El
thegn
de aquella aldea se llamaba Ealdhith. Era un hombre corpulento y pelirrojo que se quedó horrorizado al ver el número de animales y jinetes que buscaban un sitio donde pasar la noche.
—No puedo daros de comer a todos —rezongó—. Además, ¿quiénes sois?
—Mi nombre es Uhtred —contesté—, y la dama es lady Etelfleda.
—Señora —dijo, doblando una rodilla en tierra.
Ealdhith nos dio bien de cenar aunque, a la mañana siguiente, no dejaba de lamentar que hubiéramos acabado con todos sus barriles de cerveza. Para mejor consolarlo, le resarcí con un eslabón de oro que corté de la cadena que había llevado Aldelmo. No nos contó grandes novedades aunque, por supuesto, estaba al tanto de que Etelfleda había estado cautiva en el convento de Lecelad.
—Le mandábamos huevos y harina, mi señor —me dijo.
—¿Por qué?
—Pues porque estoy a un tiro de piedra de Wessex, y quiero que los sajones traten con amabilidad a mis gentes.
—¿Habéis visto daneses por aquí esta primavera?
—¿Daneses, mi señor? ¡Esos cabrones ni se acercan! —parecía muy seguro de lo que decía, lo que explicaba el estado de deterioro de la cerca—. Nosotros nos dedicamos a labrar la tierra y a sacar adelante el ganado —añadió con cautela.
—Si lord Etelredo os convocase, ¿acudiríais a guerrear a su lado? —le pregunté.
—Rezo para que eso no ocurra, mi señor. Pero claro que acudiría. Dispongo de seis buenos guerreros.
—¿Estuvisteis en Fearnhamme?
—Me lo perdí, mi señor, porque me había roto una pierna —y se levantó las polainas para enseñarme una pantorrilla magullada—. Por suerte, salí de aquélla.
—Estad preparado para acudir en cualquier momento —le advertí.
—¿Va a haber guerra? —preguntó santiguándose.
—Siempre puede haber conflictos —repuse, aupándome a la silla del magnífico corcel de guerra de Aldelmo. No acostumbrado a mí, el animal se agitó un poco; le pasé una mano por el cuello.
Con el aire fresco de la mañana, nos pusimos en camino hacia el oeste. Mis hijos venían conmigo. En sentido contrario, apareció un mendigo, que se puso de rodillas en la cuneta para dejarnos pasar y nos tendió una mano destrozada.
—Me hirieron durante la toma de Lundene —decía; en aquella época, eran muchos los heridos de guerra que se dedicaban a mendigar. Le di a mi hijo Uhtred una moneda de plata y le dije que se la arrojase al hombre; así lo hizo, aunque añadiendo:
—¡Que Cristo te ayude!
—¿Qué has dicho? —le pregunté.
—Ya le habéis oído —dijo Etelfleda, que cabalgaba a mi izquierda, con una sonrisa.
—He formulado un deseo piadoso, padre —respondió mi hijo.
—¡No irás a decirme que te has hecho cristiano! —repuse con un bufido.
Se sonrojó pero, antes de que dijera nada, Osferth se acercaba al galope desde atrás, sorteando a los hombres que nos seguían.
—¡Mi señor, mi señor!
—¿Qué pasa?
No dijo nada; se limitó a señalar el camino por el que habíamos venido.
Me volví y vi una espesa nube de humo que, por el este, se alzaba en el horizonte. ¡Cuántas columnas de humo no habré visto en mi vida, y cuántas no habré provocado! Señales inequívocas de guerra.
—¿Qué ocurre? —me preguntó Etelfleda.
—Haesten —repuse, sin pensar en la necedad de mi hijo—. ¡Tiene que ser Haesten! —no se me ocurría otra explicación.
La guerra había comenzado.
Setenta de nosotros nos dirigimos hacia la columna de humo, que más parecía una mancha oscura que se desplazase con lentitud por el horizonte brumoso. La mitad de los que venían conmigo eran de los míos; la otra mitad, hombres de Mercia. Dejé a mis hijos en la aldea, y ordené a Osferth y a Beornoth que no se movieran de allí hasta que volviéramos.
Etelfleda insistió en acompañarnos. Traté de disuadirla, pero se negó a atender mis razones.
—Son mis tierras, mi gente —insistió con determinación—; quiero ver qué les ha pasado.
—Probablemente, nada —le dije.
Con frecuencia se producen incendios. En todas las casas, bajo las techumbres de paja, siempre hay hogares al aire, y todo el mundo sabe lo mal que casan chispas y paja. Con todo, tuve un presagio, y me embutí en la cota de malla antes de emprender el camino de regreso. Nada más ver el humo, lo primero que sospeché era que se trataba de Haesten y, aunque bien pensado tal explicación se me antojaba inverosímil, no era capaz de quitarme de la cabeza aquel presentimiento.
—No se ve humo por ningún otro lado —apuntó Finan cuando ya llevábamos medio camino recorrido. Lo normal es que si una partida saquea un territorio, prenda fuego a todas las aldeas que encuentre a su paso; pero sólo se veía una oscura columna de humo que se alzaba hacia el cielo—. Además, y si es allí donde hay fuego, Lecelad queda muy lejos de Anglia Oriental —añadió.
—Tenéis razón —rezongué.
Lecelad caía muy a desmano del campamento de Haesten en Beamfleot; era un enclave tan adentrado en territorio sajón que cualquier ejército danés que pretendiese atacarlo se exponía a un grave peligro. Aparte de una chispa perdida y una techumbre reseca, como Finan y yo nos empeñábamos en creer, nada más parecía tener sentido.
No había duda de que el fuego era en Lecelad. Íbamos por un terreno tan llano y arbolado que tardamos un rato en situarlo. Todas nuestras dudas se disiparon cuando llegamos lo bastante cerca para distinguir el resplandor de las llamas, a pesar de la humareda. Hasta entonces habíamos seguido el curso del río; en aquel instante, decidí abandonarlo de forma que nos acercáramos a la aldea desde el norte. Se me había ocurrido que los daneses tendrían que emprender la huida por ese lado y que, a lo mejor, teníamos una posibilidad de cortarles la retirada. Si bien la razón me llevaba a pensar que sólo era un percance doméstico, el instinto me decía que había algo más.
Llegamos al camino que iba a la aldea desde el norte, lleno de pisadas de caballos. El tiempo había sido seco, así que las marcas de los cascos no se apreciaban con claridad pero, a simple vista, hubiera jurado que no eran las que habían dejado los hombres de Aldelmo que, tan sólo un día antes, habían seguido esa misma ruta hasta la aldea. Había demasiadas huellas, y las que se dirigían hacia el norte habían borrado casi por completo las de las caballerías que la habían hollado en sentido contrario. Quienes hubieran pasado por Lecelad ya estaban fuera de nuestro alcance.
—Han estado por aquí y se han ido —dijo el padre Pyrlig, que llevaba un enorme espadón atado a la cintura por encima de la sotana.
—Cien como poco —añadió Finan, tras examinar las huellas que se veían a ambos lados del camino.
Volví la vista al norte, pero no acerté a distinguir nada. Si los jinetes de la partida no hubieran estado ya demasiado lejos, habría atisbado al menos una nube de polvo. Nada, sin embargo, perturbaba la tranquilidad de los verdes campos.
—Vamos a ver qué han hecho esos cabrones —dije, dando media vuelta hacia el sur.
Quienquiera que se hubiera dejado caer por allí y ya se hubiera marchado, y estaba convencido de que eran hombres de Haesten, había actuado con rapidez. Supuse que habrían llegado a Lecelad al atardecer, habrían causado cuantos desmanes les hubieran venido en gana y habrían partido al amanecer. Sabían que se habían adentrado peligrosamente en la Mercia sajona, y no habían perdido el tiempo. Habían actuado con celeridad y se habían dado toda la prisa del mundo por volver a lugar seguro. Mientras, nosotros nos adentrábamos en el olor cada vez más penetrante de madera quemada. De madera y de carne quemadas.
El convento había desaparecido o, más bien, había quedado reducido a un esqueleto ardiente de vigas de roble que se vino al suelo cuando llegamos. Fue tal el estrépito que mi caballo, asustado, retrocedió. De los rescoldos salió un gran remolino que formó una enorme nube de humo que arrastró el viento.
—¡Dios mío! —exclamó Etelfleda, santiguándose. Horrorizada, miraba a un lado de la empalizada que no había ardido donde, con los brazos abiertos y pegados a las estacas, se veía un pequeño cuerpo desnudo—. ¡No! —gritó, al tiempo que espoleaba su caballo a través de las pavesas esparcidas por el suelo.
—¡Volved! —le grité, pero Etelfleda, tras saltar de la silla de su montura, se arrodilló a los pies del cadáver de una mujer: la abadesa Werburga. La habían crucificado en la empalizada. Unos grandes clavos oscuros le traspasaban las manos y los pies. A pesar de lo menuda que era, su escaso peso había bastado para desgarrarle la carne, los tendones y los huesos alrededor de los clavos, de forma que las heridas se habían agrandado y unos hilillos de sangre reseca serpenteaban por sus escuálidos brazos.
—Era una buena mujer, Uhtred —exclamó Etelfleda. En ese instante, la tumefacta mano derecha de la abadesa se desprendió del clavo que la sujetaba, el cadáver se desplazó y el brazo descolgado pasó rozando la cabeza de Etelfleda, que dio un grito; luego, tomó entre las suyas aquella mano destrozada y cubierta de sangre, y la besó—. Me ha dado su bendición, Uhtred. Aun después de muerta me ha bendecido. ¿No lo habéis visto?
—Apartaos de ella —le dije de buenas maneras.
—¡Me ha tocado!
—Apartaos —volví a decir. Cedió a que la alejase del cadáver y la apartase del calor de las llamas que ardían a pocos pasos de donde estábamos.
—Debemos enterrarla como Dios manda —insistió Etelfleda, tratando de apartarse de mí para volver junto a la crucificada.
—Y así se hará —le aseguré, sin permitirle acercarse.
—¡No dejéis que se queme! —me suplicó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Las llamas del infierno no han de lamer su cuerpo! ¡Permitidme que la aparte del fuego!
El cadáver de Werburga estaba muy cerca de las llamas que consumían el otro lado de la empalizada, que no tardarían en prender donde estábamos nosotros. Aparté a Etelfleda, regresé junto al cadáver de la abadesa, arranqué su cuerpo menudo de los dos clavos que aún la sujetaban y me la eché al hombro, cuando una ráfaga de aire levantó una espesa nube de humo negro que me envolvió por completo. Noté el calor del fuego a mis espaldas y comprendí que la empalizada entera estaba ardiendo. Pero el cadáver de Werburga estaba a salvo. Boca abajo, lo deposité en la orilla del río; Etelfleda lo cubrió con un manto. Las tropas sajonas debían de haber solicitado refuerzos porque, sin ocultar su asombro, unos cuarenta hombres nos miraban desde la otra orilla.
—¡Por Dios, por san Patricio y por san José! —se le escapó a Finan, que había llegado a mi lado, mientras contemplaba a Etelfleda, arrodillada junto al cuerpo sin vida de la abadesa. Al ver que prefería que la dama no escuchase lo que había venido a decirme, me lo llevé río abajo, hacia el molino que también ardía por los cuatro costados—. ¡Esos cabrones han profanado la tumba de Aldelmo!
—¡Yo lo llevé a ella! ¡Qué más da lo que hayan hecho con sus restos!
—Lo mutilaron —dijo Finan, enfurecido—. Lo desnudaron, le quitaron la cota de malla y descuartizaron el cadáver. Cuando quisimos darnos cuenta, unos cerdos lo estaban devorando —añadió al tiempo que se santiguaba.
Volví los ojos hacia la aldea. La iglesia, el convento y el molino habían ardido, pero sólo habían prendido fuego a dos de las cabañas, aunque supuse que todas habrían sido saqueadas. Los asaltantes debían de llevar prisa, porque sólo habían incendiado lo poco que allí había de valor, sin tiempo para arrasar Lecelad por completo.
—Sabía que Haesten era un ser despreciable, pero, ¿a cuento de qué mutilar un cadáver y crucificar a una mujer? Eso no es propio de él —comenté.
—Fue Skade, mi señor —apuntó Finan, haciéndole señas a un hombre que llevaba una cota de malla corta y un yelmo de bordes herrumbrosos—. ¡Tú, ven aquí! —gritó.
El hombre se postró de rodillas ante mí y se quitó el yelmo.
—Me llamo Cealworth, mi señor; estoy al servicio del
ealdorman
Etelnoth —se presentó.
—¿Formáis parte del grupo de centinelas apostado al otro lado del río? —le pregunté.
—Sí, mi señor.
—Lo atrapamos cuando se disponía a cruzar el río en un bote —añadió Finan—. Ahora cuéntale a lord Uhtred lo que viste.
—Era una mujer, mi señor —me explicó Cealworth, muy nervioso—, una mujer alta, de cabellos negros. La misma que… —pero se calló la boca, como si hubiera pensado que más le valía guardar silencio.
—Continuad —le dije.
—La misma mujer que vi en Fearnhamme, después de la batalla.
—¡Poneos en pie! —le ordené—. ¿Queda algún lugareño con vida? —le pregunté a Finan.
—Algunos —repuso con gesto de abatimiento.
—Unos pocos consiguieron cruzar el río a nado, mi señor —aseguró Cealworth.
—Los pocos que han sobrevivido dicen lo mismo que éste —añadió Finan.
—¿Skade?
—Al parecer, ella era quien iba al frente, mi señor —asintió el irlandés.
—¿Nadie ha visto a Haesten?
—Si anduvo por aquí, nadie reparó en él.
—Era la mujer quien daba las órdenes, mi señor —insistió Cealworth.
Me quedé mirando al norte, y me pregunté qué habría pasado en el resto de Mercia. Busqué reveladoras columnas de humo, pero ni rastro. Etelfleda se acercó a mí y, sin pensármelo dos veces, le pasé un brazo por los hombros. No se apartó.
—¿Por qué habrán elegido precisamente este lugar? —se preguntó Finan.
—Venían a por mí —dijo Etelfleda con amargura.
—Ésa podría ser una buena razón, señora —convino el irlandés.
En cierto modo, tenía sentido. Estaba convencido de que Haesten habría enviado espías a Mercia, mercaderes o vagabundos, cualquiera que pudiera deambular de un sitio a otro sin despertar sospechas; se habría enterado de que Etelfleda estaba confinada en Lecelad, y habría considerado que ésa sí que era una pieza valiosa y más que útil como rehén. Pero, ¿por qué enviar a Skade para hacerse con ella? Aunque me lo callé, pensé que lo más probable era que hubiera ido en busca de mis hijos. Los espías de Haesten le habrían informado de que los tres estaban con Etelfleda, y Skade no podía ni verme. No había crueldad en el mundo capaz de saciar el odio que ella sentía. Caí en la cuenta de que mis sospechas iban por buen camino y me estremecí. Si hubiera pasado por allí dos días antes, se habría llevado a mis hijos y yo estaría a su merced. Acaricié el martillo de Thor.
—Enterremos a los muertos, y vayámonos de aquí —me limité a decir.