La tierra en llamas (52 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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—Dice que hemos de ir a la parte de atrás de la choza —dijo el cura.

—¿Entendéis lo que dicen?

—Bastante bien, mi señor.

Dije a los que venían conmigo que no se moviesen del sendero, atamos nuestras caballerías a un ojaranzo y seguimos a la diminuta pareja a través de unos espesos juncales donde, medio oculto entre las cañas, encontré lo que iba buscando, un colmenar donde revoloteaban enjambres de abejas, tan atareadas al parecer en aquel día templado que, sin prestarnos atención, entraban y salían sin parar de unas colmenas en forma de cono que parecían hechas de barro.

—Dice que entiende el lenguaje de las abejas, y que puede hablar con ellas, mi señor —me aclaró Heahberht.

Unos cuantos insectos se paseaban por los brazos desnudos de Brun; el enano les susurraba algo.

—¿Qué le están contando? —pregunté.

—Le hablan de cómo anda el mundo, mi señor, y él les dice que lo siente.

—¿Por cómo va el mundo?

—Porque para conseguir la miel con la que prepara el hidromiel, mi señor, debe romper las colmenas, y las abejas se mueren. Dice que las entierra y que reza sobre sus tumbas.

Como una madre con sus pequeños, Brun les canturreaba algo.

—Sólo había visto colmenas de paja —comenté—; a lo mejor, por eso no hay que romperlas y no hace falta matar a las abejas.

Brun debió de entender lo que acababa de decir, porque se volvió furibundo y dijo algo muy deprisa.

—No le gustan esa clase de colmenas, mi señor —tradujo Heahberht, refiriéndose a las de paja—. Él sigue haciéndolas como antaño, de ramitas de avellano trenzadas y estiércol de vaca. Dice que la miel es más dulce.

—Dile lo que vengo buscando, y que le pagaré bien.

Cerramos el trato, y regresé al viejo fuerte en lo alto de la colina pensando que aún tenía una posibilidad, tan sólo una, porque así lo habían pronosticado las abejas.

* * *

Aquella noche y las dos que la siguieron, envié hombres colina abajo hasta el nuevo fortín. Tras abandonar el viejo fuerte una vez que había oscurecido, las dos primeras noches fui con ellos. Los hombres llevaban las velas, que habíamos cortado en dos, cosiéndolas como pudimos a un par de vergas cada una, de forma que disponíamos de seis amplias escalas. Cuando atacásemos de verdad, tendríamos que llevarlas hasta la ensenada, desenrollarlas y desplegarlas en la orilla opuesta; a continuación, los hombres treparían por el enrejado de cuerdas llevando las escalas de verdad, las que habrían de colgar de las murallas.

Durante aquellas tres noches, sólo llevamos a cabo simulacros de ataque. Nos acercábamos al foso, dábamos gritos, y nuestros arqueros, un centenar más o menos, disparaban flechas contra los daneses que, a su vez, arrojaban flechas y lanzas que iban a empotrarse en el lodo. Los defensores lanzaban antorchas encendidas que iluminaban la noche y, cuando se aseguraban de que no tratábamos de cruzar el foso, escuchaba voces de mando que les ordenaban que dejasen de arrojar lanzas.

Descubrí que las murallas estaban bien defendidas. Haesten había dejado una nutrida guarnición, tan numerosa que algunos daneses, de sobra en el fuerte, vigilaban los enhiestos barcos varados en la ribera de Caninga.

La tercera noche, sin embargo, no los acompañé colina abajo. Fue Steapa quien se puso al frente del simulacro, mientras yo observaba la maniobra desde los altos muros del viejo fuerte. Al anochecer, mis hombres acercaron una carreta que habíamos traído de Hocheleia, cargada con ocho colmenas. Brun nos había explicado que el crepúsculo era la mejor hora para precintar las colmenas y aquella tarde, al ponerse el sol, había clausurado los orificios de entrada con unos emplastes de barro mezclado con estiércol de vaca que, poco a poco, se iban solidificando. Pegué la oreja a una de las colmenas y escuché un extraño zumbido que más parecía una vibración.

—Mañana por la noche, ¿seguirán vivas? —se interesó Eduardo.

—Confío en que no sea así, porque mañana al amanecer iniciaremos el ataque —le dije.

—¡Mañana! —exclamó, incapaz de ocultar la sorpresa que se acababa de llevar, lo que me complació sobremanera. Con aquellos simulacros de asalto que llevábamos a cabo nada más caer la noche, quería que los daneses pensasen que intentaríamos el ataque en serio contra el fortín hacia esa hora. Sin embargo, había tomado la decisión de iniciarlo al amanecer del día siguiente. Confiaba, no obstante, en que, como Eduardo, Skade y los suyos también creyesen que pensaba atacar al caer la noche.

—Mañana por la mañana —le dije—, aunque saldremos de aquí esta misma noche, en plena oscuridad.

—¿Hoy por la noche? —preguntó Eduardo, todavía sorprendido.

—Esta noche, sí.

Se santiguó. Etelfleda, que aparte de Steapa, era la única persona a la que había confiado lo que me proponía, se acercó a mi lado y me pasó una mano alrededor del brazo. Eduardo pareció estremecerse al ver aquel gesto de afecto y, con una sonrisa forzada, dijo:

—Rezad por mí, hermana mía.

—Siempre lo hago —repuso Etelfleda.

Se le quedó mirando fijamente, él le devolvió la mirada un instante y, luego, volvió los ojos a mí. Comenzó a decir algo, pero estaba tan nervioso que las primeras palabras que salieron de su boca sonaron como un graznido, aunque se repuso enseguida.

—Veo que no tenéis pensado prestarme juramento de fidelidad, lord Uhtred —dijo.

—No, mi señor.

—Y que mi hermana sí lo tiene, ¿no es así?

Etelfleda me apretó el brazo con la mano.

—Ella cuenta con el juramento de mi lealtad, mi señor.

—En ese caso, no necesito vuestro juramento —añadió con una sonrisa.

Un gesto de generosidad por su parte, que yo agradecí con una reverencia.

—No necesitáis mi juramento, mi señor. Esta noche, sin embargo, vuestros hombres necesitan que les infundáis valor. Hablad con ellos, arengadlos.

No dormimos mucho aquella noche. Los hombres tenían que prepararse para la batalla. Era el momento de dar rienda suelta al miedo, el instante en que la imaginación hace que el enemigo se nos antoje más temible. Algunos de los hombres, pocos, muy pocos, huyeron del fuerte y corrieron a esconderse en los bosques. Los demás afilaban espadas y hachas. No les permití que avivaran las fogatas, porque no quería que los daneses notasen algo diferente aquella noche, de forma que casi a tientas tuvieron que amolar las armas. Se pertrecharon de botas, cotas de malla y yelmos. Contaban chistes malos. Algunos permanecían sentados con la cabeza gacha, pero todos prestaban atención a lo que les decía Eduardo, que fue acercándose a cada grupo. Recordé lo sosa que había sido la primera arenga que le escuché a su padre antes de la importante victoria de Ethandun. Eduardo no lo hizo mucho mejor, pero la seriedad con que hablaba les convenció, y escuché murmullos de aprobación cuando les prometía que él estaría en primera línea.

—Procurad que salga con vida —me dijo el padre Coenwulf, con severidad.

—Pensaba que no otro era el cometido de vuestro dios —repliqué.

—Si le pasa algo a Eduardo, su padre nunca os lo perdonará.

—Tiene otro hijo —dije, quitándole hierro al asunto.

—Eduardo es un hombre bueno, y será un buen rey —aseveró Coenwulf en mal tono.

Y era verdad. Hasta entonces, no se me había pasado por la cabeza, pero Eduardo empezaba a caerme bien. Tenía tanta fuerza de voluntad que sin duda pondría a prueba su bravura. Tenía miedo, claro, como todos, pero se lo guardaba para sí. Estaba decidido a demostrar que se merecía el título de heredero que llevaba, aun a costa y sin rebelarse contra la idea de ir al matadero. Sólo por eso, merecía mi respeto.

—Será un buen rey si está convencido de ello —le dije a Coenwulf—, pero antes tiene que convencerse por sí mismo.

El cura calló un momento, y asintió.

—Pero velad por él —me rogó.

—Tal es el encargo que le he hecho a Steapa. No creo que pueda estar en mejores manos —contesté.

Con una cota de malla herrumbrosa, una espada a la cintura y un hacha y un escudo a la espalda, el padre Pyrlig apareció delante de mí en mitad de la oscuridad.

—Los míos están dispuestos —me dijo. Le había puesto al frente de treinta hombres que tenían que llevar las colmenas colina abajo y cruzar el foso cargando con ellas.

Miré al este. Ni rastro de la luz del nuevo día por ese lado, pero ya se dejaba sentir la avanzada del alba. Acaricié el martillo de Thor que llevaba al cuello.

—En marcha —dije.

Al pie de la colina, los hombres de Steapa estaban armando una buena jarana para distraer a los daneses, mientras cientos de hombres abandonaban el viejo fuerte y, en aquella noche nubosa, bajaban la empinada pendiente. En primera fila, los hombres de Eduardo, cargando con las escalas. Vi los destellos de las antorchas al borde del foso y el brillo mortecino de las plumas de las flechas que volaban hacia la parte alta de las murallas. El aire olía a salitre y a marisma. Pensé en el beso de despedida que me había dado Etelfleda, en su inesperado e impetuoso abrazo, y el miedo se apoderó de mí. Parecía tan sencillo: cruzar un foso, afianzar las escalas en la estrecha lengua de barro que se extendía entre el foso y las murallas, subir por ellas y quién sabe si morir.

Avanzábamos en desorden. Cada guerrero bajaba por la colina como podía aunque, en voz baja, sus jefes les indicaban que se agrupasen en las ruinas calcinadas de la aldea, el único lugar donde podían permanecer ocultos. Estábamos lo bastante cerca como para oír los gritos de júbilo de los daneses al comprobar que los hombres de Steapa se retiraban. Ya casi se habían consumido las antorchas que habían lanzado para iluminar el foso. Confié en que, para entonces, los enemigos hubiesen bajado la guardia, y se hubiesen ido a la cama con sus mujeres, mientras nosotros acechábamos en la oscuridad, acariciando nuestras armas y nuestros amuletos, escuchando el murmullo del agua al bajar la marea. Weohstan estaba en los montecillos de arena que emergían al retirarse el agua. Con la esperanza de que algunos de los defensores tratasen de huir por allí, le había ordenado que desplegase a los suyos por la cara oeste del fortín.

Por el otro lado, hacia el este y a las órdenes de Finan, contaba con doscientos hombres para iniciar el ataque contra los dos barcos varados al final de la ensenada. Lamentaba no tener a Finan a mi lado durante la refriega, pero necesitaba a un guerrero de temple para frustrar la huida de los daneses, y no conocía a nadie tan arrojado y lúcido en combate como el irlandés.

Ni Weohstan ni Finan debían dejarse ver hasta el amanecer. Hasta ese momento, no teníamos que hacer ni un ruido. El viento del oeste nos traía una menuda y fría llovizna. Los curas rezaban. A unos cien pasos del lado más cercano del foso, los hombres de Osferth, con las velas enrolladas, permanecían agazapados entre los altos ortigales que rodeaban la aldea. Me quedé a la espera junto a ellos, a dos o tres pasos de Eduardo, quien, en silencio, apretaba con una mano la cruz de oro que llevaba al cuello. Steapa había dado con nosotros, y aguardaba junto al Heredero. Notaba el frío del yelmo en el cuello y las orejas, igual que el de la cota de malla.

Oí hablar a unos daneses. Solían enviar a algunos de los suyos a recoger las lanzas que arrojaban durante nuestros simulacros, y supuse que eso era lo que estaban haciendo a la luz mortecina de las antorchas casi apagadas. En ese momento, los distinguí, sombras espectrales en mitad de las tinieblas, y supe que estaba a punto de amanecer, cuando el resplandor blanquecino de la muerte se abrió paso a nuestras espaldas como una mancha que se extiende por encima del horizonte. Me volví a Eduardo y le dije:

—Ahora, mi señor.

Y el joven, dispuesto a entrar en batalla, se puso en pie. Tragó saliva durante un segundo, empuñó su larga espada y gritó:

—¡Por Dios y por Wessex! ¡Adelante!

Así empezó la batalla de Beamfleot.

C
APÍTULO
XV

Hay ocasiones en que todo es lo que parece hasta que, de improviso, se produce un cataclismo y cada detalle, hasta el más nimio, cobra una importancia singular, fragmentos de realidad que, si permanecen grabados en nuestra memoria es porque sabemos que pueden ser los últimos que percibamos en nuestra vida. Recuerdo el parpadeo de una estrella que, como la vela que se consume, emitía un fulgor entre las nubes que se alzaban por el oeste, el traqueteo de las flechas en la aljaba de madera de un arquero que corría, los destellos plateados del Temes hacia el sur, las plumas desvaídas de las flechas empotradas en la empalizada de madera del fortín, el tintineo estridente de los eslabones flojos de la cota de malla y el bamboleo de los bordes de la capa de Steapa corriendo a la derecha de Eduardo. Recuerdo un perro blanco y negro, con un cordel deshilachado al cuello, que corría a nuestro lado. Aun reconociendo que no es posible, tengo la sensación de que lo hacíamos en silencio: ochocientos hombres corriendo hacia el fortín cuando los primeros rayos plateados del sol asomaban por el horizonte.

—¡Arqueros, arqueros! ¡Atentos! —gritó Beornoth.

Unos pocos daneses andaban recogiendo lanzas. Con un montón de astas en los brazos, uno de ellos se nos quedó mirando sin dar crédito a lo que veían sus ojos hasta que, de repente, le entró miedo, dejó caer las armas que llevaba y echó a correr. En lo alto de las murallas, se oyó una trompa.

Habíamos dividido a los hombres en cuadrillas, cada una con un jefe y un propósito determinados. Beornoth estaba al frente de los arqueros que se agrupaban a nuestra izquierda, justo al pie de los lóbregos caballetes del puente que se asomaban al foso. Los arqueros tenían la misión de hostigar con sus flechas a los daneses que anduviesen en lo alto de las murallas, obligándoles a agacharse para esquivarlas en vez de plantarnos cara con lanzas, hachas y espadas. Osferth iba al mando de los cincuenta hombres que tenían que ocuparse de tender las escalas de lona al otro lado del foso; tras ellos, Egwin, un curtido guerrero sajón, con cien hombres, los encargados de afianzar las escalas al muro. Los demás no teníamos otro cometido que el de atacar. Tan pronto como los hombres que llevaban las escalas hubieran salvado el foso, las tropas de ataque tenían que seguir sus pasos, trepar por las escalas y fiarlo todo al dios al que se hubieran encomendado aquella noche. Había organizado, pues, nuestras fuerzas en escuadras, algo que Alfredo, tan amante de las listas y el orden, habría aprobado sin rechistar. Pero de sobra sabía yo cómo hasta los planes mejor trazados se vienen abajo cuando cobran cuerpo en la realidad.

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