—¡Ahí la tenéis! —dijo Sihtric, poniéndome a
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en la mano.
Tanto él como Cerdic iban a pie. Desde lo alto de la silla de su montura, un danés que se las prometía muy felices nos embistió con una lanza de asta gruesa pero, con su escudo astillado, Cerdic consiguió parar el golpe. Con
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le acerté al jinete en un muslo con una estocada desvaída, de forma que el otro, lanza en ristre, la estampó contra mi escudo. Los daneses, que parecían estar seguros de que suya era la victoria, no cejaban en su empeño, y no dejábamos de oír los tajos que descerrajaban contra la madera de tilo.
—¡Matad los caballos! —grité, aunque mi voz más sonó como un graznido.
Por la derecha, llegaron algunos de los hombres de Weohstan y cargaron contra los daneses; vi un sajón que se retorcía en la silla de montar mientras, colgando de un trozo de hueso o de un tendón, la mano con que empuñaba la lanza pendía de un brazo ensangrentado.
—Jesús, Jesús! —exclamó alguien; era el padre Pyrlig, que se había llegado a nuestro lado. El cura galés iba a pie, con su abultada barriga bajo la cota de malla, portando una lanza como el tronco de un árbol pequeño. No llevaba escudo, así que manejaba el arma a dos manos, con la punta dirigida siempre hacia los caballos de nuestros adversarios para mantenerlos a distancia.
—¡Gracias! —les dije a Cerdic y a Sihtric.
—Deberíamos retirarnos, mi señor —propuso Cerdic.
—¿Dónde está Finan?
—¡Atrás! —gritó Cerdic que, sin más miramientos, tiró de mi hombro izquierdo y me apartó de los daneses.
Con la ayuda de muchos de los míos y de los hombres de Ælfwold, Finan peleaba a nuestras espaldas, blandiendo un hacha contra los que ocupaban el lado sur del altozano.
—¡Ojalá tuviera un caballo! —rezongué.
—¡Menudo embrollo! —exclamó Pyrlig.
Casi me eché a reír al escuchar la delicada expresión que había empleado.
Más que un embrollo era una hecatombe. Había llevado a los míos al pie de la colina y, tras haber resistido nuestro ataque, los daneses nos tenían rodeados. Había daneses por el este, por el norte y por el sur, que trataban de empujarnos hasta el altozano y echarnos a rodar por la escarpada ladera, donde nuestros cuerpos no serían sino un manchón de sangre a la luz del sol de la mañana. Al menos cien de mis sajones habían perdido sus monturas; a la desesperada, nos pusimos en círculo y tratamos de formar un muro de escudos. Aunque muchos sajones, que no todos, lucían una cruz en el escudo, había muchos muertos, algunos a manos de sus propios compañeros porque, en semejante barullo, no era fácil distinguir entre uno y otro bandos. Había muchos cadáveres de daneses también, pero los que seguían con vida nos superaban con creces. Tenían rodeado mi pequeño muro de escudos, mientras sus jinetes acosaban a los sajones que aún iban a caballo obligándoles a internarse en los bosques.
Ælfwold había perdido su caballo de guerra, y sus hombres le urgieron a unirse a nosotros.
—¡Cabrón, maldito traidor! —me espetó.
Debía de pensar que, de forma intencionada, había conducido a sus hombres a una trampa, pero sólo a mi insensata temeridad, que no traición, cabía achacar tal desastre. El de Mercia levantó el escudo como los demás mientras nos llovían mandobles por todas partes. Hundí mi espada en el pecho de un caballo, la retorcí y arremetí de nuevo. Con una tremenda embestida de su pesada lanza, Pyrlig medio levantó en volandas de la silla a un jinete danés. Pero Ælfwold estaba tendido en el suelo; con el yelmo partido en dos, la sangre y los sesos desparramados por la cara. Mantuvo, con todo, la entereza de lanzarme una mirada cargada de reproches, antes de que, con un estremecimiento, se echase a temblar. Tuve que apartar los ojos de él para hacer frente a otro danés cuya montura había tropezado con un cadáver. Luego, los enemigos se retiraron un momento y se prepararon para atacarnos de nuevo.
—¡Señor Jesús! —acertó a decir Ælfwold, antes de que las palabras se le atragantaran en la garganta y se quedara callado para siempre.
Con los escudos astillados y ensangrentados, nuestro muro de escudos parecía aún más mermado. Los daneses se mofaban de nosotros, nos lanzaban toda clase de improperios, nos auguraban una muerte espantosa. Los hombres se arrejuntaron aún más. Tenía que haberles dado ánimos, pero no supe qué decirles. Por culpa de mi temeridad, se encontraban en aquella situación. Me había lanzado al ataque sin pararme a pensar en los enemigos con que me iba a encontrar. Recuerdo que pensé que, en justicia, merecía la muerte, y que me iría a la otra vida con la tranquilidad de haber arrastrado a tantos y tan valerosos hombres conmigo.
Lo único que podía hacer era morir en condiciones, así que aparté el escudo que empuñaba Sihtric y, solo, me presenté ante el enemigo. Un hombre aceptó el desafío y al galope se lanzó contra mí. No podía verle la cara, porque el sol de la mañana brillaba a sus espaldas y me cegaba, pero embestí con
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contra la boca de su caballo y levanté el escudo por encima de la cabeza para frenar su estocada. El caballo retrocedió y arremetí contra su panza y fallé, cuando reparé en un hombre que blandía un hacha por mi izquierda; me aparté y resbalé en una maraña de tripas que salían de un cadáver eviscerado de un hachazo. Al verme con una rodilla en el suelo, mis hombres acudieron en mi ayuda. El caballo se vino al suelo; puesto en pie de nuevo, arremetí con furor contra el jinete; sabía que le alcanzaba en alguna parte de su cuerpo, pero como el sol me cegaba, no podría decir dónde. A mi derecha, con una lanza clavada en el pecho, un caballo de guerra echaba sangre por la boca. Aunque no recuerdo qué, sé que estaba gritando, cuando por mi izquierda apareció un grupo de jinetes. Los recién llegados proferían gritos de guerra.
Hay que aceptar la muerte con coraje, con bravura. ¿Qué otra cosa, si no, le queda al hombre? Apartándome del caballo, arremetí de nuevo, cuando una espada vino a estrellarse contra la parte superior de mi escudo, partiendo en dos el reborde de hierro y arrancando una astilla que se me clavó en un ojo. Empuñé la espada de nuevo y sentí cómo
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chocaba en hueso tras desgarrar el muslo del jinete. El hombre perdió el equilibrio; aproveché para sacarme la astilla en el momento en que su espada se abatía sobre mi yelmo, donde rebotó y fue a darme en el hombro. La cota de malla atenuó el golpe, que ya había perdido empuje porque el padre Pyrlig le había clavado la lanza en un costado a mi adversario, al tiempo que me arrastraba de vuelta al muro de escudos.
—¡Gracias a Dios! —decía una y otra vez.
Guiados por el estandarte del dragón de Wessex, los recién llegados eran soldados sajones. Al frente de ellos Steapa, que valía por diez guerreros. Aparecieron por el norte, y empezaron a hacer de las suyas entre las filas danesas.
—¡Un caballo! —grité. Alguien me trajo una buena montura. Pyrlig sujetó al inquieto animal mientras lo montaba. Calcé mis botas en unos estribos a los que no estaban acostumbradas, y grité a aquéllos de los míos que se habían quedado sin caballería que se hiciesen con una. Muchos de los animales estaban muertos, pero aún quedaban bastantes que vagaban solitarios y sin rumbo en medio de aquella carnicería.
Un tremendo estruendo nos anunció que la techumbre en llamas de la mansión se había venido abajo. De una en una fueron cayendo las vigas en llamas que, al chocar contra el suelo, arrojaban nuevas nubes de chispas al aire ennegrecido por el humo. Piqué espuelas hasta la antigua columna votiva, me encaramé en la silla, toqué el extremo superior de la piedra, y elevé una plegaria a Thor. Una lanza traspasaba el agujero horadado en la columna; enfundé a
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me hice con aquel venablo de asta alargada. Tenía la punta ensangrentada. El lancero, un danés, yacía muerto junto a la columna de piedra. Un caballo le había pateado y destrozado la cara, dejándole con un ojo colgando del borde del yelmo. Empuñé el asta de fresno, y espoleé mi montura hacia el lugar donde continuaba la refriega. La llegada de Steapa y los suyos había pillado desprevenidos a los daneses, que dieron media vuelta y, al galope, decidieron regresar al fortín. Steapa fue tras ellos. Traté de alcanzarlo, pero desapareció entre los árboles. Los guerreros sajones también salieron en su persecución. Caballos y hombres a la fuga se convirtieron en los pobladores de aquellos tupidos bosques. Finan se las compuso para dar conmigo y juntos cabalgamos, agachando la cabeza al pasar bajo las ramas. Un danés herido, que iba corriendo, se llevó un buen susto al vernos llegar y se puso de rodillas. Pasamos de largo.
—¡Señor Jesús! —gritó Finan—. ¡Por un momento pensé que no saldríamos de ésta!
—¡Y yo!
—¿Cómo supisteis que iban a aparecer los hombres de Steapa? —me preguntó, antes de ponerse al galope para dar caza a un danés que huía espoleando su caballo como un loco.
—¡No lo sabía! —respondí a voces, aunque Finan estaba tan atento a su presa que dudo que me escuchase.
Enarbolé la lanza y la apunté a los riñones del danés. El verdín que levantaban los cascos del caballo del adversario me dio en la cara; arrojé la lanza y Finan lo remató con la espada; el danés cayó al suelo. Nosotros seguimos adelante.
—Ælfwold ha muerto! —dijo Finan.
—¡Lo sé! ¡Murió creyendo que lo había traicionado!
—¡Vaya! ¡A eso lo llamo yo pensar con el culo! ¿Dónde se han metido esos cabrones?
Los daneses se dirigían hacia el fuerte y, en su persecución, nos habíamos desviado ligeramente hacia el este. Recuerdo el verde resplandor de las hojas a la luz de sol, recuerdo haber pisoteado la madriguera de un tejón, recuerdo el retumbar de cascos en el verdín, el goce de sentirme con vida tras haber visto la muerte tan de cerca y que llegamos al lindero del bosque.
Donde no acababa la confusión.
Ante nosotros, un enorme prado verde donde solían pacer ovejas y cabras que descendía hasta un collado antes de remontar abruptamente hasta la puerta del antiguo fuerte en lo alto de la colina. Los daneses se dirigían al fortín, buscando el abrigo del foso y las murallas que lo rodeaban, mezclados con hombres de Steapa que, a caballo, los acosaban y los azuzaban.
—¡Vamos allá! —me gritó Finan, picando espuelas.
Vio la oportunidad que se nos brindaba mejor que yo, que lo primero que pensé fue en decirle que se quedara donde estaba y abortar la caótica carga de Steapa. Pero, una vez más, me dejé llevar por la temeridad. Balbucí cualquier estupidez y piqué espuelas tras los pasos de Finan.
Había perdido la noción del tiempo. No sabría decir con exactitud cuánto había durado la pelea al pie de la colina, pero recuerdo que el sol ya brillaba en lo alto, que el Temes rielaba bajo sus rayos, que teñían de un verde deslumbrante los pastos de aquel collado. Cada vez eran más los jinetes que dejaban atrás los bosques y se dirigían al fortín. El caballo de labor que montaba jadeaba y un sudor blanco le cubría las ijadas, pero seguí espoleándolo a medida que nos acercábamos a aquella turbamulta de perseguidores y perseguidos. Antes que yo, Finan se había dado cuenta de que, para cuando los daneses se decidiesen a cerrar las puertas, a lo peor ya era demasiado tarde. Pensó, y con razón, que estaban tan aterrorizados que ni siquiera se les ocurriría pensar en tal menudencia. Con tal de que los suyos cruzasen el foso y pasasen bajo el arco de madera mantendrían las puertas abiertas el tiempo que hiciera falta. Pero eran tantos los hombres de Steapa que se mezclaban con los daneses que algunos conseguirían entrar en el recinto y, si muchos de los nuestros se colaban tras sus muros, podríamos tomar el fuerte.
Más tarde, al cabo del tiempo, los poetas cantaron los hechos de aquel día, que si Steapa y yo, al alimón, habíamos atacado la antigua mansión de Thunresleam; que si, aterrorizados, los daneses se habían dado a la fuga; que si tomamos el fortín cuando nuestros enemigos aún se lamían las heridas de la derrota que les habíamos infligido… Las cosas no ocurrieron como ellos las cuentan, naturalmente, no en vano son poetas, que no guerreros. Lo cierto es que, aquel día, Steapa me libró de un desastre seguro, y que nadie atacó el fortín porque ni falta que hizo. Sólo cuando los primeros hombres de Steapa cruzaron el portón y estuvieron dentro de la fortaleza, los daneses cayeron en la cuenta de que con los suyos también había entrado el enemigo, y dio comienzo otra lucha sin cuartel. Steapa ordenó a los suyos que dejasen las cabalgaduras y formasen un muro de escudos en la puerta, un muro de dos caras, que mirase tanto hacia el interior de la ciudadela como hacia el soleado repecho que subía hasta allí, de forma que los daneses que se hubieran quedado fuera no pudieran desbaratarlo y no les quedara otra que huir. Y eso fue lo que hicieron, picar espuelas por la escarpada pendiente que daba al oeste y cabalgar a todo galope hasta el nuevo fortín. No tuvimos más que echar pie a tierra y cruzar la puerta para unirnos al cada vez más nutrido muro de escudos que había formado Steapa en el interior de la vieja fortaleza.
Entonces vi a Skade. Nunca llegué a saber si había sido ella quien estaba al frente de los jinetes que habían incendiado la antigua mansión de Thunresleam, pero sí era ella quien estaba al mando de los hombres del viejo fuerte y los alentaba a plantarnos cara. Pero los superábamos en número. Aparte de los jinetes que seguían llegando, siguiendo las órdenes de Steapa, no menos de cuatrocientos sajones formaron el muro de escudos, todos agrupados bajo el orgulloso estandarte de Wessex, el dragón bordado salpicado de sangre, mientras Skade no dejaba de increparnos, a caballo, con cota de malla, sin casco, su larga melena negra ondeando al viento y empuñando una espada. Espoleó su montura y se abalanzó contra el muro de escudos, aunque puso buen cuidado en sortear las largas lanzas que asomaban entre los escudos redondos que se solapaban.
Weohstan llegó al frente de más jinetes, los llevó hasta el flanco derecho del muro de escudos y dio orden de atacar. A su vez, Steapa ordenó a voces que el muro de escudos se pusiera en marcha y comenzamos a ascender la suave pendiente que llevaba a las grandes construcciones que coronaban la colina. Delante de nosotros, los hombres de Weohstan marchaban velozmente. Al darse cuenta de la suerte que les esperaba, los daneses emprendieron la huida.
Así fue como tomamos el viejo fuerte. El enemigo huyó ladera abajo. Un hombre llevaba la brida del caballo que montaba Skade que, vuelta de espaldas, no nos quitaba ojo. No fuimos tras ellos. Estábamos cansados, cubiertos de sangre, magullados, heridos y desconcertados. Por otra parte, un muro de escudos formado por daneses guardaba el puente que llevaba al nuevo fortín. No todos los fugitivos se fueron hacia el puente, sin embargo; algunos obligaron a sus monturas a meterse en el agua y cruzaron la estrecha ensenada hasta llegar a Caninga.