La trompa mugía desafiante en el amanecer. Los defensores del fuerte empezaban a llegar a lo alto de la muralla. Con ayuda de una cuerda atada a uno de los pernos de la entrada del fortín, los hombres que habían estado recogiendo lanzas trepaban por el otro lado del foso; el último en subir tuvo la buena cabeza de cortarla antes de entrar en la fortaleza, y las hojas del portón se cerraron tras él. Nuestros arqueros no dejaban de lanzar flechas que, aparte del engorro de obligarles a empuñar sus escudos, de poco valían en mi opinión contra las cotas de malla y los yelmos de acero de los daneses. Los hombres de Osferth se precipitaron al foso. Grité a los que venían detrás que esperasen.
—¡Alto, hasta que yo diga!
Lo único que me faltaba era una barahúnda de guerreros en el fondo del foso bajo una granizada de lanzas que obstaculizasen la tarea de la cuadrilla de Osferth. Más valía que hiciesen bien su trabajo y dejasen paso a los soldados a las órdenes de Egwin.
Bajo la escasa capa de agua que lo cubría, el fondo del foso estaba erizado de estacas afiladas, que los hombres de Osferth arrancaron con facilidad del lecho de lodo. Desenrollaron las velas enrejadas y, ayudándose con las lanzas, reforzaron las vergas y las hundieron a conciencia en el lodo. Desde lo alto de la muralla les arrojaron una espuerta de carbones encendidos; un remolino de chispas acompañó su caída antes de que se apagasen al entrar en contacto con el húmedo lodazal del fondo. Nadie resultó herido; me imaginé que algún danés, muerto de miedo, habría volcado el capazo antes de tiempo. El perro ladraba al borde del foso.
—¡Escalas! —gritó Osferth, y los hombres de Egwin avanzaron, mientras los soldados a las órdenes del hijo bastardo de Alfredo arrojaban lanzas a lo alto del muro. Tras observar cómo los guerreros que cargaban con las escalas trepaban por el empinado foso, di una voz a los hombres, ya dispuestos para el ataque, para que me siguiesen hasta las escalas recién afianzadas.
Claro que las cosas no vinieron rodadas. Cuando trato de contarle a alguien cómo se desarrolla una batalla, mis descripciones siempre se quedan cortas, desvaídas. Tras la refriega, cuando el miedo ya ha quedado atrás, contamos anécdotas y, a golpe de retazos, nos hacemos una idea aproximada de cómo fueron las cosas. En el fragor del combate, empero, todo es confusión. Por supuesto que pasamos al otro lado del foso y que la red de cuerdas que tensaba las lonas cumplió su cometido, al menos durante un buen rato, y que afianzamos las escalas contra el muro del fortín enemigo. Pero me dejo tantas cosas en el tintero: los revolcones de los hombres que daban traspiés en el fondo del foso tras retirarse la marea, las pesadas lanzas que se nos venían encima, el color oscuro de la sangre en el agua negra, los gritos, la sensación de no saber qué estaba pasando, la angustia, el entrechocar de espadas que nos llegaba desde las almenas, el chasquido de las flechas que dan en el blanco, los gritos de hombres que no sabían qué ocurría a su alrededor, hombres temerosos de perder la vida, hombres que gritaban a los suyos para que les acercasen unas escalas o acarreasen una estaca más a lo alto de la pendiente del foso. Por si fuera poco, el cieno, tan espeso y pegajoso como cola de caballo. El lodo, traicionero y resbaladizo; hombres cubiertos de barro y de sangre que sé dejaban la vida en aquel cenagal y, de continuo, los insultos proferidos por los daneses desde arriba. Los alaridos de los moribundos: hombres que pedían ayuda, que llamaban a voces a sus madres, que lloraban con un pie en la tumba.
Al cabo, son las pequeñas cosas las que deciden la suerte de una batalla. Lo mismo da que asaltemos unas murallas con millares de hombres, que la mayoría fracasen en el intento, o se echen para atrás tras cruzar el foso, o antes en el agua, que sólo unos pocos, los más arrojados y temerarios, lograrán superar el miedo que los paraliza. Recuerdo haber visto a un hombre que cargaba con una escala; la afianzó contra el muro y subió por ella espada en mano mientras, en lo alto, un danés acechaba con su pesada lanza en ristre. Le di una voz, pero la lanza volaba ya hacia su objetivo y la punta le atravesó el yelmo; con un estremecimiento, el hombre cayó de espaldas, inesperada sangre en aquel amanecer, mientras un segundo guerrero lo quitaba de en medio y, dando gritos, subía por la misma escala y, con un hacha de asta larga, arremetía contra el lancero. En ese momento, cuando la luz del sol bañaba el nuevo día, todo era confusión. Había planificado a conciencia el ataque, pero ya nada quedaba de las cuadrillas que había pensado. Algunos de los hombres estaban de pie en mitad del foso, con el agua hasta la cintura, sin poder hacer nada, porque no éramos capaces de arrimar las escalas a la muralla. Aunque deslumbrados por la salida del sol, los daneses, con sus pesadas hachas de guerra, la emprendían con las escalas, y algunos peldaños, de leña todavía verde, no resistían los empellones. Aun así, algunos valientes trataban de encaramarse a la alta empalizada. Una de las velas que utilizábamos como escalas para salir del foso se vino abajo; algunos hombres trataron de ponerla en su sitio de nuevo, a pesar de las lanzas que les llovían por todas partes. Desde las murallas arrojaron más carbones encendidos que arrancaban destellos de espadas y yelmos, pero los nuestros se revolcaban por el barro y se los quitaban de encima. Mientras, más y más mandobles se estrellaban contra los escudos.
Recogí una de las escalas que se había venido al suelo, la coloqué de nuevo contra la muralla y subí por ella. No es fácil trepar por una escala, espada y escudo en mano; me eché el escudo a la espalda y traté de encaramarme a la muralla, sujetándome con la mano izquierda a los peldaños y empuñando a
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con la derecha, cuando un danés trató de hacerse con la espada por la hoja; di un tirón hacia atrás, perdí el equilibrio y fui a caer sobre un cadáver. En ese mismo instante, vi cómo Eduardo, con un yelmo con una diadema de oro y unas plumas de cisne, que lo hacían perfectamente reconocible, comenzaba a trepar por la misma escala, y cómo los daneses esperaban a que llegase a lo alto de la muralla para arrebatarle su espléndida armadura. En ese momento, Steapa dio una patada a la escala y el Heredero cayó de bruces al barro.
—¡Dios mío! —dijo Eduardo en voz baja, como si hubiese derramado leche o cerveza; no pude por menos de echarme a reír. El asta de un hacha me acertó en el yelmo. Me volví, recogí el arma y la lancé contra las caras que me observaban desde arriba, pero pasó de largo. El padre Coenwulf ayudaba a Eduardo a ponerse en pie.
—¡No deberíais estar aquí! —le dije a voces, pero el cura no me hizo caso. Era un hombre de arrestos, sin duda, pues no llevaba armadura ni armas. Steapa protegió a Eduardo con su enorme escudo de las lanzas que les arrojaban desde arriba. Profiriendo una maldición y blandiendo un crucifijo frente a los daneses que nos insultaban, el padre Coenwulf salió con bien de aquélla.
—¡Escalas, aquí! —se oyó una voz—. ¡Aquí, escalas! —era el padre Pyrlig que no dejaba de dar gritos. Se hizo con la colmena que le pasaba uno de los suyos y se volvió de cara a la muralla—: ¡Ahí os va un poco de miel! —bramó, y lanzó la colmena hacia lo alto.
Aunque el muro tendría algo más de tres varas de alto, tuvo fuerzas para lanzar la colmena sellada por encima de las almenas. Los daneses no podían saber si se trataba de una colmena, hasta es posible que la confundieran con un pedrusco, ni se imaginaban siquiera que un hombre pudiera lanzar tan alto una piedra de ese tamaño. Una espada trató de acertarle a la colmena, que fue a caer por detrás de la muralla.
—¡Otra! —gritó Pyrlig.
La primera de las colmenas debió de estrellarse contra el adarve y hacerse añicos.
Las colmenas estaban selladas. Brun había esperado al frescor del atardecer, cuando todas las abejas se hubieran recogido, antes de taponar los orificios de entrada con lodo y estiércol. El caparazón de la primera de las colmenas, una mezcla de estiércol de vaca seco y ramitas de avellano, se cascó como un huevo.
Y las abejas salieron.
Pyrlig lanzó la segunda colmena, y uno de los nuestros le alcanzó la tercera. Una de ellas no consiguió pasar por encima de la muralla y fue a parar al lodo en el que estábamos donde, por milagro, no se rompió. Otras dos quedaron flotando en el foso. Nunca llegué a saber qué pasó con las colmenas restantes, pero con las dos primeras fue suficiente.
Las abejas hicieron parte de nuestro trabajo. Millares y millares de abejas, irritadas y confusas, comenzaron a revolotear entre los defensores del fortín; de repente, comencé a escuchar gritos sobrecogedores de dolor: les picaban en las manos y en la cara, justo lo que nos hacía falta en aquel momento. Pyrlig no dejaba de gritar para que arrimasen las escalas. Eduardo colocó una con sus propias manos y trató de subir por ella, pero Steapa lo echó a un lado y se le adelantó. Yo trepé por otra.
No puedo dar cuenta de cómo tomamos el fuerte de Beamfleot. Sólo recuerdo la confusión reinante, la confusión y las picaduras de las abejas. Sé que Steapa llegó a lo alto de la escala y consiguió abrirse hueco blandiendo un hacha de guerra con tanta saña que casi me arrancó la cimera de la cabeza del lobo de mi yelmo; luego, lo vi en lo alto de la muralla, empuñando el hacha con mortífera precisión. Eduardo se situó a su lado. Las abejas revoloteaban a su alrededor.
—¡Dadle una voz a los vuestros para que os sigan! —le dije.
Me miró con ojos desencajados hasta que, por fin, me entendió.
—¡Por Wessex! —gritó desde lo alto del muro.
—¡Por Mercia! —grité yo, y los hombres no tardaron en unirse a nosotros.
Ni siquiera sentía las picaduras de las abejas, aunque más tarde tuve ocasión de comprobar que me habían picado no menos de una docena de veces. Pero nosotros nos esperábamos las picaduras, que a los daneses les pillaron por sorpresa. No obstante, reaccionaron con celeridad. Oí la voz de una mujer que, a gritos, les ordenaba que acabasen con nosotros, y supe que Skade andaba cerca. Un grupo de daneses avanzó hacia nosotros por el adarve; pertrechado de escudo y espada, cargué contra ellos; detuve un hachazo con el escudo y acerté con
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a uno de ellos en la rodilla; Cerdic venía conmigo, Steapa se mantenía a mi izquierda; los tres gritábamos como posesos mientras nos abríamos paso por el adarve de madera que coronaba la muralla. Una lanza me acertó en el yelmo y me lo ladeó. El sol todavía brillaba por debajo de las nubes esparciendo su alargado y cegador fulgor, mientras sus rayos se reflejaban en las hojas de las espadas, en los filos de las hachas, en las puntas de las lanzas; escudo en mano, arremetía contra los daneses, repartiendo tajos con
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hasta más allá de sus destellos; Steapa profería alaridos y, con su descomunal fuerza, apartaba a los defensores, y todo eran avispas a nuestro alrededor. Un danés trató de acabar conmigo de un hachazo que aguanté con el escudo; recuerdo su boca desencajada, los raigones amarillentos de sus dientes, las abejas posándose en su lengua. Eduardo, que venía detrás de mí, acabó con él de una estocada en la boca; el chorro de sangre que brotó se llevó los insectos. Alguien había conseguido hacerse con el estandarte del dragón de Wessex y lo agitaba desde lo alto del baluarte conquistado. Los hombres prorrumpieron en vítores, mientras cruzaban el foso y se encaramaban a las escalas que aún quedaban en pie.
En lo alto de la muralla, traté de abrirme paso hacia la izquierda. Steapa, que cazó al vuelo lo que iba buscando, apartó de nuestro camino a cuantos enemigos le salían al paso para despejar el camino hacia el amplio adarve que coronaba la puerta. Una vez allí, formamos un muro de escudos y plantamos cara a los daneses mientras, hacha en mano, Pyrlig y los suyos arremetían contra el portón.
Aunque ahora mismo no sea capaz de recordar qué les decía, estoy seguro de que debí de gritarles barbaridades sin cuento a los daneses, aunque nada fuera de los insultos habituales. Los daneses contraatacaron con desmesurado ímpetu, pero nuestros mejores guerreros ya estaban en lo alto de la muralla y seguían llegando más, tantos que algunos saltaron al interior del fortín y comenzaron a pelear al pie del recinto. Uno de los hombres dio una patada a los pedazos de una de las colmenas que habíamos arrojado que aún quedaban por el suelo y salieron más abejas. Para entonces, ya estaba en lo alto del portón, agazapado tras los cadáveres de los daneses que habían tratado de echarnos de allí. Pero seguían llegando. Sus armas más temibles eran las macizas lanzas con que nos hostigaban por encima de la barrera de cuerpos, pero nuestros escudos resistieron.
—¡Tenemos que bajar a la puerta! —grité a Steapa.
Osferth oyó lo que estaba diciendo. Durante la defensa de Lundene, había saltado desde lo alto de la puerta de la ciudad; lo mismo hizo en aquel momento. En el interior del fuerte había más sajones, pero los daneses los superaban en número con creces y caían como moscas. A Osferth le dio igual; saltó al suelo justo por la parte de dentro del portalón. Se quedó un momento en cuclillas, se puso en pie y comenzó a gritar:
—¡Por Alfredo, por Alfredo, por Alfredo!
Se me antojó extraño oír aquel grito de guerra en boca de alguien como Osferth, que tan poco aprecio tenía a su padre natural. Pero el caso es que funcionó, y otros sajones saltaron desde la muralla para unirse a Osferth que, en aquel momento, esquivaba a dos daneses con su escudo al tiempo que, espada en mano, arremetía contra otros dos.
—¡Por Alfredo! —gritó otro, y vi cómo Eduardo, dando un alarido, saltaba desde la muralla y se unía a su hermanastro.
—¡Por Alfredo!
—¡Proteged al Heredero! —ordené a voces.
Steapa, que de sobra sabía que su primera obligación pasaba por proteger la vida de Eduardo, saltó también. Yo me quedé con Cerdic en la muralla. Teníamos que impedir que los daneses se apoderasen de nuevo del trozo de lienzo donde apoyábamos nuestras escalas. Tenía el escudo cosido a puyazos de lanza. La madera de tilo se astillaba, pero los cadáveres que se amontonaban a nuestros pies se alzaban como una barrera, y más de un danés tropezó con ellos para acabar sumándose a la pila de muertos. Pero seguían llegando. Un hombre empezó a apartar los cuerpos, arrojándolos al interior del fortín. Le acerté con
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en el costado. Otro danés trató de alancearme. Detuve el golpe con el escudo, y lancé una estocada contra aquel rostro gesticulante embutido en un yelmo de reluciente acero; el hombre la esquivó. Observé cómo miraba al interior del fuerte y me di cuenta de que estaba pensando en saltar para atacar a los nuestros; di un brinco por encima de un cadáver y logré clavarle la espada por debajo del escudo, girándola al darme cuenta de que le rasgaba la parte superior del muslo; me dio un empellón con el escudo, pero Cerdic, que estaba a mi lado, de un hachazo le destrozó el hombro. Con las dos lanzas que llevaba clavadas en la madera, mi escudo resultaba muy pesado. Traté de arrancarlas, pero retrocedí cuando un gigantesco danés, lanzando maldiciones, cargó contra con mí blandiendo un hacha por encima de mi cabeza. Se estampó contra mi escudo, con tan buena suerte que me libró de las dos lanzas, y Sihtric descargó el hacha sobre su yelmo partiéndolo en dos. Recuerdo la sangre que goteaba por el reborde de mi escudo cuando me aparté del moribundo. Entre estremecimientos, el danés se moría. Embestí con
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pasando por encima de él y oí el chirrido de la hoja al chocar contra el escudo de otro danés. A mis pies, escuchaba los gritos de los nuestros, que iban a más.