Di un paso atrás y me hice con
Hálito-de-serpiente;
pude oír el siseo de la hoja al deslizarse por la angosta garganta de la vaina.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté. En aquel momento me di cuenta de que más de los míos habían salido del convento; Finan los retenía.
El hombre se abalanzó contra mí, con la esperanza de arrojarme al suelo con su escudo, pero me eché a un lado y pasó de largo.
—¿Cómo os llamáis? —insistí.
—Beornoth —me dijo.
—¿Estuvisteis en Fearnhamme? —le pregunté, y asintió con la cabeza—. No he venido hasta aquí para acabar con vos, Beornoth.
—He jurado lealtad a mi señor —repuso.
—Un hombre indigno —sentencié.
—Nadie mejor que vos para saberlo, vos que habéis quebrantado vuestros juramentos —replicó, y cargó de nuevo contra mí.
Alcé el escudo y paré el golpe, pero bajó el arma con rapidez, pasando la espada por debajo de mi escudo, y la hoja me acertó en la pantorrilla. Como esas estocadas son tan traicioneras, siempre llevaba botas con unas varillas de hierro cosidas por dentro. Algunos se protegen las piernas con grebas, pero tales piezas metálicas bastan para disuadir al contrincante de intentar tal maña, mientras que, con las tiras de hierro ocultas, parece que las piernas quedan al aire, lo que invita a asestar esa estocada que, en realidad, supone el final del adversario. Las varillas frenaron en seco el golpe de Beornoth, que se llevó una buena sorpresa, instante que aproveché para golpearle en la cara con la empuñadura de
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que sujetaba con fuerza con la mano cubierta con el guantelete. Tambaleándose, dio un paso atrás. Me dolía la pierna izquierda por la estocada que me había propinado pero, con la nariz rota, el otro sangraba; estampé el escudo contra él, obligándole a retroceder de nuevo; arremetí una vez más con el escudo y, esa vez, cayó al suelo de espaldas; le di una patada para apartar el brazo con el que sostenía la espada, le puse un pie en la barriga y situé la punta de
Hálito-de-serpiente
a la altura de su boca. Me dirigió una mirada cargada de odio, mientras se preguntaba si tendría tiempo de enarbolar la espada contra mí, pero supo que no podría hacerlo: un sencillo movimiento de mi mano, y se ahogaría en su propia sangre.
—¡Guardad silencio, Beornoth! —le ordené en voz baja para, a continuación, gritar a los hombres de Aldelmo—. ¡No he venido aquí para matar a hombres de Mercia! ¡He venido para luchar contra Haesten! —añadí, apartándome del guerrero y retirando la espada de su cara—. ¡En pie! ¡Marchaos! —le dije.
Vacilante, se incorporó, sin saber si la pelea había concluido o no. Ya no había odio en su mirada, sólo desconcierto.
—He jurado que acabaría con vos —dijo.
—¡No seáis necio, Beornoth! —repuse con tono cansino—. Acabo de perdonaros la vida, así que me pertenecéis —le di la espalda, y grité—: ¡Lord Aldelmo envía a un bravo guerrero para que lleve a cabo lo que él no se atreve a hacer! ¿Vais a obedecer las órdenes de un cobarde?
Allí había hombres que se acordaban de mí, y no sólo por lo de Fearnhamme, sino también de cuando habíamos tomado Lundene. Como guerreros que eran, lo que querían era estar a las órdenes de un hombre que les condujese a la victoria. Aunque sabían que Aldelmo no era como ellos, estaban confusos, indecisos. Todos aquellos hombres de Mercia le habían jurado fidelidad, y algunos de ellos, gracias a sus generosas dádivas, se habían hecho ricos. Ésos fueron precisamente quienes espolearon sus monturas y se acercaron a su señor, al tiempo que, con las manos, tentaban las empuñaduras de sus espadas.
—En Fearnhamme —dijo una voz a mis espaldas—, lord Aldelmo pensó en emprender la huida. ¿Creéis que es el hombre que necesitamos para defendernos? —era Etelfleda, a lomos de mi caballo, ataviada con sus ropas conventuales, aunque con sus rubios cabellos al aire—. ¿Quién consiguió que llevarais a cabo aquella matanza? ¿Quién defendió vuestros hogares? ¿Quién veló entonces por vuestras esposas y vuestros hijos? ¿A las órdenes de quién preferís servir? —les preguntó.
Uno de los guerreros de Mercia gritó mi nombre, y los demás le imitaron. Aldelmo había perdido el envite y lo sabía. Ordenó a voces a Beornoth que acabase conmigo, pero el guerrero no se movió de donde estaba. A la desesperada, ordenó a quienes se le habían acercado que me descuartizasen.
—¡Lo que menos falta hace ahora es que empecéis a pelearos entre vosotros! ¡No tardaréis en encontraros cara a cara con vuestros verdaderos enemigos! —dije a voces.
—¡Maldito seáis! —rezongó uno de los hombres de Aldelmo que, espada en mano, espoleó su montura, gesto que acabó con la indecisión que los había paralizado. Otros empuñaron sus espadas y, de repente, todo fue confusión.
Cada hombre decidió por su cuenta, a favor o en contra de Aldelmo, aunque la mayoría estaba en contra. Otros, sin embargo, siguieron el ejemplo del hombre que se había lanzado a por mí, que ya descargaba su espada; desvié el golpe con el escudo, mientras los que venían detrás se arremolinaban donde yo estaba y sólo se oyó el entrechocar de espadas. Finan se encargó del primer atacante. Reparé en que Osferth había llevado su caballo hasta situarlo delante de Etelfleda para proteger a su hermanastra, aunque no corría peligro. Eran los hombres de Aldelmo los que se estaban llevando la peor parte. El propio Aldelmo, muerto de miedo, se las compuso para sacar a su caballo de tan inesperada como encarnizada pelea. Aunque llevaba la espada en la mano, lo único que quería era salir de allí pero, rodeado como estaba por todas partes, al verme cayó en la cuenta de que me sacaba ventaja, porque él iba a caballo y yo no, y dio media vuelta y se abalanzó sobre mí para matarme.
Atacó a la desesperada, como quien ya no tiene nada que perder. No se paró a pensar en cómo atacar, como Beornoth, sino que se llegó a mi lado tan rápido como le fue posible y descargó su espada con todas sus fuerzas. Mantuve a
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en posición vertical y aguanté el golpe. Conocía bien mi espada y lo resistente que era. Había estado presente cuando Ealdwulfo, el herrero, había forjado los cuatro vástagos de hierro y los tres de acero en una única y larga hoja. Con ella, había peleado y matado, la había cruzado con hojas empuñadas por sajones, daneses, normandos y frisones. La conocía bien y me fiaba de ella, y cuando la espada de Aldelmo se encontró con la mía, se produjo un estruendo que debió de oírse incluso en la otra orilla del río, y entonces supe lo que había pasado.
La espada se le había partido, se le había roto. El extremo quebrado, las dos terceras partes de la hoja, me dio en el yelmo y fue a parar al barro. Entonces, me encaré con Aldelmo, que, con un remedo de espada en la mano, trató de huir. No había salida. La pelea había concluido. Los hombres que habían acudido en su ayuda estaban muertos o desarmados. Los dos nos quedamos en medio del círculo que formaron los guerreros que se habían puesto de mi parte. Aldelmo refrenó el caballo y se me quedó mirando. Abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra.
—¡Pie a tierra! —le dije y, al ver que dudaba, grité de nuevo—: ¡Desmontad! —Beornoth se hizo cargo del caballo—. ¡Dadle vuestra espada! —le ordené.
A pie, Aldelmo parecía inseguro. Llevaba escudo y tenía en sus manos la espada de Beornoth pero, en lugar de mostrar coraje para luchar, se lamentaba. Es desagradable matar a un hombre en esas condiciones, así que lo despaché con rapidez. Una estocada por encima del escudo con su divisa le obligó a alzarlo, momento en que dejé caer
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sin llegar a asestar el golpe, propinándole sólo un tajo en el tobillo izquierdo, aunque con la fuerza suficiente para derribarlo. Hincó la rodilla en el suelo, y mi espada le mordió en uno de los lados del cuello. Pero llevaba una caperuza de malla bajo el yelmo, y los eslabones aguantaron. Del golpe, cayó de bruces en un charco; descargué mi espada de nuevo, y entonces cedió la cota de malla que le protegía el cuello, y brotó la sangre salpicando a los jinetes que estaban más cerca. Gritaba y temblaba sin parar. Retiré la hoja y coloqué la punta de la espada en el boquete de sangre y acero desgarrado, se la clavé con fuerza en la garganta y la giré. Sin dejar de temblar y sangrando como un cerdo, cayó muerto.
Arrojé su estandarte al Temes; puse las manos en forma de bocina de nuevo y les grité a los hombres que estaban al otro lado del río:
—¡Ya podéis decirle a Alfredo que Uhtred de Bebbanburg ha regresado!
Sólo que en aquella ocasión estaba del lado de Mercia.
* * *
Etelfleda insistió en que Aldelmo recibiera un entierro cristiano. En el pueblo, había una iglesia pequeña, no mucho mayor que una vaquería, con una cruz clavada en el aguilón, rodeada de un cementerio. Allí cavamos las fosas para los seis hombres que habían muerto. No todas las tumbas tenían lápida, de modo que uno de los hombres que manejaban las palas tropezó con un cadáver y, tras desgarrar el sudario de tela que lo envolvía, dejó al descubierto trozos de carne y huesos malolientes. Colocamos a Aldelmo en una de las fosas y, como eran tantos los hombres de Mercia que habían servido a sus órdenes, por no herirles en su dignidad, permití que lo enterrasen con sus mejores galas y su cota de malla. De todos modos, me quedé con el yelmo, una cadena de oro y su caballo. El padre Pyrlig rezó una oración sobre las tumbas recién cerradas, y nos marchamos del lugar. Como mi primo estaba en sus propiedades, cerca de Gleawecestre, allí nos dirigimos. Contaba con más de doscientos hombres, la mayoría de Mercia, rebeldes sin duda desde el punto de vista de mi primo.
—¿Queréis que mate a Etelredo? —pregunté a Etelfleda.
—Claro que no —repuso asustada.
—¿Por qué no?
—¿Aspiráis a ser el señor de Mercia? —replicó.
—No.
—Aparte de ser mi marido, es el
ealdorman
más importante de Mercia —dijo, para añadir encogiéndose de hombros—: Me guste o no, estoy casada con él.
—No podríais seguir casada con un muerto.
—El asesinato también es pecado —añadió con dulzura.
—Pecado —dije con desdén.
—Algunos pecados son tan graves que ni siquiera una vida entera de penitencia basta para que nos sean perdonados.
—En ese caso, permitidme que peque —apunté.
—Sé de los sentimientos que alberga vuestro corazón —me dijo— y, si no os refrenase, sería tan culpable como vos.
Farfullé algo, y me despedí de cualquier manera de la gente que se postraba cuando pasamos por aquella aldea de techumbres de paja, estercoleros y cerdos. Los lugareños no tenían ni idea de quiénes éramos, pero de sobra sabían lo que representaban cotas de malla, armas y escudos. Quizá contuvieran la respiración hasta que nos vieron partir, pero pronto, pensé, los daneses llegarían por el mismo camino, y aquellas techumbres arderían y sus hijos serían vendidos como esclavos.
—Supongo que cuando os llegue la hora de la muerte, querréis pasar el trance con una espada en la mano —comentó Etelfleda.
—Pues claro.
—¿Por qué?
—De sobra sabéis la razón.
—Porque así iréis al Valhalla. Cuando yo muera, Uhtred, me gustaría ir al cielo. ¿Acaso pensáis impedírmelo?
—Claro que no.
—Entonces no puedo cometer un pecado tan espantoso como el asesinato. Etelredo debe, pues, seguir con vida. Además —añadió con una sonrisa—, mi padre nunca me perdonaría que hubiera asesinado a Etelredo, o que hubiera permitido que vos acabarais con él. Y no quiero que mi padre se disguste. Le tengo cariño.
Me eché a reír.
—Hagáis lo que hagáis, vuestro padre se sentirá molesto.
—¿Por qué lo decís?
—Porque habéis recurrido a mí en busca de ayuda.
Etelfleda me dirigió una mirada cargada de sentido.
—¿A quién pensáis que se le ocurrió semejante idea?
—¿Cómo? —le pregunté boquiabierto, mientras ella reía—. ¿Vuestro padre quería que yo acudiese en vuestra ayuda?
—¡Pues claro! —repuso.
Me sentí como un pelele. Pensaba que había escapado de las garras de Alfredo, y era él quien había conseguido que volviera al sur. Aunque debía de estar al tanto de todo, bien se había guardado Pyrlig de decir nada.
—¡Si vuestro padre no puede ni verme! —acerté a decirle a Etelfleda.
—En eso, estáis errado. Piensa que sois como un podenco caprichoso al que, de vez en cuando, hay que darle un azote —me explicó con una sonrisa de reconvención, al tiempo que se encogía de hombros—. Sabe que Mercia está en el punto de mira, Uhtred, y teme que Wessex no pueda ser de gran ayuda.
—Wessex siempre ha sacado a Mercia de tales apuros.
—No, si los daneses desembarcan en las costas de Wessex —me dijo, y a punto estuve de echarme a reír a carcajadas.
Tanto empeño como habíamos puesto en Dunholm para que nadie supiera nada de lo que teníamos pensado, y Alfredo ya andaba con los preparativos para hacer frente a lo que habíamos planeado. Con tal de que fuera al sur, no había dudado en servirse de su hija. Lo primero que pensé fue en lo listo que era. Luego, me pregunté qué pecados estaría dispuesto a pasar por alto hombre tan perspicaz, si de verdad quería evitar que los daneses acabasen con el cristianismo en Inglaterra.
Dejamos atrás la aldea, y cabalgamos por soleados parajes. La hierba reverdecía y crecía con rapidez. El ganado, lejos de las cuatro paredes donde había pasado el invierno, retozaba a sus anchas. Una liebre, sentada sobre las patas traseras, se nos quedó mirando; se alejó asustada, se acomodó de nuevo y se volvió a mirarnos. El camino que seguíamos nos llevaba hacia unas suaves colinas. Aquéllas eran buenas tierras, con agua a raudales y fértiles, los terrenos soñados para cualquier danés. A mí, que conocía los parajes de donde procedían y había visto cómo arañaban el magro sustento que a duras penas sacaban de pequeñas parcelas de tierra arenosa y peñascos, no me extrañaba nada que quisieran apoderarse de Inglaterra.
Cuando el sol ya se ponía, dejamos atrás otra aldea. Una muchacha que, con ayuda de un balancín sobre los hombros, llevaba dos barreños de leche, se asustó tanto al ver hombres armados que dio un tropezón al tratar de doblar la rodilla, vertió el precioso líquido por las roderas del camino y se echó a llorar. Le arrojé una moneda de plata, suficiente para que se secara las lágrimas, y le pregunté si por allí cerca vivía algún señor. Nos señaló hacia el norte, donde, tras una tupida hilera de olmos, atisbamos un precioso caserío rodeado de una cerca medio desmoronada.