Ordenar las ideas no es tarea fácil, pero creo, siempre lo he creído, que vagamos de la luz a la oscuridad, del resplandor al caos, y que quizá sea bueno seguir esa deriva. Mis dioses nos enseñan que el mundo se disgregará en el caos. Es posible, pues, que estemos asistiendo a los últimos tiempos, que incluso viva lo bastante para ver cómo las colinas se vienen abajo, el mar hierve y los cielos arden mientras los verdaderos dioses pelean entre sí. Frente a tamaño desastre, Alfredo construía escuelas. Sus curas correteaban de un lado para otro como ratones en una techumbre echada a perder, imponiendo sus reglas, como si la mera obediencia bastase para impedir el cataclismo. No matarás, predicaban, al tiempo que nos instaban a nosotros, hombres de guerra, a exterminar a los paganos. No robarás, proclamaban, y falsificaban títulos de propiedad para hacerse con los bienes de otros. No cometerás adulterio, sancionaban, mientras como liebres en celo en primavera no dejaban de rondar a las esposas de los demás.
Nada tiene sentido. El pasado es como la estela de un barco que permanece en un mar desvaído; nada atisbamos del futuro.
—¿En qué estáis pensando? —me preguntó Ragnar, de buen humor.
—En que Brida tiene razón.
—¿Debo marchar contra Wessex?
Asentí con la cabeza, aun sabiendo que no quería embarcarse en una empresa donde tantos otros habían fracasado. Hasta ese instante, de un modo u otro, me había pasado la vida atacando o defendiendo Wessex. ¿Por qué Wessex? ¿Qué representaba para mí? Wessex era un territorio sajón, de normas impuestas, baluarte en Britania de una religión oscurantista. Yo creía en los antiguos dioses, en esos mismos dioses que los sajones habían adorado hasta que aparecieron unos misioneros llegados de Roma, los mismos que les habían inculcado tantas necedades. Pero el caso es que yo había luchado por Wessex. En numerosas ocasiones, los daneses habían tratado de apoderarse de Wessex, y siempre Uhtred de Bebbanburg había echado una mano a los sajones. A orillas del mar, había acabado con Ubba Lothbrokson, igual que me había desgañitado en el muro de escudos que había vencido al gran ejército de Guthrum, o había derrotado a Harald. Tantos como lo habían intentado eran los daneses que habían fracasado, y yo había contribuido a su derrota, porque el destino había dictaminado que yo debía luchar del lado de los curas.
—¿Queréis convertiros en rey de Wessex? —le pregunté.
—¡No! ¿Y vos? —contestó riendo.
—Yo quiero ser el señor de Bebbanburg.
—También yo quiero ser el señor de Dunholm, pero… —y dejó la frase en suspenso.
—Si no los detenemos —concluí—, vendrán a por nosotros.
—Merece la pena luchar por eso —añadió Ragnar, renuente—, o nuestros hijos acabarán por ser cristianos.
No pude evitar un gesto de desagrado al pensar en mis propios hijos viviendo en casa de Etelfleda. Estarían recibiendo una educación cristiana. Para entonces, a lo peor ya habían sido bautizados; sólo de pensarlo, sentí cólera y remordimiento. ¿Debería haberme quedado en Lundene y haber aceptado con humildad el destino que Alfredo tuviera dispuesto para mí? En cierta ocasión, Alfredo me había humillado obligándome a acercarme de rodillas a uno de sus malditos altares; eso no volvería a suceder.
—Iremos a Wessex, os coronaré rey, y os defenderé como he defendido a Alfredo —le dije.
—El año que viene —convino Ragnar.
—Pero no podré hacerlo con una mano delante y otra detrás —continué con cierta aspereza—. Necesito oro; necesito hombres.
—Podéis poneros al frente de los míos —propuso Ragnar.
—Os deben lealtad a vos. Quiero contar con mis propios hombres. Me hace falta oro.
Asintió. Entendía lo que estaba diciendo. A un hombre se le juzga por sus hechos de guerra, por el respeto que impone, por el número de hombres que le son fieles. Todo el mundo me tenía por un señor de la guerra pero, hasta ese momento, sólo estaba al frente de un puñado de hombres, y gente como mi tío podían darse el gusto de injuriarme. Necesitaba hombres. Necesitaba oro.
—¿Así que pensáis llegaros a Frisia en pleno invierno? —me preguntó Ragnar.
—¿Para qué si no me habrían enviado los dioses a Skade? —repuse.
Y en ese momento fue como si la niebla se disipase y, por fin, tuviera claro el camino que debía seguir. El destino me había enviado a Skade; ella me llevaría hasta Skirnir. El oro de Skirnir me permitiría reunir a los hombres que, a mis órdenes, plantarían cara a los fortines de Wessex. Me apoderaría de la plata del dios de los cristianos y, gracias a ella, levantaría un ejército con el que me apoderaría de Bebbanburg.
Todo estaba tan claro que me parecía hasta fácil.
Dimos media vuelta y nos pusimos en marcha hacia Dunholm.
* * *
La proa del
Lobo plateado
hendió una ola provocando un estallido de motas blancas que se abatieron sobre la cubierta como proyectiles de hielo. Un agua verdosa y heladora saltó por encima de la proa y anegó el pantoque.
—¡Achicad! —grité, y los hombres que no iban a los remos comenzaron a arrojar agua por la banda, mientras la cabeza de lobo del mascarón parecía dispuesta a asaltar el cielo—. ¡A los remos! —ordené a voces, y las palas arremetieron contra el agua; la embarcación se precipitó en una hondonada y las cuadernas se estremecieron al chocar contra el fondo. Me encanta el mar.
No había permitido que mujeres y niños viniesen con nosotros, así que a bordo íbamos mis cuarenta y tres hombres, y Skade, porque sabía dónde estaba Zegge, la isla arenosa donde Skirnir ocultaba su tesoro. Nos acompañaban, además, treinta y cuatro de los hombres de Ragnar, todo ellos voluntarios. Una vez a bordo, pusimos rumbo este, plantando cara a un crudo viento invernal. No era el mejor momento para hacerse a la mar. En invierno, los barcos permanecían amarrados y los hombres se quedaban en sus chozas al amor de la lumbre. Como sabía que Skirnir no me esperaba hasta la primavera, decidí jugármela y emprender la travesía en pleno invierno.
—¡El viento cobra fuerza! —me gritó Finan.
—¡Suele pasar! —repliqué, lo que me hizo acreedor de una mirada cargada de recelos. Finan no disfrutaba del mar como yo. Durante meses compartimos bancada como remeros; soportó con entereza penalidades sin cuento, pero nunca se había sentido tranquilo en el mar.
—¿Qué tal si viramos y nos volvemos? —preguntó.
—¿Por esta ligera brisa? ¡Ni lo soñéis! —vociferé por encima del aullido del viento, al tiempo que una bofetada de agua helada en la cara me obligaba a dar un paso atrás—. ¡Con fuerza, cabrones! —grité—. ¡Remad, si en algo apreciáis la vida!
Remamos, pues, y seguimos con vida. Una mañana gélida, con viento flojo, rodeados de un mar de color plomizo, arribamos a las costas de Frisia. La mejoría del tiempo había permitido que algunos barcos abandonasen las ensenadas donde se cobijaban. Seguí a uno de ellos por los intrincados canales que desembocaban en el mar interior, una franja de aguas poco profundas que separa las islas del continente. Ocho eran los remeros del barco que seguíamos, cuya carga quedaba oculta bajo un gran manto de piel, señal de que llevaban sal, harina o cualquier otra mercancía que había que proteger de la lluvia. Al advertir nuestra presencia, el timonel se asustó. Lo único que veía era un barco con una cabeza de lobo, atestado de guerreros: pensó que íbamos a abordarlos. A voces, le expliqué que sólo queríamos que nos guiase por los canales. La marea estaba subiendo, así que, aunque hubiéramos encallado, no nos habríamos ido a pique. El carguero nos condujo sanos y salvos hasta aguas más profundas donde, por primera vez, nos encontramos con los esbirros de Skirnir.
Un barco mucho más pequeño que el nuestro permanecía anclado una media milla más allá de donde el canal confluía en el mar interior. Calculé que debía de llevar una tripulación de unos veinte hombres. Aunque la aparición del
Lobo plateado
les puso sobre aviso, estaba claro que acechaban los canales, dispuestos a abordar cualquier nave. Supuse que saldrían al encuentro del carguero pero, sin perdernos de vista, no se movieron de donde estaban. El timonel del barco que nos guiaba me señaló la embarcación, que seguía en el mismo sitio.
—Tengo que pagarles, señor.
—¿A quién, a Skirnir? —le pregunté.
—Es uno de sus barcos.
—¡Pagad, pues! —le dije en inglés, dado lo parecidos que son el frisón y nuestro idioma.
—Me preguntarán quiénes sois, mi señor —me contestó, y comprendí el temor que sentía. Los hombres del barco tendrían curiosidad por saber quiénes éramos y exigirían respuestas pertinentes del patrón del carguero, quien, caso de no ofrecerles una explicación convincente, bien podría acabar en el agua.
—Decidles que somos daneses que volvemos a casa, que mi nombre es Lief Thorrson y que si quieren dinero, que vengan y me lo reclamen.
—No lo harán, señor —repuso el timonel—: una rata no se mete en la boca del lobo.
Sonreí al oír este proverbio.
—Decid a esas ratas que no queremos hacerles nada, que regresamos a nuestra tierra y que os hemos seguido por el canal, nada más —al tiempo que le arrojaba una moneda en la que aparecía la leyenda
Christiano Religio,
dando a entender que veníamos de Frankia, porque no quería que supiesen que habíamos salido de Britania.
Observé cómo el carguero se acercaba al barco de Skirnir. Skade, que se había agazapado en el angosto hueco bajo el altillo del timón, se aupó a mi lado.
—Es el
Escorpión marino
—dijo señalando al barco de Skirnir—. El patrón se llama Haakon, y es primo de mi marido.
—¿Podría reconoceros?
—Claro que sí.
—En ese caso, que no os vea —le dije.
Se revolvió al escuchar aquella orden directa, pero no replicó.
—No se acercarán a nosotros —aventuró.
—¿Estáis segura?
—A no ser que disponga de una ventaja de cuatro o cinco naves contra una, Skirnir no suele molestar a los barcos de guerra.
Volví a mirar al
Escorpión marino.
—¿Y decís que cuenta con dieciséis barcos como ése?
—Hace dos años, tenía dieciséis embarcaciones de ese tamaño y dos barcos más grandes.
—Ya, pero de eso hace dos años —repuse de mal humor.
Nos habíamos metido en la guarida de Skirnir, donde, si bien sus hombres nos superaban con creces, no por eso se andarían con menores cautelas. Le informarían de que un barco vikingo merodeaba por sus aguas, y se lo pensaría dos veces antes de atacar, no fueran a llegar más vikingos con sed de venganza. ¿Se le habría pasado por la cabeza siquiera que Uhtred de Bebbanburg se hubiera aventurado a realizar la travesía en invierno? Aunque no fuera así, seguramente ten dría curiosidad por saber algo más de Lief Thorrson, y no pararía hasta darse por satisfecho.
Ordené que retirasen la cabeza de lobo de la proa, y pusimos rumbo al continente. El
Escorpión marino
no hizo nada por salir a nuestro encuentro, pero comenzó a seguirnos. Cuando ordené a los míos que dejasen de remar, como si estuviéramos esperándolos, dieron media vuelta y se alejaron de nosotros. Volvimos a ponernos en marcha y los perdimos de vista.
Busqué un lugar donde ocultarnos, pero había tantas embarcaciones que se me antojó una tarea casi imposible. Dondequiera que buscásemos abrigo, siempre podía vernos una embarcación pequeña y, de barco en barco, la información llegaría a oídos de Skirnir. Si de verdad fuéramos un barco danés de paso, camino de su tierra antes de que cayesen las largas noches de invierno, pensaría que no nos quedaríamos más de dos o tres días en sus dominios. Permanecer más tiempo allí sólo serviría para alimentar sus sospechas. Allí, en las traicioneras aguas arenosas del mar interior, nosotros éramos la rata, y Skirnir, el lobo.
Despacio, navegamos en dirección nordeste durante todo el día. Skirnir estaría puntualmente informado de que hacíamos lo que él había imaginado, es decir, que estábamos de paso, y no le sorprendería que buscásemos un lugar donde refugiarnos para pasar la noche. Lo encontramos en una ensenada en la costa del continente, un aluvión de marismas, arena y entrantes al que apenas si se le podía llamar costa. Era un cañaveral habitado por aves acuáticas, donde se alzaban unas cuantas chozas. En la orilla sur de la ensenada, una pequeña aldea de no más de doce cabañas y una pequeña iglesia de madera. Un pueblo de pescadores, que observaban con preocupación la presencia de nuestro barco, temerosos de que bajásemos a tierra y les despojásemos de lo poco que tenían. Para su tranquilidad, les compramos anguilas y arenques, les pagamos con plata de Frankia y les obsequiamos con uno de los barriles de cerveza que traíamos de Dunholm.
Me llevé a seis de los daneses de Ragnar conmigo; los demás se quedaron a bordo del
Lobo plateado.
Durante un buen rato, nos jactamos de lo bien que se nos había dado la campaña de aquel verano en las remotas tierras del sur.
—Traemos el barco cargado de oro y plata a rebosar —les aseguré a los lugareños, que nos miraban como si tratasen de imaginarse la vida de unos hombres que se hacían a la mar para saquear costas lejanas y apoderarse de inagotables tesoros.
Gracias a la cerveza, me las apañé para que me hablasen de Skirnir pero, aparte de que disponía de hombres y de barcos, que tenía familia y que era el señor del mar interior, no les sonsaqué casi nada. Desde luego, era un hombre que sabía lo que se traía entre manos: no ponía dificultades al paso de buques de guerra, como el nuestro, pero las demás embarcaciones tenían que pagar por surcar los canales seguros que llevaban a las islas donde había establecido su guarida. Si un patrón no pagaba, se hacía con la carga y el barco, cuando no con la vida del moroso.
—Así que todo el mundo paga —aseguró apesadumbrado un hombre.
—¿Y Skirnir? ¿A quién paga Skirnir? —pregunté.
—¿Señor? —se extrañó, como si no hubiese entendido mi pregunta.
—¿Quién le da permiso a él para residir en estos parajes? —insistí, aunque ninguno supo responderme—. Debe de haber un señor de estas tierras —continué, señalando a la oscuridad que se extendía más allá de la fogata. Si había un señor que consentía que Skirnir impusiese sus normas en aquellas aguas, los habitantes de la aldea no lo conocían. Ni siquiera el cura, un hombre tan desgreñado y sucio como sus feligreses, sabía si existía un señor de aquellas marismas—. En vuestro caso, ¿qué os reclama Skirnir? —le pregunté.