastré hasta la aldea. Mientras, los hombres que se habían quedado en el barco se mofaban de nosotros. Osferth arrojó una lanza que pasó rozándome; no me dio de milagro.
—¡Así os pudráis! —gritó Osferth.
—¡Vos y vuestra puta! —añadió Finan. Otra lanza acabó en el agua; me hice con ella, mientras nos afanábamos por el desnivel que subía hasta la playa.
Éramos treinta y dos, menos de la mitad de la tripulación; el resto se había quedado en el
Lobo plateado.
Calados y chorreando agua, llegamos a la playa; ninguno de nosotros llevaba cota de malla; algunos ni siquiera portaban armas.
Los lugareños no salían de su asombro. Algunos de los pescadores, que habían interrumpido sus quehaceres para mirar la pelea, ya se disponían a hacerse a la mar. Antes de que lo hicieran procuré que tuvieran la oportunidad de fijarse bien en Skade, cubierta con una túnica de tela fina que, empapada como estaba, se le pegaba al cuerpo aterido, y con aderezos de oro, tanto en el cuello como en las muñecas. Los aldeanos quizá no la hubieran reconocido, pero seguro que aquella mujer no se les olvidaría.
Un par de barcas de pesca seguían amarradas. Andando por el agua, me acerqué y me aupé a una de ellas. En la playa, tratando de secarse, el reducido grupo que había saltado del barco se agolpaba alrededor de una hoguera donde ahumaban arenques. Entre ellos, estaban Rollo y diez de los hombres de Ragnar; el resto eran de los míos.
Observamos cómo los hombres de Osferth izaban la piedra que utilizábamos como ancla y, despacio, con sólo diez remos a cada lado, sacaban el
Lobo plateado
de la ensenada. Me llevé un pequeño susto cuando, tras virar hacia el nordeste, unas dunas me impidieron ver la madera clara del casco. Un barco es como una fortaleza, y yo había dejado atrás sus muros. Acaricié el martillo de Thor, a modo de silenciosa plegaria para que los dioses no nos dejaran de la mano.
Estaba seguro de que Skirnir acabaría por enterarse de la reyerta, de que el
Lobo plateado
sólo llevaba la mitad de sus tripulantes y de la presencia de una mujer alta, de cabellos negros y adornos de oro. Sabría que nos habían abandonado sin cotas de malla y con pocas armas. Le había tendido una trampa, la carnaza estaba servida y confiaba en que el lobo cayese en el cepo.
En el bote de aquellos pescadores, cruzamos la ensenada y, al llegar a la otra orilla, encendimos una fogata con madera de deriva. No nos movimos de allí en todo el día, como si no supiéramos dónde ir. A última hora de la mañana, comenzó a llover; al cabo de un rato aquel cielo gris rasante nos recompensó con un chaparrón en condiciones. Arrojamos unas cuantas ramas a la hoguera y, mientras las llamas plantaban cara al aguacero, aprovechamos para recoger las armas y las cotas de malla que habíamos escondido la noche anterior. Contando los hombres que se habían quedado de guardia, disponía de treinta y cuatro guerreros. Envié a un par de ellos para que echasen un vistazo por la parte más elevada de la ensenada. Habían crecido a orillas del ancho estuario donde el Temes sale al encuentro con el mar, unas riberas muy parecidas a las de la playa donde habíamos varado el bote. Los dos sabían nadar, y se movían con soltura por los cañaverales; les dije lo que andaba buscando y allá que se fueron a ver si daban con algo parecido. Regresaron a última hora de la tarde, cuando la lluvia ya no era tan intensa.
Al caer la noche, cuando las barcas de pesca regresaron aprovechando la subida de la marea, con seis de mis hombres, crucé al otro lado de la ensenada y les ofrecí un puñado de monedas de plata a cambio de pescado. Como todos llevábamos espada, los aldeanos nos recibieron con un respeto casi reverencial.
—¿Qué hay por allí? —les pregunté señalando a lo alto de la ensenada.
Sabían que, tierra adentro, había un monasterio, pero que quedaba lejos. Sólo tres de ellos habían estado por allí.
—Está a un día de viaje —aseguraron los lugareños, apabullados.
—Si vuelvo al mar, Skirnir nos atrapará —comenté. No dijeron nada. La sola mención de ese nombre bastaba para meterles el miedo en el cuerpo—. Tengo entendido que es un hombre muy rico —añadí.
Uno de los viejos del lugar se santiguó. Había visto ídolos de madera en la aldea, pero por lo visto había también cristianos. Aquel rápido gesto me dio a entender que lo había asustado.