La tierra en llamas (36 page)

Read La tierra en llamas Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
11.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Os haré llegar la plata —le prometió.

—En ese momento, yo os entregaré a Cellach —aseguró Constantin—. ¿Os importa que con mi hijo vayan algunos criados y un tutor?

—Serán bien recibidos —contestó Ragnar.

—Creo que hemos cerrado un buen trato —dijo Constantin; parecía satisfecho.

Eso fue lo que acordamos. Los escoceses se fueron por su lado. Desnudamos a los prisioneros, y Ragnar los mató de inmediato con su propia espada. Lenta y sigilosa, la niebla bajaba de las montañas, y nos dispusimos a partir a toda prisa. Dejamos los cadáveres decapitados de los escoceses en el lugar donde convergían los dos regatos, montamos en nuestros caballos y nos fuimos hacia el sur.

Ragnar cabalgaba con la tranquilidad que le procuraba saber que la frontera norte de su territorio se mantendría en paz mientras él guerreaba en Wessex. Había alcanzado un buen acuerdo, sin duda. Pero algo me decía que no podía fiarme del todo. Constantin me había caído bien, sí, pero su inteligencia penetrante y sutil auguraba que, llegado el caso, sería un adversario tan difícil como formidable. ¿Cómo se las había arreglado para celebrar aquel encuentro secreto con Ragnar? Estaba claro que propiciando la incursión que había desencadenado nuestra represalia para, más tarde, traicionar a los hombres a los que había dado la orden de llevar a cabo el saqueo. Era saga/ y era joven. Ese nombre habría de acompañarme durante mucho tiempo y, de haber sabido entonces lo que ahora sé, en aquel preciso instante, tanto al padre como al hijo, les habría rebanado el cuello.

Al menos mantuvo su palabra durante los siguientes doce meses.

* * *

La primavera tardó en llegar aquel año pero, en cuanto se dejó sentir, la tierra reverdeció. Nacieron los corderos, los días se hicieron más largos y templados, y los hombres empezaron a pensar en guerrear.

Los otros dos
jarls
más poderosos de Northumbria, Sigurd Thorrson y Cnut Ranulfson, se presentaron a un tiempo en Dunholm. Tras ellos, una retahíla de señores de menor rango, todos daneses, desde luego, y en condiciones de contribuir con no menos de cien hombres adiestrados para la guerra cada uno. Todos acudieron con unos cuantos guerreros, criados y esclavos, de forma que incluso los espaciosos aposentos de la fortaleza de Ragnar resultaron insuficientes, y hubo que acomodar a algunos de los jefes de menor importancia en la aldea que se alzaba en la cara sur de la ciudadela.

Tras pasar la jornada en deliberaciones, hubo banquetes e intercambio de presentes. Los
jarls
habían acudido a Dunholm con la idea de que queríamos reunir hombres para asaltar la fortaleza de Bebbanburg, pero Ragnar los sacó de su error desde el primer día.

—Os aseguro que si no nos andamos con ojo, Alfredo acabará por enterarse de que, en realidad, pensamos marchar sobre Wessex —les advirtió Ragnar—, porque algunos de vosotros se lo diréis a algunos de los vuestros que, a su vez, se lo contarán a otros y, en cuestión de días, Alfredo estará al cabo de la calle.

—Así que mantened la boca cerrada —rezongó Sigurd Thorrson.

El
jarl
Sigurd era un hombre alto y mal encarado, con una barba dividida en dos enormes trenzas que se enroscaba alrededor de su poderoso cuello. Sus propiedades se extendían desde el sur de Northumbria hasta el norte de Mercia, y se había curtido peleando con los guerreros de Mercia. Menos apabullante, su amigo, Cnut Ranulfson, era del mismo temple que Finan. Tenía fama de ser el mejor con la espada en toda Britania y, gracias a ella y a las huestes que, por su posición, podía mantener, se había apoderado de los territorios limítrofes con los de Sigurd. Aunque sólo tenía treinta años, sus cabellos eran tan blancos como la nieve, y tenía los ojos más claros que haya visto en mi vida, lo que, junto con el color de su pelo, le otorgaba una aureola espectral. De sonrisa pronta, disponía de un repertorio inagotable de chanzas.

—Una vez tuve una esclava sajona tan bonita como ésa —me dijo la primera vez que nos vimos, mientras no quitaba los ojos de una de las esclavas de Ragnar, que llevaba unas fuentes de madera a la estancia principal—, hasta que un día, bebiendo leche, se me murió —añadió apesadumbrado.

—¿Acaso estaba agria?

—No, es que la vaca se le cayó encima —concluyó Cnut, muerto de risa.

Con gesto grave, Cnut escuchó el vibrante discurso en el que Ragnar anunció que pensaba ponerse al frente de un ejército para invadir Wessex, explicando cómo los sajones del oeste habían ampliado los límites de su reino y cuáles eran las ambiciones que los guiaban en cuanto a Mercia, Anglia Oriental después, y Northumbria como colofón.

—El rey Alfredo gusta decir de sí mismo que es el rey de los Angelcynn; en mis tierras, se habla inglés, igual que en las vuestras. Si nos quedamos de brazos cruzados, los ingleses acabarán con nosotros.

—Ya, pero Alfredo se muere —intervino Cnut.

—Así es, pero sus aspiraciones le sobrevivirán —apuntó Ragnar—. Wessex sabe que su mejor defensa es el ataque, y de sobra sabéis que los sajones sueñan con ampliar sus fronteras hasta las lindes de los territorios ocupados por los escoceses.

—Ojalá esos cabrones los doblegasen —dijo alguien de forma desabrida.

—Si no hacemos nada —insistió Ragnar—, el día menos pensado Northumbria caerá en manos de Wessex.

Asistía a una discusión acerca del poder real que representaba Wessex y, aunque de eso estaba más al tanto que cualquiera de los allí reunidos, guardé silencio. Les dejé que siguieran hablando y se diesen cuenta de cómo eran las cosas en realidad hasta que, gracias a las explicaciones de Ragnar, comprendieron que Wessex era un reino preparado para guerrear. Los fortines, con las guarniciones del
fyrd,
eran sus baluartes defensivos, pero su fuerza para combatir residía en el cada vez más importante número de guerreros que podrían ponerse a las órdenes del estandarte real. Más cautos, entre los daneses, cada uno iba a lo suyo: nunca se habían organizado al estilo del Wessex de Alfredo. Cada
jarl
danés miraba por su territorio, y no estaba dispuesto a seguir las órdenes de un igual. Era posible unirlos, como Harald había hecho, pero al primer contratiempo las tropas se dispersarían en busca de incursiones menos arriesgadas.

—¿Así que habremos de tomar los fortines? —refunfuñó Sigurd, sin acabar de creérselo.

—Harald se apoderó de uno —dijo Ragnar.

—Tengo entendido que estaba a medio edificar —replicó Sigurd, volviendo la vista a mí, que asentí.

—Si queréis conquistar Wessex, antes tendremos que tomar los fortines —añadió Ragnar, con una sonrisa que pretendía transmitir tranquilidad—. Reunamos una gran flota y dirijámonos a la costa sur del reino. Tomaremos Exanceaster y, a continuación, marcharemos sobre Wintanceaster. Alfredo colegirá de ello que nos disponemos a atacar desde el norte, cuando en realidad iniciaremos la ofensiva por el sur.

—Sus barcos atisbarán la flota y sus guerreros nos estarán esperando —apuntó Cnut.

—Los guerreros sajones estarán entretenidos peleando con mis hombres —afirmó alguien desde el fondo de la estancia—, así que sólo tendréis que enfrentaros con las tropas de Alfredo.

Quien así hablaba se encontraba en el umbral de la puerta; el sol brillaba con tanta intensidad que ninguno pudimos distinguirlo con claridad.

—Tengo pensado atacar Mercia —anunció el hombre con voz firme y segura—. Las tropas de Alfredo acudirán en defensa de ese territorio y, libre de ellas, Wessex caerá como fruta madura en vuestras manos —el hombre dio unos cuantos pasos adelante, seguido por una docena de guerreros con cotas de malla—. Mis respetos,
jarl
Ragnar, y a todos vosotros —añadió alzando la mano para saludar a los presentes.

Era Haesten. Aunque no había sido invitado a la reunión, allí estaba, sonriente y cubierto de relucientes cadenas de oro. Aunque el día estaba templado, llevaba una ostentosa capa de piel de nutria con unas singulares franjas de seda amarilla para que todos supieran lo rico que era. Tras su aparición, hubo un momento de confusión como si nadie supiera muy bien cómo tratarlo, si como amigo o como intruso, hasta que Ragnar se puso en pie de un salto y dio un abrazo al recién llegado.

Pasaré por alto las aburridas deliberaciones que mantuvieron durante los dos días siguientes. Los hombres reunidos en Dunholm capaces eran de reunir el mayor ejército danés que hubiera pisado Britania pero, al tanto como estaban de que Wessex había repelido todos los ataques anteriores, no acababan de decidirse. Ragnar tuvo que emplearse a fondo para convencerles de que las circunstancias no eran las mismas: Alfredo estaba enfermo; ya no era el caudillo joven y arrojado de años atrás; su hijo carecía de experiencia y, sin duda para complacerme, no pasó por alto que Uhtred de Bebbanburg había desertado de las filas sajonas. Cuando ya todo el mundo pareció estar de acuerdo en que era posible marchar sobre Wessex, comenzó la discusión sobre quién sería el rey de ese territorio. Aunque había supuesto que el debate sobre ese asunto tan espinoso no habría de concluir nunca, Sigurd y Cnut, en privado, habían llegado a un arreglo: Sigurd ocuparía el trono de Wessex y, cuando falleciese el enfermo, loco y melancólico Guthred, Cnut ostentaría la corona de Northumbria. Ragnar, por su parte, no tenía intención alguna de trasladarse al sur; tampoco yo. Y si bien Haesten había confiado en que le ofrecieran la corona de Wessex, se conformó con que le dejaran ser rey de Mercia.

La aparición de Haesten contribuyó en gran medida a que la idea de atacar Wessex no pareciese del todo descabellada. Ninguno de los reunidos se fiaba de él, pero pocos albergaban dudas en cuanto a sus intenciones de conquistar Mercia. Lo que iba buscando en realidad era que nuestras tropas se uniesen a las suyas, y no hubiera sido mala idea, porque unidos habríamos constituido un ejército imbatible, pero jamás nos habríamos puesto de acuerdo sobre quién habría de estar al frente del mismo. De modo que se acordó que, desde su fortaleza de Beamfleot, Haesten marcharía hacia el oeste con al menos dos mil hombres y, cuando las tropas de Wessex salieran a su encuentro, la flota de Northumbria atacaría la costa sur del reino. Todos los presentes juraron guardar el secreto acerca de tales planes, aunque tenía para mí que, a no mucho tardar, tan solemne juramento acabaría siendo un secreto a voces.

—Así que seré rey de Mercia —me comentó Haesten la última noche, durante un multitudinario banquete a la luz de la gran hoguera que, una vez más, iluminaba la estancia principal.

—Sólo si conseguís mantener alejados a los sajones durante el tiempo que sea necesario —le advertí, consejo que acogió con gesto displicente como si fuera cosa hecha—. Tomad un fortín de Mercia y obligadles a que os pongan sitio —ésa fue mi recomendación.

Mordió un muslo de ganso, mientras la grasa le resbalaba por la barba.

—¿Quién estará al frente de los sajones?

—Eduardo, lo más seguro, asesorado por Etelredo y Steapa.

—Que no son como vos precisamente, amigo mío —replicó, hundiéndome el hueso del ave en el antebrazo.

—Mis hijos están en Mercia —gruñí—. Cercioraos de que salgan con bien.

Haesten reparó en el tono grave que había empleado.

—Os lo juro por mi vida: vuestros hijos estarán a salvo —dijo apretándome el brazo como si quisiera tranquilizarme para, a continuación, preguntarme señalando a Cellach con el hueso—. ¿Quién es ese chaval?

—Un rehén escocés —repuse.

Hacía una semana que, rodeado de un pequeño séquito, Cellach había llegado a Dunholm: dos soldados velaban por él; dos criados lo vestían y le servían la comida; un cura corcovado miraba por su educación. El chico me gustaba: era un chaval fuerte, que había aceptado el destierro con valentía. Ya había hecho amigos entre los rapaces de la fortaleza y, siempre que podía, se saltaba las clases del jorobado y se dedicaba a hacer diabluras por las murallas o a corretear por las peñas de la abrupta pendiente sobre la que se alzaba Dunholm.

—Ningún problema por parte de los escoceses, pues —comentó Haesten.

—Si se les ocurre ponerse a mear a este lado de la marca fronteriza, adiós al chaval.

Haesten sonrió.

—Así que yo seré rey de Mercia, Sigurd estará al frente de Wessex y Cnut se hará cargo de Northumbria. Pero, ¿y vos?

Le serví hidromiel y reflexioné un momento mientras contemplaba a un hombre que hacía malabarismos con unas antorchas.

—Me apoderaré de la plata de Wessex y recuperaré Bebbanburg —repuse.

—¿No queréis ser rey de ningún sitio? —me preguntó, como si no acabara de creérselo.

—Quiero recuperar Bebbanburg; nada me hará cambiar de idea —contesté—. Me traeré a mis hijos, los veré crecer y nunca me iré de allí.

Haesten no dijo nada. Pensé que, en realidad, ni me había escuchado. Como en trance, sólo tenía ojos para Skade. Aun ataviada con la túnica gris que llevaban todas las criadas, su belleza resplandecía como una luminaria en la oscuridad. Creo que, si en ese momento, le hubiera arrebatado las cadenas de oro que llevaba al cuello, ni siquiera se habría dado cuenta. No podía apartar la vista de ella, y Skade, al sentir su mirada, se volvió, y sus ojos se encontraron.

—Bebbanburg; nada me hará cambiar de idea —repetí.

—Sí, ya os he oído —repuso distraído, sin apartar la vista de Skade. En la bulliciosa estancia, los demás dejamos de existir para ellos. Sentada al otro extremo de la mesa de respeto, Brida había advertido el intercambio de miradas y, con una ceja levantada, se volvió hacia mí. Me encogí de hombros.

Aquella noche, Brida se sentía feliz. Gracias al ascendiente que tenía sobre Ragnar, había perfilado el futuro de Inglaterra: sus ambiciones, sus miras, que pasaban por arrasar Wessex y acabar con el poder de aquellos curas que, con sus intrigas, difundían su evangelio, le habían abierto los ojos a su marido. Todos pensábamos que, al cabo de un año, el único rey cristiano de Inglaterra sería Eohric, de Anglia Oriental, que no tardaría en cambiar sus creencias en cuanto viese cómo habían cambiado las tornas. Pues ya no sería Inglaterra, sino Dinaterra. Todo parecía tan sencillo, tan fácil, tan al alcance de la mano que, en aquella noche de risotadas y cadencias de arpa, de cerveza y camaradería, ninguno de nosotros podía imaginar que algo saliera mal. Mercia era un territorio que languidecía, Wessex no parecía tan imbatible, y nosotros éramos los daneses, los tan temidos guerreros llegados del norte.

Other books

Wasted by Brian O'Connell
The Universe Within by Neil Turok
Dangerously Hers by A.M. Griffin
Mistress for Hire by Letty James
El protocolo Overlord by Mark Walden
Lessons Learned by Sydney Logan
The Omegas by Annie Nicholas
The Girl Death Left Behind by McDaniel, Lurlene