Di una patada contra el portón del convento, que sólo sirvió para que se viniese al suelo el agua acumulada en el dintel. Mi caballo soltó un relincho, y di una segunda patada, bajo la atenta mirada de los soldados de Mercia. Uno de ellos echó a correr por un callejón. Supuse que iría en busca de refuerzos.
—Me parece que vamos a tener pelea antes de que acabe el día —le dije a Finan.
—Eso espero, mi señor —repuso con gesto alicaído—. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez…
Se abrió un pequeño postigo del portón y por el hueco asomó el rostro de una mujer.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Resguardarnos de la lluvia —contesté.
—Los aldeanos os darán cobijo —dijo la mujer, al tiempo que pretendía cerrar el postigo; se lo impedí con el pie.
—Podéis abrir el portón, o quedaros a ver cómo lo hacemos astillas.
—Son amigos de lady Etelfleda —intervino el padre Pyrlig en ese momento.
El postigo se abrió de nuevo.
—¿Sois vos, padre?
—El mismo, hermana.
—¿Es que ya nadie tiene modales en este mundo de Dios? —preguntó la monja.
—Es un animal, hermana; no puede evitarlo —respondió el cura, al tiempo que me dedicaba una sonrisa.
—Apartad ese pie —ordenó la mujer de mal talante; cuando lo hice, cerró el postigo, y oí cómo retiraba la tranca y el chirrido del portón al abrirse de par en par.
Desmonté.
—Esperadme aquí —les dije a los míos, y eché a andar hacia el patio del convento.
La lóbrega iglesia ocupaba el ala sur del recinto. Unas construcciones bajas de madera con techumbres de paja, donde imaginé que dormían, comían e hilaban las monjas, cerraban los otros tres lados del recinto. La monja, que se presentó como la abadesa Werburga, me saludó con una reverencia.
—¿Sois de verdad amigo de lady Etelfleda? —me preguntó. Era una mujer entrada en años, tan baja que apenas me llegaba a la cintura, de gesto adusto.
—Lo soy.
Werburga no pudo evitar un gesto de desagrado al observar el martillo de Thor que llevaba colgado al cuello.
—¿Cómo os llamáis? —me preguntó, pero en ese momento se oyó un chillido; una niña salió por una puerta y echó a correr como loca por el patio encharcado.
Era Stiorra, mi hija, que se me vino encima, echándome los brazos al cuello y rodeándome la cintura con las piernas. Me alegré de que estuviera lloviendo, de lo contrario la monja habría podido tomar por lágrimas las gotas que me corrían por la cara, como así era en realidad.
—Sabía que vendrías —exclamó muy orgullosa—, lo sabía, lo sabía.
—¿No seréis lord Uhtred? —preguntó la abadesa.
—Así es.
—Gracias a Dios —dijo la monja.
Mientras Stiorra me contaba los percances por los que habían pasado, Osbert, el benjamín, había llegado corriendo hasta mí y trataba de subírseme por la pierna. A Uhtred, el mayor, no lo vi por ningún lado. Tomé a Osbert en mis brazos, y le di una voz a Finan para que entrasen los hombres.
—No sé cuánto tiempo nos quedaremos —informé a la abadesa—, pero los caballos necesitan establo y forraje.
—¿Pensáis acaso que esto es una posada? —preguntó la monja.
—¿No volverás a marcharte otra vez, verdad? —me preguntaba mi hija sin parar.
—No, no, claro que no —le dije, antes de quedarme callado.
Etelfleda había aparecido en el umbral y, en contraste con la oscuridad que se cernía a sus espaldas, a pesar del día tan gris y apagado que hacía, aun ataviada con una capa y una caperuza de basta tela de color marrón, estaba deslumbrante.
Me acordé de la profecía que Isolda pronunciara muchos años atrás, cuando Etelfleda no era mucho mayor que Stiorra, un presagio anunciado cuando Wessex pasaba por el peor momento, cuando los daneses campaban a sus anchas y Alfredo no era sino un fugitivo en los pantanos. Isolda, aquella enigmática y encantadora mujer, oscura como las tinieblas, había augurado que Alfredo me daría poder, quede oro sería mi mujer.
Me quedé mirando a Etelfleda, ella me devolvió la mirada y, en ese momento, supe que cumpliría la promesa que acababa de hacerle a mi hija: no volvería a marcharme.
Dejé a los niños en el suelo, no sin advertirles que se mantuviesen alejados de los cascos de las caballerías, y crucé el patio encharcado, sin hacer caso de las monjas que se habían asomado al vernos llegar. Había pensado en hacerle una reverencia. Al fin y al cabo, era hija de rey y esposa del hombre que estaba al frente de los destinos de Mercia, pero, al ver que por su rostro se deslizaban lágrimas de felicidad, en vez de inclinarme abrí los brazos y ella echó a correr; mientras la estrechaba contra mí, sentí su cuerpo que se estremecía. Quizá llegó a oír los latidos de mi corazón que, en mi pecho, palpitaba como un gran tambor batiente.
—Habéis venido —me dijo.
—Aquí me tenéis.
—Sabía que lo haríais.
Le retiré la capucha para contemplar sus cabellos, tan rubios como los míos, y sonreí.
—Una mujer de oro —exclamé.
—Estáis loco —repuso sonriendo.
—¿Qué va a pasar ahora? —le pregunté.
—Me imagino —dijo, apartándose con suavidad de mi lado y volviendo a cubrirse los cabellos con la caperuza— que mi esposo tratará de quitaros de en medio.
—¿Cuántos hombres puede reunir —le pregunté, al tiempo que echaba cuentas—, unos mil quinientos guerreros curtidos?
—Por lo menos.
—Ningún problema en ese caso —repuse alegremente—. Cuento con no menos de cuarenta hombres.
Aquella misma tarde aparecieron los primeros soldados de Mercia.
Llegaban desde el norte, en grupos de diez o veinte cada vez, acordonando el convento como podían. Observándolos desde el campanario de la iglesia, conté unos cien guerreros, aparte de los que estaban por llegar.
—¿A qué se dedicaban los treinta hombres de la aldea, a vigilar por si se os ocurría marcharos de aquí? —pregunté a Etelfleda.
—Tenían órdenes de impedir que llegaran víveres al monasterio —contestó—, aunque no lo hacían muy bien. Los suministros nos llegaban en barca, por el río.
—¿Pretendían mataros de hambre?
—Mi esposo pensó que así me obligaría a dejar el convento y volver a su lado.
—¿No con vuestro padre?
—Me habría obligado a volver junto a mi marido —se quejó, torciendo el gesto.
—¿Estáis segura?
—El matrimonio es un sacramento, Uhtred —dijo con voz cansina—, santificado por Dios; de sobra sabéis que mi padre jamás ofenderá a Dios.
—¿Por qué, entonces, Etelredo no os sacó de aquí?
—¿Y atacar un monasterio? ¡Mi padre habría puesto el grito en el cielo!
—Sin duda —dije, mientras observaba cómo por el norte llegaba un grupo mucho más numeroso de jinetes.
—Convencidos de que mi padre podía fallecer de un momento a otro —comprendí que se refería a mi primo y a su amigo Aldelmo—, se mantenían a la espera.
—Pero vuestro padre sigue vivo.
—Y se recupera, gracias a Dios —dijo Etelfleda.
—Pues nosotros estamos en apuros —repuse, porque la nueva partida de jinetes, no menos de cincuenta, cabalgaba bajo un estandarte, lo que me dio a entender que quienquiera que fuera el hombre que estaba al frente de las tropas que vigilaban el convento venía a por nosotros. Cuando los jinetes estuvieron más cerca, vi las dos hachas de guerra de enormes hojas y cruzadas que ondeaban en la enseña que seguían.
—¿De quién es esa divisa?
—Es el blasón de Aldelmo —contestó Etelfleda, abatida.
Doscientos hombres rodeaban el monasterio en aquellos momentos, y Aldelmo, a lomos de un alto corcel de guerra negro, acompañado por dos curas y una docena de soldados, se situó a cincuenta pasos del portón del convento. A sus espaldas y con gesto no menos severo que el de su señor, los guerreros, que portaban escudos con la divisa de Aldelmo, contemplaban las puertas cerradas. ¿Se imaginaba Aldelmo lo que le esperaba en el interior? Seguramente lo sospechaba, pero dudo que llegase a saberlo a ciencia cierta. Habíamos atravesado Mercia por el extremo oriental, allí donde los daneses eran aún fuertes, y pocos de los habitantes de la Mercia sajona se habrían percatado de que íbamos camino del sur. Con todo, Aldelmo debió de maliciarse que yo andaba por allí, porque ni siquiera trató de entrar en el convento, a no ser que hubiera recibido órdenes de no ofender a su dios cometiendo sacrilegio. Alfredo podría llegar a perdonar a Etelredo como el causante, que lo era, de la infelicidad de su hija, pero jamás le habría perdonado que ofendiese a su dios.
Bajé al patio.
—¿A qué está esperando? —me preguntó Finan.
—A que salga yo —repuse.
Me vestí para el combate: cota de malla resplandeciente, tahalí, botas, el yelmo con la cimera del lobo y mi escudo con la divisa del lobo también, aparte de un hacha de guerra y mis dos espadas envainadas. Ordené que abrieran una de las hojas del portón del convento y, solo, eché a andar. No iba a caballo porque no había podido comprar una buena montura de guerra.
Eché a andar en silencio, bajo la atenta mirada de los hombres de Aldelmo. Si hubiera tenido una pizca de valor, habría cabalgado hasta donde yo estaba y me habría descuartizado con la larga espada que colgaba de su cintura o, si carecía del coraje suficiente, bien podría haber ordenado a los suyos que me hicieran trizas. En cambio, se quedó donde estaba, mirándome.
Me detuve a unos doce pasos de él, y me eché el hacha de guerra al hombro. No me abroché las carrilleras del yelmo para que sus hombres pudieran verme la cara.
—¡Hombres de Mercia! —grité, de forma que no sólo me oyeran los guerreros de Aldelmo, sino también los soldados sajones que estaban al otro lado del río—. ¡En cualquier momento, el
jarl
Haesten invadirá vuestras tierras! Ha reunido a millares de hombres, hombres codiciosos, daneses armados de lanzas y espadas, daneses que violarán a vuestras esposas, venderán a vuestros hijos como esclavos y saquearán vuestras tierras. ¡Su ejército será mucho más numeroso que las hordas que derrotasteis en Fearnhamme! ¿Cuántos de vosotros estuvisteis allí?
Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno levantó la mano ni proclamó que hubiera estado presente en tan trascendental victoria.
—¿Acaso os avergonzáis de vuestro triunfo? —les pregunté—. ¡Fuisteis los artífices de una matanza que será recordada mientras el hombre siga hollando estos parajes! ¿Os avergonzáis, empero? ¿Cuántos de vosotros estuvisteis en Fearnhamme?
Algunos se animaron y alzaron el brazo; de repente uno de ellos dio una voz y, al momento, la mayoría comenzó a lanzar vítores, como si se felicitaran por haber estado allí.
Sin saber qué hacer, Aldelmo levantó la mano reclamando silencio; no le hicieron caso.
—¿A quién queréis al frente para luchar contra el
jarl
Haesten, que se dispone a marchar sobre vosotros —grité con más fuerza—, seguido de vikingos y piratas, asesinos y traficantes de esclavos, armados con lanzas y espadas, portadores de muerte y fuego? ¿Acaso no fue lady Etelfleda quien os infundió valor para alzaros con la victoria en Fearnhamme? ¿De verdad queréis que siga encerrada en un convento? Me rogó que viniese y que pelease de nuevo a vuestro lado. Y aquí me tenéis. ¿Y así me recibís, con espadas y lanzas? ¿Quién queréis que se ponga al frente de vosotros para luchar contra el
jarl
Haesten y sus asesinos? —dejé la pregunta en el aire durante un instante, y apunté con el hacha a Aldelmo—: ¿A él o a mí? —grité.
Qué necio era aquel hombre. En ese momento, bajo las ráfagas de lluvia que, a ratos, aún llegaban por el oeste, debería haber acabado conmigo al instante o, de lo contrario, haberme dado un abrazo. Podría haber saltado de la silla de su montura y haberme ofrecido su amistad, fingir una alianza para ganar tiempo hasta que viese la forma de deshacerse de mí sin tener que dar cuenta a nadie. Sin embargo, atemorizado, no se movió de donde estaba. Era un cobarde, siempre lo había sido, valiente sólo frente a los más débiles; el miedo se le notaba en la cara, en aquel gesto de desconcierto, incapaz de articular palabra, hasta que uno de los suyos se inclinó y le susurró algo al oído.
—Ese hombre —dijo, señalándome— es un proscrito de Wessex.
Aunque no sorprendente, aquello sí era nuevo para mí. Había quebrantado el juramento que había hecho a Alfredo, así que pocas salidas le había dejado aparte de declararme fuera de la ley, convirtiéndome en posible presa por tanto para cualquiera que tuviera el valor de atraparme.
—¡De modo que soy un proscrito! ¡Acercaos, pues, y acabad conmigo! —grité—. ¿Quién os protegerá cuando se presente el
jarl
Haesten?
Aldelmo recuperó la compostura, y musitó algo al hombre que le había susurrado al oído, y aquel hombre, un guerrero fornido, espoleó su caballo. Espada en mano, sabía lo que se hacía. No se acercó a mí como un loco, sino pausadamente. Venía con intención de matarme; aun hundidos como los tenía en la negrura del yelmo, pude leerlo en sus ojos. Con el brazo en tensión, ya alzaba la espada para asestar el golpe que, aunando el peso de hombre y montura, su hoja descargaría contra mi escudo y me haría perder el equilibrio. El caballo volvería sobre sus pasos y, espada en mano, me atacaría por la espalda. Se imaginaba que, como él, yo sabía lo que se disponía a hacer, y le noté más tranquilo al ver que yo alzaba el escudo, porque eso significaba que estaba haciendo lo que él pensaba que iba a hacer. Apretó las mandíbulas, picó espuelas, y su caballo, un enorme animal gris, saltó como una flecha, mientras su espada resplandecía como un relámpago en el aire plomizo.
En aquel golpe se concentraba toda la formidable fuerza de aquel hombre. Vino hacia mí por la derecha. Yo sujetaba el escudo con la mano izquierda; con la derecha empuñaba el hacha. Hice dos cosas.
Clavé una rodilla en tierra, y levanté el escudo por encima de la cabeza, de forma que lo coloqué casi en horizontal sobre el yelmo, al tiempo que alargué el hacha entre las patas del caballo hasta donde me daba el asta.
La espada golpeó contra mi escudo, resbaló al contacto con la madera, restalló contra el tachón y, en ese instante, el caballo, enredadas las patas traseras en el hacha, dio un relincho y trastabilló. El animal sangraba por una cerneja. Cuando el jinete arremetió de nuevo, me encontró en pie; para entonces, tanto él como su montura marchaban con paso vacilante: el golpe que descerrajó no arrancó sino un chirrido del borde herrado de mi escudo. Aldelmo ordenó a los suyos que acudiesen en ayuda de su campeón, pero Finan, Sihtric y Osferth, montados y armados, ya habían dejado atrás la puerta del convento, y los hombres del de Mercia parecieron dudar, mientras yo me acercaba al guerrero. Descargó de nuevo la espada, a pesar de lo atemorizada que parecía la caballería; con el escudo, desvié el golpe hacia el suelo y, sin más miramientos, alargué el brazo, así por la cintura al jinete, que, asustado, dio un grito, y tiré de él con todas mis fuerzas. Cayó de la silla, fue a estrellarse contra la tierra mojada y, durante no más de un segundo, pareció confuso. En cuanto se puso en pie, el caballo, sin dejar de relinchar, se apartó de él. El escudo que llevaba en el brazo izquierdo estaba cubierto de barro.