La tierra en llamas (45 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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A los sajones parecía haberles mirado un tuerto. Una semana después de la incursión que había realizado río abajo, estaba sentado en la estancia principal de la mansión, contemplando las sombras que las llamas dibujaban en los altos techos; hasta allí, desde la siniestra iglesia de Erkenwald, que quedaba cerca del palacio de Mercia, llegaban los cánticos de los monjes. Si me hubiera encaramado al tejado, a lo lejos, hacia el norte y el oeste, habría visto el resplandor de los incendios. Mercia estaba ardiendo.

Fue aquella noche cuando Ælfwold se dio por vencido.

—No podemos quedarnos de brazos cruzados, mi señor —me dijo durante la cena—; la ciudad cuenta con hombres suficientes para defenderla y mis trescientos soldados hacen falta en otra parte.

Compartía mesa con mis compañeros de entonces, Etelfleda, Finan, el de Mercia, el padre Pyrlig y Beornoth.

—Si dispusiera de otros trescientos guerreros… —y me avergoncé nada más decirlo; aun cuando el destino me hubiese favorecido con otros trescientos hombres, no me habría acercado ni con mucho a la cifra que necesitaba para tomar Beamfleot. Etelredo nos había ganado por la mano. Habíamos tratado de lanzarle un desafío y nos había salido mal.

—Si estuvierais en mi lugar, mi señor —me preguntó tranquilamente el astuto Ælfwold —, ¿qué haríais?

Le respondí con sinceridad.

—Volvería al lado de Etelredo, y trataría de convencerlo para que atacase a los daneses.

Con la cabeza en otra parte, el de Mercia jugueteaba con un trozo de muela de molino que se había encontrado mientras partía un trozo de pan. Sólo pensaba en los daneses, en la batalla que sabía que habría que librar, en la batalla que temía que acabase en derrota. Meneó la cabeza y, sin inmutarse, nos anunció:

—Siento deciros que mañana partiré con los míos hacia el oeste.

—No tenéis otra elección —repuse.

Me sentía como un hombre que hubiera perdido casi todo a los dados y, como un necio, hubiera arriesgado lo poco que me quedaba en una última jugada, y vuelto a perder. ¿Qué me había creído, que los hombres acudirían a mi lado atraídos por mi nombre? Todos se habían arrimado a quienes les ofrecían oro. Etelredo no estaba dispuesto a que yo me saliese con la mía: había abierto los cofres donde guardaba sus tesoros y recompensado con grandes sumas a quienes se unieran a sus filas. Yo necesitaba mil hombres, y no era capaz de encontrarlos; sin ellos, estaba atado de pies y manos. Con tristeza, recordé la profecía que Isolda había pronunciado tantos años atrás: que Alfredo me cedería el poder, que marcharía al frente de huestes aguerridas, que a mi lado habría una mujer de oro.

Aquella noche, en la planta superior del palacio delante de un jergón, contemplé los apagados resplandores de los lejanos incendios que se alzaban más allá del horizonte, y deseé haberme quedado en Northumbria. Me dio por pensar que, desde la muerte de Gisela, había ido de un lado para otro, sin rumbo fijo. En un momento dado, había creído que la llamada de Etelfleda daría un nuevo sentido a mi vida para, al cabo, descubrir que todo había sido una quimera. Me quedé de pie junto a la ventana, un enorme arco de piedra que se recortaba contra el cielo, hasta donde llegaban las melopeas de las tabernas, voces de hombres que discutían, risas de mujeres… Y me dio por pensar que Alfredo me había retirado el poder que me había otorgado, que las aguerridas huestes anunciadas no eran sino aquella mermada mesnada de hombres que comenzaban a dudar de si, conmigo, llegarían a alguna parte.

—¿Qué vais a hacer? —me preguntó Etelfleda, a mis espaldas.

Con los pies descalzos sobre las losas de piedra, sin hacer ruido, no la había oído llegar.

—No lo sé —reconocí.

Se acercó y se quedó a mi lado. Me rozó la mano que tenía apoyada en el alféizar, y dibujó con delicadeza mi pulgar inflamado con uno de sus dedos.

—La hinchazón ha desaparecido —observó.

—También el picor —dije.

—¿Os dais cuenta? —comentó risueña—. La picadura no era un mal presagio.

—Lo fue —repuse—; todavía tengo que descubrir su alcance.

No apartó de la mía su mano, ligera como una pluma.

—El padre Pyrlig dice que soy yo quien debe elegir.

—¿Elección?

—Entre volver al lado de Etelredo o recluirme en un convento de monjas en Wessex.

Asentí. Confundidos con las canciones y risotadas que salían de las tabernas y en contraste con su monótona salmodia, los monjes seguían con sus cánticos en la iglesia. Ya fuera a fuerza de cerveza o de rezar, la gente sólo quería olvidar. Todo el mundo entendía el significado de aquellos resplandores en el cielo: el fin estaba cerca.

—¿Convertisteis a mi hijo mayor al cristianismo? —le pregunté.

—No; llegó a la fe por sí mismo —respondió Etelfleda.

—Me lo llevaré al norte y le quitaré esas tonterías de la cabeza —Etelfleda no dijo nada; se limitó a apretarme la mano—. ¿Un convento de monjas? —le pregunté con frialdad.

—Soy una mujer casada —me dijo—, y la Iglesia establece que, si no estoy junto al marido que Dios ha tenido a bien concederme, debo llevar una vida virtuosa —yo seguía mirando el horizonte tiznado por los incendios allí donde las llamas enrojecían la parte baja de las nubes. Por encima de Lundene, el cielo estaba despejado, sin embargo; la luz de la luna dibujaba las sombras alargadas de los salientes de las tejas de la cubierta romana—. ¿En qué estáis pensando?

—En que, a menos que derrotemos a los daneses, no quedará ni un solo convento en pie.

—¿Qué será de mí? —dejó caer.

Sonreí.

—El padre Beocca solía hablar de la rueda de la fortuna —comenté, no sin preguntarme por qué me habría referido al cura como si ya formara parte del pasado. ¿Comprendí que el final estaba cerca? ¿Acaso aquellos fuegos lejanos avanzarían lentamente hacia nosotros, hasta que también Lundene ardiese por completo y no quedase un solo sajón sin chamuscar en Britania?—. En Fearnhamme, fui el señor de la guerra de vuestro padre. Ahora, ya lo veis, soy un fugitivo que ni siquiera es capaz de llenar las bancadas de un barco.

—Mi padre dice de vos que sois su hacedor de milagros —dijo Etelfleda, entre risas—. Es cierto, así os llama.

—Y lo sería, si se aviniese a proporcionarme unos cuantos hombres —repuse desalentado.

Pensé de nuevo en la profecía de Isolda, que Alfredo me otorgaría poder y que mi mujer sería de oro. Por fin, aparté la vista de los lejanos incendios, volví los ojos a los rubios cabellos de Etelfleda y la tomé en mis brazos.

Al día siguiente, Ælfwold se marcharía de Lundene y ya no tendría a nadie de mi parte.

* * *

Los primeros en llegar fueron tres jinetes. Se presentaron al amanecer, cruzando al galope el inmundo valle del Fleot hasta llegar a las puertas de la ciudad. Escuché el sonido de la trompa que, desde las murallas, nos advertía de su presencia; me vestí a toda prisa, me calcé las botas, di un beso a Etelfleda y eché a correr escaleras abajo hasta la entrada del palacio, a donde llegué cuando tres hombres con cota de malla traspasaban el umbral, machacando con sus pisadas las ya destartaladas baldosas. Los mandaba un hombre alto, de rostro aguerrido y con barba, que se detuvo a dos pasos de mí.

—Algo de cerveza quedará en esta ciudad que huele a mierda —dijo, mientras yo no salía de mi asombro—. Dadme algo para desayunar —gritó y, sin poder contenerse, se echó a reír. Era Steapa, a quien acompañaban dos soldados más jóvenes. A gritos, llamé a los criados para que trajesen cerveza y algo de comer, sin creerme del todo lo que veían mis ojos—. Os he traído mil doscientos hombres —añadió muy satisfecho.

Me quedé sin habla.

—¿Mil doscientos? —repetí con un hilo de voz.

—Los mejores hombres de Alfredo —contestó—, y también al Heredero.

—¿Eduardo? —estaba tan aturdido que no sabía ni lo que me decía.

—A Eduardo, sí, y a mil doscientos de los mejores hombres de Alfredo. Nos hemos adelantado —me explicó, al tiempo que se volvía y hacía una reverencia a Etelfleda que, embozada en una enorme capa, acababa de llegar—. Vuestro padre os envía saludos, mi señora.

—Nos manda a vuestro hermano y a mil doscientos hombres —añadí.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Etelfleda.

A medida que se conocía la noticia, la estancia se iba llenando de gente. Por allí se dejaron caer mis hijos, el obispo Erkenwald, Ælfwold y el padre Pyrlig, Finan y Weohstan.

—Eduardo el Heredero irá al frente de las tropas —dijo Steapa—, pero tendrá muy presentes los consejos de lord Uhtred.

El obispo Erkenwald no salía de su asombro. No hacía más que mirarnos a Etelfleda y a mí, supuse que rastreando trazas de pecado con la misma desazón con que un
terrier
olfatea el terreno por el que ha pasado el zorro.

—¿Estáis aquí por orden del rey? —le preguntó a Steapa.

—Así es, mi señor.

—¿Y qué hay de los daneses de Defnascir?

—Ahí siguen, tocándose… —empezó a decir Steapa, que se ruborizó al darse cuenta de que había estado a punto de decir algo que bien podría haber incomodado a un obispo, por no hablar de la hija de un rey.

—¿Tocándose los huevos, quizá? —concluí la frase.

—Por el momento, parecen tranquilos, mi señora —musitó Steapa; hijo de esclavos, a pesar de su rango, era el jefe de la guardia personal de Alfredo, se sentía intimidado en presencia de Etelfleda—. En cualquier, caso, el rey quiere que le devolváis sus hombres cuanto antes —prosiguió—, por si a los daneses de Northumbria les da por animarse.

—En ese caso, desayunad y regresad junto a Eduardo —le aconsejé—, y decidle de mi parte que no entre en la ciudad —no quería tener al ejército sajón merodeando entre las tentadoras tabernas y putas de Lundene—. Que rodee la ciudad por el norte y se dirija hacia el este —le ordené.

—Esperaban reponer víveres —repuso Steapa, arrugando el entrecejo.

Me encaré con el obispo Erkenwald.

—Enviaréis comida y cerveza al ejército. Los hombres de Weohstan escoltarán las provisiones.

El obispo, molesto por el tono que había empleado, pareció dudar, pero terminó por plegarse a mis órdenes. Sabía que hablaba con la autoridad que me había otorgado el rey.

—¿Adónde debo enviar los suministros? —preguntó.

—¿Os acordáis de Thunresleam? —le dije a Steapa.

—¿La antigua mansión en lo alto de la colina, mi señor?

—Allí me reuniré con Eduardo, y también con vos —y añadí para el obispo—: Enviad allí el avituallamiento.

—¿A Thunresleam? —preguntó el prelado receloso, imaginándose más maldades al escuchar aquel topónimo que hedía a paganismo.

—Eso es, al Bosque de Thor, cerca de Beamfleot —repuse. El obispo se santiguó, pero no se atrevió a decir nada—. Vos y cien de los vuestros vendréis conmigo —le dije a Weohstan.

—Tengo órdenes de defender Lundene —adujo Weohstan, intranquilo.

—Mientras estemos en Beamfleot, ningún danés se acercará a Lundene —repuse—. Dentro de dos horas, nos pondremos en marcha.

Empleamos casi cuatro horas en los preparativos. Pero con los hombres de Mercia que había traído Ælfwold, los sajones de Weohstan y los míos, éramos más de cuatrocientos los jinetes que, con un retumbar de cascos, salimos por la puerta este de la ciudad. Dejé a mis hijos al cuidado de las criadas de Etelfleda, porque la hija de Alfredo insistió en venir con nosotros. Traté de disuadirla, diciéndole que no debía poner su vida en peligro, pero se negó en redondo a quedarse en Lundene.

—¿Acaso no me prometisteis que siempre estaríais a mi servicio? —me preguntó.

—¡Y bien necio que fui! Sí, así es.

—En ese caso, las órdenes las doy yo —me dijo con una sonrisa.

—Sí, querido patito —lo que me valió un buen mamporro en el brazo. De recién casados, Etelredo siempre la llamaba así; la sacaba de quicio. Pero ahora cabalgaba a la sombra de mi estandarte, el de la cabeza de lobo; los hombres de Weohstan se agrupaban bajo el dragón de Wessex; los guerreros de Ælfwold seguían una banderola en la que ondeaba la cruz de los cristianos.

—Quiero tener mi propio estandarte —dijo Etelfleda.

—Pues dibujadlo —contesté.

—Llevará gansos —aseguró.

—¡Gansos! ¿Nada de adorables patitos?

Me traspasó con la mirada.

—Los gansos son el símbolo de santa Werburga —me explicó—. En cierta ocasión en que una enorme bandada de gansos asolaba un campo de maíz, Werburga se puso a rezar y Dios hizo que las aves se fueran de allí. ¡Un milagro!

—¿Y fue la abadesa de Lecelad quien lo hizo?

—¡No, no! La abadesa llevaba el mismo nombre que la santa, pero santa Werburga murió hace mucho tiempo. Quizá figure también en mi estandarte. ¡Siempre vela por mí! Anoche la recé, y ya veis lo que me ha concedido —añadió, señalando a los hombres que nos seguían—. ¡Mis plegarias fueron escuchadas!

Me pregunté si habría rezado antes o después de haber estado en mi cámara, pero pensé que si no me enteraba tampoco pasaba nada.

Cabalgábamos al norte de las monótonas marismas que bordeaban el Temes, un territorio que pertenecía a Anglia Oriental, aunque cerca de Lundene no había grandes haciendas. En su día, en aquellos parajes se alzaban preciosos caseríos y pueblos industriosos, pero las frecuentes incursiones y represalias de unos y otros habían reducido a cenizas las mansiones y convertido los poblados en aterrorizadas aldeas. Sobre el papel, el rey danés de aquellas tierras, Eohric, era cristiano, y había firmado un tratado de paz con Alfredo por el que se comprometía a mantener a sus daneses alejados de Mercia y de Wessex, un pacto que se respetaba tanto como si ambos reyes, de común acuerdo, hubieran tomado la decisión de prohibir la cerveza a sus súbditos. Los daneses cruzaban la frontera cuando les parecía, y los sajones actuaban a la recíproca, así que cabalgábamos por aldeas devastadas. Al vernos llegar, sus habitantes corrían hacia los pantanos o en dirección a los bosques que poblaban las escasas y bajas colinas. Pasamos de largo.

Beamfleot se alzaba en el extremo sur de una larga hilera de colinas que nos cerraban el paso. Eran montes boscosos; por encima del pueblo, donde más altas y escarpadas eran las laderas, en la verde cima que se asomaba sobre el río, el viejo fortín. Nos desviamos hacia el norte, tomando el empinado sendero que llevaba hasta Thunresleam, y seguimos adelante con cautela. Los daneses podrían haber advertido nuestra presencia y enviar tropas que nos atacasen cuando íbamos colina arriba cruzando espesas arboledas. Ordené a Etelfleda y a las dos doncellas que la acompañaban que se colocasen en el centro de la columna, y dispuse que todos los hombres empuñasen los escudos y tuviesen las armas a mano. Escuché el canto de los pájaros que levantaban el vuelo entre las hojas de los árboles, y permanecí atento por si oía el tintineo de unos arreos, el ruido sordo de unos cascos por el verdín o un grito repentino, anuncio de una carga de jinetes vikingos que se nos vinieran encima desde lo alto de la colina. Pero los únicos arrullos que se oían entre las hojas eran los de las palomas que espantábamos a nuestro paso. Estaba claro que los defensores de Beamfleot nos habían dejado toda la colina para nosotros, y ni un solo danés trató de cortarnos el paso.

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