La tierra en llamas (51 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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—Pero el caso es que es una mujer casada… —comenzó a decir el padre Coenwulf.

—¡Basta ya! ¡Cerrad el pico de una puta vez! —repliqué enojado—. Vuestro rey recurrió a su hija para que yo regresase al sur, y aquí me tenéis, y aquí seguiré mientras Etelfleda me necesite. Pero ni por un momento penséis que estoy aquí por vos, por vuestro dios o por vuestro rey. Cualesquiera que sean vuestros planes en cuanto a Etelfleda, procurad no dejarme fuera de ellos.

Eduardo estaba tan apurado que no se atrevía ni a mirarme a los ojos. El cura Coenwulf, aún furioso, no abrió la boca. Osferth me obsequió con una sonrisa. El padre Heahberht, que había escuchado la conversación con cara de pasmo, recuperó su tímida voz y nos advirtió:

—El caserío esta por ahí, mis señores —dijo, al tiempo que tomábamos un sendero surcado de rodadas de carretas, desde donde contemplé una techumbre de paja que se alzaba entre unos frondosos olmos. Me adelanté a Eduardo, y reparé en que la casa de Thorstein estaba situada en lo alto de un collado que miraba al río. Más allá, una aldea, un puñado de chozas pequeñas que se extendían a la orilla del río, donde humeaba un buen número de fogatas.

—¿Es un secadero de arenques? —pregunté al cura.

—También sacan sal, mi señor.

—¿Cuentan con una empalizada defensiva?

—Así es, mi señor.

En efecto, había una cerca que nadie vigilaba, con las puertas abiertas de par en par. Los guerreros de Thorstein se habían sumado a las tropas de Haesten y, para defender sus tierras y su familia, sólo había dejado a unos cuantos viejos, hombres que de sobra sabían que más valía transigir que enzarzarse en una refriega. Un criado salió a nuestro encuentro con un cuenco de agua. La esposa de Thorstein, una mujer de pelo cano, se nos quedó mirando desde el umbral de la casona. Cuando le devolví la mirada, se refugió en el oscuro caserón y cerró de un portazo.

La cerca rodeaba un recinto en el que, aparte de la casona del amo, se veían tres graneros, un establo y un par de gradas de madera de olmo, donde se encontraban los dos barcos que había dicho Heahberht, fuera del agua. Eran cargueros, con remaches más claros en sus abultadas bodegas allí donde los carpinteros se afanaban en clavar hiladas nuevas de madera de roble.

—¿Acaso vuestro amo es armador? —pregunté al criado.

—Siempre se han construido barcos en este lugar, mi señor —repuso el sirviente, dando a entender que Thorstein se había apoderado del astillero de un sajón.

Me volví a Osferth y le ordené:

—Que nadie moleste a las mujeres, y mirad de encontrar un carromato y unos caballos de tiro —y casi al tiempo que le decía al criado—: Traednos cerveza y comida.

—Sin falta, mi señor.

Me acerqué a un edificio bajo y alargado, junto a las gradas. Bajo la techumbre, unos gorriones tenían montada una buena. Una vez en el interior, cuando mis ojos se habituaron a la penumbra, descubrí lo que iba buscando: mástiles, vergas y velas. Ordené a mis hombres que se llevaran los palos y las velas a la carreta; luego, me fui hasta el otro extremo del cobertizo, y me quedé contemplando los remolinos que formaba el río a su paso. Al bajar, la marea dejaba al descubierto largos y empinados bancos de lodo.

—¿Por qué vergas y velas? —me preguntó Eduardo, a mis espaldas; venía solo—. El criado nos ha traído hidromiel —añadió extrañado; me tenía miedo, pero hacía notables esfuerzos por parecer afable.

—Decidme, ¿qué pasó cuando tratasteis de apoderaros de Torneie? —le pregunté.

—¿Torneie? —repitió, confundido.

—Atacasteis a Harald en aquel islote y no fuisteis capaces de tomarlo. Quiero que me digáis por qué —insistí.

Offa, el correveidile que, en compañía de sus perros, llevaba las noticias de un reino a otro, me había contado lo que había pasado, pero no había tenido ocasión de hablar con nadie que hubiera estado presente. Lo único que sabía era que el ataque contra los supervivientes de Harald se había saldado con una derrota y una abultada cifra de muertos.

Arrugó la frente.

—Lo que pasó fue que… —se detuvo, meneando la cabeza al recordar quizás a los hombres resbalando por el lodo mientras intentaban llegar a la empalizada erigida por Harald— nunca conseguimos llegar lo bastante cerca —concluyó con rabia.

—¿Qué os lo impidió?

Frunció el ceño de nuevo.

—Que había estacas en mitad del río, y mucho lodo.

—¿Acaso pensáis que lo de Beamfleot va a ser más fácil? —le pregunté, antes de añadir al leer la respuesta en su cara—: ¿Quién estaba al frente del ataque?

—Etelredo y yo —repuso.

—¿Vos? ¿Vos estabais al mando? —le pregunté con toda intención.

Se me quedó mirando, se mordió el labio inferior y, apurado, respondió:

—No.

—Vuestro padre se cercioró de que alguien velara por vos, ¿no es así? —continué—. ¿Y lord Etelredo, él sí se mantuvo al frente?

—Es un hombre valiente —repuso Eduardo, irritado.

—No habéis contestado a mi pregunta.

—Se fue con sus hombres y, gracias a Dios, se libró de la derrota —contestó, tratando de justificar la actitud de mi primo.

—¿Por qué, pues, habríais de ser el próximo rey de Wessex? —le pregunté de buenas a primeras.

—Porque yo… —balbució, antes de quedarse sin saber qué decir, mirándome con expresión lastimera. Se había acercado hasta el cobertizo para hacer las paces, y yo le estaba dando para el pelo.

—¿Acaso porque vuestro padre es el rey? —continué—. Antaño, elegíamos como rey al mejor de los hombres, no a aquél que, por casualidad, hubiera nacido del vientre de la mujer de alguien que ya lo fuera —enfurruñado y ofendido, se quedó sin palabras—. Decidme qué razón hay para que no siente a Osferth en el trono —añadí con aspereza—. Al fin y al cabo, es el mayor de los hijos de Alfredo.

—Si la sucesión no estuviera determinada de antemano, la muerte de un rey traería el caos —repuso, cauto.

—Normas. ¡Qué manía con las dichosas normas! ¿Me estáis diciendo que Osferth no puede ser rey porque su madre era una sirvienta?

—No, no puede ser rey —tuvo el coraje de responderme.

—Por suerte para vos —repliqué—, no aspira al trono; al menos, eso creo. ¿Acaso vos, sí? —aguardé hasta que hizo una leve afirmación con la cabeza—. Tenéis la ventaja de haber nacido de un vientre regio —continué—, pero necesitáis probar que merecéis tal dignidad —se me quedó mirando sin decir nada—. Queréis ser rey, pero algo tendréis que hacer para demostrar vuestra valía. Hoy, mandaréis, haréis lo que no hicisteis en Torneie, como tampoco mi primo. Os pondréis al frente de las tropas. Pero no podéis pedir a los vuestros que mueran por vos, no a menos que os vean dispuesto a morir por ellos.

Me dio la razón de nuevo con la cabeza.

—¿En Beamfleot? —me preguntó, incapaz de disimular el miedo que le producía pensar siquiera en la refriega.

—¿No queréis ser rey? Pues dirigiréis el ataque. Venid conmigo, y os explicaré cómo.

Me lo llevé fuera y fuimos andando hasta la orilla del río. La marea, casi baja del todo, dejaba al descubierto una resbaladiza pendiente de viscoso lodo de más de cuatro varas de alto.

—¿Cómo salvar esa pendiente? —le pregunté.

No dijo nada; pensativo, arrugó el entrecejo tratando de dar con la solución cuando, para su sorpresa, le empujé con fuerza hasta el borde. Dio un grito al ver que perdía el equilibrio, resbaló y su regio culo fue resbalando hasta el agua donde, aun aturdido, acertó a ponerse en pie. Además de furioso, estaba cubierto de barro de los pies a la cabeza. El padre Coenwulf, imaginándose que trataba de ahogar al Heredero, no tardó en aparecer a mi lado y se quedó mirando al príncipe.

—Empuñad la espada y tratad de subir —le dije.

Así lo hizo; daba unos cuantos pasos, pero el resbaloso lodo podía más y, vez tras vez, acababa por volver a caer.

—¡Con ganas, poned todo vuestro empeño! —le grité—. Pensad que aquí arriba hay unos daneses y que tenéis que acabar con ellos. ¡Así que adelante!

—¿Qué estáis haciendo? —me preguntó Coenwulf.

—Educando a un rey —contesté en voz baja, antes de volver la vista a Eduardo y decirle a voces—: ¡Arriba, pedazo de cabrón! ¡Venid a por mí!

Con su molesta y pesada cota de malla encima y la larga espada en la mano, no pudo hacerlo. Trató de subir a gatas, pero siempre acababa por caer de espaldas.

—¡Eso será lo que os pase cuando tratéis de salir del foso de Beamfleot! —le dije.

Sucio y empapado como estaba, se me quedó mirando.

—¿Y si tendemos un puente? —apuntó.

—¿Cómo, a merced de un centenar de apestosos daneses arrojándonos lanzas? —le pregunté—. ¡Vamos, arriba!

Lo intentó de nuevo, y otra vez se fue al suelo. Al ver que sus hombres y los míos observábamos lo que hacía desde la orilla, Eduardo apretó los dientes, se lanzó una vez más contra la pendiente resbaladiza, y consiguió mantenerse en pie. Con la espada como punto de apoyo, comenzó a avanzar palmo a palmo entre los gritos de ánimo de los hombres. Seguía deslizándose hacia el fondo, pero estaba decidido a conseguirlo; cada paso que daba adelante era acogido con vítores. El heredero del trono de Alfredo estaba cubierto de barro, nada quedaba de su altiva dignidad, pero acababa de descubrir que se lo estaba pasando en grande, y sonreía. Plantaba con fuerza las botas en el barro, se ayudaba con la espada y, al cabo, consiguió llegar a la orilla. Puesto en pie, agradeció con una sonrisa las aclamaciones que le dedicaron. Hasta el padre Coenwulf estaba tan orgulloso que no cabía en sí.

—Para llegar al fuerte, habrá que salvar un banco de lodo no menos empinado y resbaladizo que ése —le dije—. Nunca lo conseguiremos. Los daneses no dejarán de arrojarnos flechas y lanzas. El fondo del foso será un cenagal de sangre y cadáveres. Moriremos todos.

—Las velas —replicó Eduardo, que acababa de caer en la cuenta.

—Eso es; las velas —repuse, al tiempo que ordenaba a Osferth que desplegase una de las tres que pensábamos llevarnos. Fueron necesarios seis hombres para desenrollar el enorme lienzo de lona rígida, cubierto de salitre. Unos cuantos ratones salieron precipitadamente de entre sus pliegues. Una vez extendida, les dije a los hombres que la dejasen caer sobre el banco de lodo. Como la lona es quebradiza, las velas no son de por sí un asidero pero, gracias a las cuerdas que llevan cosidas en su interior, se convierten en una maraña de líneas entrecruzadas. A falta de escalas, recurriríamos a ese enrejado. Tomé a Eduardo por el brazo, y los dos bajamos por la vela hasta el borde del agua.

—Intentadlo de nuevo ahora. ¡Os echo una carrera! —le dije.

Y me ganó. Echó a correr hacia el lodo, puso los pies en las cuerdas de la vela y llegó arriba sin ayudarse con las manos ni una vez. Encantado, me sonrió al verme llegar tras él y, de repente, se le ocurrió una idea.

—¡A ver, ahora vosotros! —les gritó a los hombres de su guardia—. ¡Bajad hasta el río y subid aquí de nuevo!

De pronto, tanto mis hombres como los de Eduardo se lo estaban pasando en grande, todos querían trepar por la maraña de cuerdas que tensaba la lona. Eran muchos, de modo que, en un momento dado, la vela se fue al fondo. Para eso quería los palos, para asentar aquel enrejado de cuerdas en unas estacas, fijando las vergas en algún sitio de modo que aquella improvisada escala de cuerda quedase tirante y, gracias a treta tan disparatada, no se viniese abajo. Como es natural, aquel día nos limitamos a fijar la vela al banco de lodo y a echar unas cuantas carreras que Eduardo, para su satisfacción, ganó en repetidas ocasiones. Encontró ánimos incluso para conversar un momento con Osferth, aunque sólo hablaron del tiempo que hacía; al decir de los dos hermanastros, era bastante agradable. Al cabo de un rato, ordené a los hombres que dejasen de jugar a trepar por la vela que, no sin esfuerzo, hubo que volver a enrollar. Todos habían comprendido que podía ser la manera de salir del foso que rodeaba la fortaleza. Ya sólo nos quedaba dar con la forma de salvar la muralla. Aquéllos que no hubiesen perecido en el foso, casi con seguridad perderían la vida en la franja de tierra que se extendía a los pies del fortín.

El criado me trajo un pequeño cuenco de asta rebosante de hidromiel. Se lo agradecí y, sin saber por qué, en el momento en que lo tomé en mis manos, la picadura de abeja, que pensaba que ya había sanado, comenzó otra vez a molestarme. La hinchazón había desaparecido por completo, pero sentí la comezón de nuevo. Me miré la mano, y me quedé quieto, sin apartar los ojos de ella, hasta que Osferth, preocupado, me preguntó:

—¿Pasa algo, mi señor?

—Id en busca del padre Heahberht —le dije. Cuando llegó el cura, le pregunté quién había preparado el hidromiel.

—Un hombre de aspecto muy raro —me explicó el clérigo.

—Me da igual si tiene rabo o tetas; quiero ir a verlo.

Velas y vergas quedaron cargadas en el carromato, que, escoltado, se puso en marcha hacia el viejo fuerte. Con seis de mis hombres, me fui con Heahberht hasta una aldea llamada Hocheleia, un lugar tranquilo y medio apartado, poco más que un puñado de chozas dispersas rodeadas de enormes sauces.

—¿Cómo es que Skade no quemó esa iglesia? —pregunté al padre Heahberht.

—Están bajo la protección de Thorstein, mi señor —me dijo el cura.

—¿Y por qué no vosotros, los de Thunresleam?

—Porque éstos son feudos de Thorstein, mi señor. Siervos suyos, que trabajan sus tierras.

—¿Quién es, pues, el señor de Thunresleam?

—Quienquiera que ocupe el fuerte —me dijo con rabia—. Es por aquí, mi señor —y me llevó más allá de una charca hasta una espesura donde, tras unos tupidos matorrales, a la sombra de unos árboles, se alzaba una pequeña choza con una techumbre tan pegada al suelo que más parecía un montón de paja que un sitio para vivir—. El hombre que vive en esa cabaña se llama Brun, mi señor.

—¿Brun?

—Como suena, mi señor. Hay quien dice que está loco.

Brun salió a rastras de la choza. Con aquel techo tan bajo, no tenía otra forma de asomarse al exterior. Se incorporó a medias, reparó en mi cota de malla y en los brazaletes de oro que llevaba, se postró ante mí y, con sus manos renegridas, comenzó a escarbar la tierra, mascullando algo que no llegué a entender. Al poco, de la choza salió una mujer, que se arrodilló junto al hombre, y ambos empezaron a emitir una especie de gemidos sin dejar de mover la cabeza. Los dos llevaban el pelo largo, tanto que más parecían greñas enmarañadas. El padre Heahberht les explicó por qué estábamos allí, Brun rezongó algo y, de repente, se puso en pie. Era un hombre menudo, no más alto que los enanos que se dice que viven bajo tierra. Sus cabellos eran tan espesos que le tapaban los ojos. Obligó a ponerse en pie a su mujer, que no era más alta que él y, desde luego, igual de poco agraciada, y los dos comenzaron a hablar de forma atropellada con Heahberht, en un dialecto tan cerrado que apenas si entendí una palabra.

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