—O hasta que se me ocurra una idea mejor —contesté.
En ese momento se oyó otro golpe, más fuerte en esta ocasión, en la puerta de atrás; una vez más le ordené a Sihtric que retirase la tranca.
En el umbral apareció Guthlac, con la misma cota de malla, aunque se había calado un yelmo y llevaba un escudo para mejor protegerse.
—¿Una tregua mientras hablamos? —propuso.
—¿Acaso estamos enfrentados? —pregunté.
—Lo que digo es que escuchéis lo que vengo a deciros y que, luego, me dejéis marchar —dijo malhumorado, pellizcándose uno de sus largos y negros bigotes.
—Hablemos, pues; luego, podréis marcharos —convine.
Con cautela, entró en el local, observando no sin cierta sorpresa lo bien pertrechados que estaban mis hombres.
—He pedido a mi señor que envíe tropas de refuerzo —comenzó.
—Prudente decisión, porque con los hombres que contáis no tenéis nada que hacer.
—¡No buscamos pelea! —exclamó con cara de preocupación.
—Pues nosotros sí, y nos encanta la idea —repuse—. Nada mejor que una buena pelea para culminar una velada en una taberna, ¿no os parece?
—¿Y qué tal una mujer? —propuso Finan, dirigiéndole una sonrisa a Ethne.
—Cierto —admití—. Primero, la cerveza; luego, una pelea y, para finalizar, una mujer. Como en el Valhalla. Avisadnos cuando estéis dispuesto, Guthlac, y nos pondremos a ello.
—Entregaos, mi señor —replicó—. Nos habían advertido que cabía la posibilidad de que os dejaseis caer por aquí. Al parecer, Alfredo de Wessex os anda buscando. No desea arrebataros la vida, mi señor. Sólo os quiere a vos, a vos y a esa mujer.
—No tengo intención de ponerme en manos de Alfredo —contesté.
Guthlac lanzó un suspiro, y se armó de paciencia.
—No vamos a permitir que os vayáis de aquí, mi señor. Ahí fuera os esperan catorce cazadores con sus arcos correspondientes. Qué duda cabe de que acabaréis con algunos de los míos, mi señor, otro crimen más que vendrá a sumarse a los que ya habéis perpetrado. Pero mis arqueros matarán a algunos de los vuestros, y eso es lo que no deseamos. Vuestros hombres y vuestro barco son libres de irse cuando quieran; no así vos, ni tampoco esa mujer, la tal Edith —dijo mirando a Skade.
—En ese caso, venid a por mí —repuse con una ancha sonrisa—. Pero recordad que soy el hombre que acabó con Ubba Lothbrokson a orillas del mar.
Guthlac se quedó mirando la espada que llevaba, se estiró el bigote de nuevo y dio un paso atrás.
—No moriré traspasado por ese hierro, no, señor —repuso—. Esperaré a que lleguen las tropas, que os apresarán y acabarán con vuestros hombres. Por eso, mi consejo es que os entreguéis antes, mi señor.
—Queréis que me entregue a vos para así cobrar la recompensa.
—¿Qué hay de malo en eso? —me preguntó en mal tono.
—
¿A cuánto asciende?
—Mucho dinero —repuso—. ¿Os entregaréis, pues?
—Esperad fuera —le dije—; ya tendréis noticias mías.
—¿Qué va a ser de ellos? —me preguntó echando una mirada a los lugareños que permanecían atrapados con nosotros en el local. Ninguno valía nada como rehén, así que consentí en que se marcharan con Guthlac. Salieron al patio trasero como alma que lleva el diablo, encantados de haberse librado de una carnicería que se imaginaban que acabaría con el suelo de la taberna teñido de rojo.
Guthlac era un necio. Lo que tendría que haber hecho era cargar contra la taberna y reducirnos o, si sólo quería que no saliéramos de allí hasta que llegaran las tropas, haber cegado las dos salidas con algunos de los enormes barriles de cerveza que guardaba en el patio. En lugar de eso, había dividido en dos mitades los efectivos con los que contaba. Calculé, pues, que habría unos cincuenta hombres entre nosotros y el
Lobo plateado,
y otros tantos en el patio trasero. Pensé que los míos bien podrían abrirse camino entre los cincuenta que nos separaban del muelle, pero también reparé en las bajas que sufriríamos antes de llegar al barco. Como ninguno llevábamos cota de malla, los arcos acabarían con la vida de unos cuantos hombres y mujeres antes de que empezase el cuerpo a cuerpo. Buscaba el modo de salir de allí sin que ninguno de los míos resultara muerto o herido.
Ordené a Sihtric que echase un vistazo al patio trasero a través de una rendija que había en la pared de adobe. Otro de los míos estaba pendiente del muelle.
—Avisadme en cuanto comiencen a retirarse.
—¿Retirarse? ¿Por qué habrían de hacerlo, mi señor? —me preguntó Finan con una sonrisa no exenta de burla.
—Hay que procurar que el enemigo actúe siempre como más nos convenga —repuse, y me encaramé a la escala que llevaba al altillo de las putas donde, en uno de los jergones de paja y abrazadas, había tres chicas. Con una sonrisa en los labios, les pregunté—: ¿Qué tal, señoras? —ninguna contestó, limitándose a observar cómo, con
Aguijón-de-avispa
en las manos, la emprendía con la parte interior de aquella baja techumbre—. No tardaremos en salir de aquí —les dije en inglés— y, si lo tenéis a bien, os acogeremos como merecéis. Muchos de mis hombres no tienen mujer, y más vale casarse con un guerrero que servir de puta para ese danés gordinflón. ¿O acaso es un rufián en condiciones?
—No —repuso una de ellas muy bajito.
—¿Os azota? —les pregunté por decir algo.
Había echado abajo un buen montón de cañas y el humo del hogar de la taberna comenzó a salir por aquella improvisada chimenea. Sin duda, Guthlac se habría percatado del agujero que había practicado en el techo de su local, pero me imaginé que no enviaría a ninguno de los suyos a reparar el estropicio porque, para eso, habrían necesitado escalas.
—¡Finan! —grité en dirección al interior de la taberna—. ¡Acercadme fuego!
Como confirmación de que Guthlac había visto el estrago que había causado, una flecha vino a clavarse en la techumbre. Debió de suponer que trataba de sacar a mis hombres a través del agujero del techo, y a la techumbre apuntaban sus arqueros, pero no estaban en el sitio adecuado para que sus flechas fueran a caer en la nueva brecha. Sólo de través podían disparar los arcos hacia el boquete que había abierto, lo que significaba que cualquiera que tratase de escapar por allí habría resultado herido en cuanto se encaramase a la techumbre. Pero no era ésa la razón de que hubiera echado abajo parte del cañizo.
—No tardaremos en salir de aquí —les dije a las chicas—; si queréis venir con nosotros, tenéis que vestiros, bajar por la escala y esperarnos a la puerta del local.
Mi plan no podía ser más sencillo. Me limité a lanzar tan lejos como pude tizones en llamas de la madera de deriva que ardía en el hogar de la taberna, y aguardé hasta ver cómo caían sobre las techumbres de paja de las casas próximas. Me quemé la mano, pero eso fue lo de menos en comparación con las llamas resplandecientes que salían de los tejados de caña. No menos de doce de mis hombres se encargaban de que, a lo largo de la escala, los tizones llegasen a mis manos, mientras yo lanzaba trozos de madera ardiendo tan lejos como podía, intentando prender fuego a cuantas casas quedaban a mi alcance.
Cuando una ciudad empieza a arder por los cuatro costados, nadie se queda de brazos cruzados. Los incendios siempre provocan pánico, porque la paja y la madera arden con facilidad y el fuego que prende en una casa no tarda en extenderse a otras. Como no podía ser de otra manera, al oír los gritos de sus mujeres y sus hijos los hombres de Guthlac lo dejaron plantado. Con rastrillos, trataron de echar abajo las techumbres que ardían sobre los cabrios y acarreaban barreños de agua desde el río. Lo único que nos quedaba por hacer, pues, era abrir la puerta de la taberna y correr hacia el barco.
Eso fue lo que hicieron la mayoría de los míos y dos de las putas, que echaron a correr por el embarcadero hasta el barco, defendido por los hombres de Osferth, revestidos de acero y armados hasta los dientes. Finan y yo, sin embargo, nos escabullimos por el callejón que discurría junto a la taberna. Entre los gritos de los hombres, los ladridos de los perros y los graznidos de las gaviotas alertadas por el estruendo, la ciudad en llamas ofrecía un espectáculo espeluznante. Todo parecía crepitar a nuestro alrededor. Asustada y con tal de poner a salvo sus enseres como fuera, la gente daba gritos incoherentes. Montones de cañizo en llamas cubrían las calles; las chispas enrojecían el cielo. Tratando de que la taberna no fuera pasto de las llamas, Guthlac les ordenaba a voces a los suyos que echasen abajo la casa más cercana al local, pero, en la confusión reinante, nadie le hacía caso. Del mismo modo que nadie reparó en nuestra presencia cuando Finan y yo llegamos a la calle a espaldas de la taberna.
Llevaba en la mano uno de los leños preparados para alimentar la fogata de la taberna y lo lancé con fuerza, de forma que acerté a darle de refilón a Guthlac en el casco; el danés se vino al suelo como un buey alanceado entre los ojos. Lo agarré de la cota de malla y lo arrastré por el callejón hasta el embarcadero. Estaba tan gordo que hube de recurrir a tres de mis hombres para subirlo al carguero y, desde allí, arrojarlo a la cubierta del
Lobo plateado.
Tras comprobar con satisfacción que toda la tripulación estaba a salvo, soltamos amarras. A golpe de remo y ciando, el barco hizo frente a la marea hasta que el agua comenzase a bajar.
Contemplamos Dumnoc en llamas. Envueltas en lenguas de fuego que crepitaban como si salieran de un horno y lanzando chispas al cielo nocturno, seis o siete casas estaban ardiendo. Los incendios iluminaban el lugar, difundiendo una vacilante y cruda luz al otro lado del río. Unos hombres derribaban casas para abrir brechas con la esperanza de que las llamas no saltasen a otras construcciones, y una cadena humana acarreaba barreños de agua desde el río. Era un espectáculo entretenido de ver. Cuando volvió en sí, Guthlac se encontró sentado en el angosto altillo de la proa, sin su cota de malla y atado de pies y manos. Había ordenado que volviesen a colocar la cabeza de lobo en su sitio.
—Disfrutad de la vista, Guthlac —le aconsejé.
Farfulló algo hasta que, de pronto, se acordó de la bolsa que llevaba colgada a la cintura, donde había guardado le plata que le había pagado por las provisiones. Tras rebuscar en su interior, comprobó que las monedas habían desaparecido. Sin dejar de refunfuñar, alzó la vista y entonces sí pudo ver al guerrero que había acabado con Ubba Lothbrokson a orillas del mar: allí estaba, con mi atuendo guerrero al completo, cota de malla, yelmo y
Hálito-de-serpiente
colgando de mi tahalí adornado con tachones de plata.
—Sólo cumplía con mi deber, mi señor —acertó a decir.
Vi hombres de armas en tierra, y deduje que ya habían llegado las tropas de quienquiera que fuese el señor de Guthlac. No suponían ningún peligro, a menos que decidieran embarcarse en alguno de los barcos amarrados, pero no parecían albergar tales intenciones. Se limitaban a contemplar la ciudad en llamas; sólo de vez en cuando, se volvían a mirarnos.
—¡Por lo menos podían hacer algo útil, no sé, como mear en las llamas, por ejemplo! —se lamentó Finan, antes de echar un vistazo a Guthlac—. ¿Qué vamos a hacer con éste, mi señor?
—Había pensado dejarlo en manos de Skade —repuse; Guthlac la miró, ella le sonrió y al danés le dieron escalofríos—. Cuando la conocí —le expliqué a Guthlac—, acababa de torturar a un
thegn.
Os aseguro que acabó con él; y no de un modo agradable, precisamente.
—Sólo quería saber dónde guardaba el oro —se excusó la mujer.
—Nada, pero que nada agradable —insistí, mientras Guthlac retrocedía.
El barco llegó a donde repuntaba la marea. Había pleamar y el río parecía más ancho, pero no nos valía de mucho porque bajo aquella superficie ondulante que emitía destellos rojizos había bancos de fango y arena. La marea no tardaría en comenzar a bajar, pero prefería esperar hasta que hubiera suficiente luz para distinguir las varas que delimitaban el canal, de modo que los hombres maniobraron con los remos para mantenernos alejados de la ciudad en llamas.
—Tendríais que haber irrumpido con vuestros hombres en la taberna cuando estábamos bebiendo —le comenté a Guthlac—; habríais perdido unos cuantos pero, al menos, habríais tenido una oportunidad.
—¿Por qué no me dejáis ir a tierra? —me suplicó.
—Lo haré —le respondí de buen talante—, pero todavía no. ¡Mirad!
Entre llamaradas, nubes de humo y chispas que las vigas y los cabrios lanzaban al aire al estrellarse contra el suelo, una de las casas incendiadas se vino abajo. Acababa de prenderse fuego la techumbre de la taberna del Ganso y, a medida que las llamas se avivaban, mis hombres lo celebraban.
Con las primeras luces del día y sin que nadie nos lo impidiese, enfilamos río abajo. Remamos hasta llegar al final del canal, donde el agua rompía con fuerza contra los largos bancos de arena y, una vez allí, liberé a Guthlac de sus ataduras, lo empujé hasta la popa del
Lobo plateado
y, juntos, nos quedamos en el altillo. La corriente nos arrastraba con fuerza hacia el mar, y el barco se estremecía al embestir las olas que agitaba el viento.
—Anoche, cuando llegamos, nos disteis la bienvenida a Dumnoc, y nos concedisteis permiso para pasar la noche en la ciudad con tal de no armar bulla, ¿os acordáis? —se me quedó mirando—. No cumplisteis con la palabra dada —le dije, mientras él callaba la boca—, no señor —insistí, y lo único que hizo fue darme la razón, aterrorizado—. ¿Seguís con la idea de volver a pisar tierra firme?
—Así es, mi señor —respondió.
—En vuestras manos está —le dije, y lo arrojé por la borda.
Dio un grito, se oyó un chapoteo cuando cayó al agua, y Finan dio la orden de remar a toda prisa.
Más tarde, muchos días después, Osferth me preguntó por qué había matado a Guthlac.
—Ningún daño podía haceros, mi señor, era un pobre diablo —me dijo.
—Se trata de una cuestión de respeto —repliqué para sorpresa de Osferth—. Se atrevió a desafiarme —continué—; si lo hubiera dejado con vida, se habría jactado de que había plantado cara a Uhtred de Bebbanburg y había salido con bien del trance.
—¿Sólo por eso tenía que morir, mi señor?
—Así es —repliqué.
Así murió Guthlac, en efecto. Remamos hasta llegar a alta mar, mientras yo contemplaba cómo el alguacil se debatía en la estela que dejábamos atrás. Durante un par de minutos, consiguió mantener la cabeza fuera del agua; luego, se hundió. Izamos la vela, notamos cómo el barco se acompasaba con el viento y pusimos rumbo norte.